La cuestión judía en España
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Eduardo I, rey de Inglaterra, ordenó en 1290 la primera gran limpieza étnica de Europa, la expulsión de los judíos de su reino. Siguiendo su ejemplo, el rey de Francia Felipe IV decretó la expulsión de judíos en 1306. Francia fue el país más persistente en el exilio de los hebreos, pues ya había habido una expulsión parcial en 1121, y habría otras en 1321 y 1394. Por toda Europa se extendía la fiebre antisemita en la Baja Edad Media. Los judíos fueron expulsados de Alemania en 1348, de Hungría en 1349, de Austria en 1421, del norte de Italia entre 1488 y 1490 y de Portugal en 1497.
Damos estas cifras, aunque pueda aburrir la repetición, porque la Leyenda Negra presenta la expulsión de los judíos de España en 1492 como un crimen de lesa humanidad sólo comparable con el Holocausto nazi, cuando en realidad se hizo lo mismo que habían hecho en los países inventores de la Leyenda Negra. Esto obviamente no es una justificación, pero sí hay que decir que en España, durante siglos, los judíos habían gozado de una situación mucho mejor que en el resto de Europa, por eso había tantos en nuestro país.
La razón de ello es que en el largo proceso de la Reconquista, los reinos cristianos peninsulares, que iban ampliando notablemente su territorio, tenían una crónica escasez de población. Para remediarla se ofrecían a las comunidades judías unas condiciones muy convenientes para la época, que atrajeron a muchos exilados de Europa. Básicamente consistían en otorgarles una amplia autonomía, hasta el punto de reconocer a los tribunales hebraicos jurisdicción para condenar a muerte a un cristiano que hubiese atacado a su comunidad, porque lo que era inevitable eran los brotes de antisemitismo que se daban entre el pueblo. «Los judíos eran muy amados en España por los reyes, los sabios y otras clases sociales, salvo por el pueblo y los monjes», decía el historiador judío Salomón Ibn Verga en el siglo XV.
La contraprestación de esta autonomía era la prohibición de ejercer el proselitismo o de mezclarse con los cristianos. En realidad, en la España cristiana se aplicaba el mismo régimen que en la España musulmana, donde los judíos gozaban de autonomía a cambio de pagar un impuesto especial y no expandirse. Sin embargo, en las épocas de fundamentalismo islámico sí hubo persecución de judíos –y de cristianos- en Al Ándalus. En el siglo XII, los almohades, invasores procedentes del norte de África, prohibieron el judaísmo, provocando una primera expulsión de judíos de España, en la que salió el sabio Maimónides.
Ese relativo buen trato a los judíos en España dio origen a varias leyendas. Una de ellas, mantenida por los buenistas, es la de la «España de las tres culturas», que pretende que en el siglo XIII había más respeto por las diferencias que en la actualidad, lo que es una tontería. Lo que sí es cierto es que hubo un florecimiento de la cultura hebrea y la árabe en los reinos cristianos, un fluido intercambio, un aprovechamiento enriquecedor que ha dejado su rastro en la arquitectura, el arte y la literatura.
Más interesante es el mito de «Sefarad, el paraíso perdido» (Sefarad es España en hebreo) que desarrollarían los judíos expulsados en 1492. La tradición de conservar y transmitir de padres a hijos las llaves de sus antiguas casas de Toledo o Zaragoza resulta conmovedora. Y, más que objetos, las comunidades sefarditas de los Balcanes o las riberas del Mar Negro conservaron la lengua española, llamada ladino, hasta nuestros días. Cuando el dictador Primo de Rivera conoció en los años 20 este fenómeno asombroso, se emocionó tanto que decretó otorgarles la nacionalidad española. Esta circunstancia serviría para salvar la vida de miles de sefarditas de esa región durante las persecuciones nazis de la II Guerra Mundial. A día de hoy, en Estambul, la reducida comunidad judía emplea el ladino en sus ceremonias.
Conversos, la tercera casta
A finales del siglo XIV, la Reconquista estaba prácticamente resuelta y las coronas de Castilla y Aragón eran entidades potentes, extensas y bien pobladas. Atraer a los judíos europeos ya no era necesario, y aunque no hubiese un designio consciente de ello, el pueblo cristiano y las más bajas instancias de la Iglesia empezaron a mirarlos negativamente. Circunstancias de inestabilidad como las guerras civiles de Castilla o la peste de Cataluña, cuando la búsqueda de un chivo expiatorio urdió la patraña de que la transmitían los judíos porque tenían la sangre corrompida, terminó en persecuciones incontroladas.
Había clérigos de bajo nivel, como el arcediano de Écija Ferrán Martínez, que durante quince años, entre 1376 y 1390, provocó con su prédica incendiaria los estallidos de ira popular que desembocaban en linchamientos de judíos. El arcediano de Écija incluso capitaneaba una banda de bravucones bautizada «los matadores de judíos», y las autoridades terminaron por meterlo en la cárcel por su responsabilidad en los disturbios que se extenderían por toda España en 1391, provocando tales matanzas que casi desapareció la comunidad judía de Barcelona.
La reacción de las comunidades hebraicas ante esa situación fue la conversión en masa al cristianismo. En Sevilla no quedaron casi judíos. Naturalmente eran conversiones formales, forzadas para salvar la vida. Surgió así una nueva casta, la de los conversos o cristianos nuevos, y un nuevo problema, el de los judaizantes, es decir, los conversos que mantenían en secreto su antigua religión, lo que provocó una gran desconfianza de la Iglesia, pero esta vez de las instancias superiores.
A lo largo del siglo XV se fue gestando una reacción contra esos falsos cristianos, llamados «marranos», y contra los abiertamente judíos, que les proporcionaban libros hebraicos y calendarios para que cumpliesen sus ritos hebreos en secreto. En 1449, un impuesto real extraordinario, de cuya recaudación en Toledo se encargaba un funcionario converso, provocó el amotinamiento de la ciudad, capitaneado por su alcalde. Las turbas quemaron el barrio judío, pero mucho peor fue que el Ayuntamiento dictase la «Primera Sentencia-Estatuto de Limpieza de Sangre», expulsando a los conversos de todos los cargos que ocupasen en el municipio. Era el principio de una forma de discriminación que duraría siglos.
La reacción contra el fenómeno de los judaizantes culminaría con la expulsión de 1492, pero antes tuvo hitos que se desarrollaron sobre todo durante el reinado de los Reyes Católicos. El estereotipo de la Leyenda Negra presenta a Isabel y Fernando como unos fanáticos antisemitas, pero en realidad protegieron a los judíos durante décadas, porque tenían muchos vínculos con ellos. Se rumoreaba que la propia madre del rey aragonés era conversa, y la compañera inseparable de la monarca castellana desde niña, Isabel de Bobadilla, lo era con seguridad y se casó con otro converso.
En 1475, casi 20 años antes de la expulsión, los Reyes Católicos anularon una ordenanza del concejo de Bilbao que pretendía la limpieza étnica, prohibiendo la entrada de judíos en la ciudad vasca. Dos años después, la reina Isabel advirtió al concejo de Trujillo que los judíos estaban bajo su «protección y amparo». Pero las Cortes castellanas reunidas en Madrigal en 1476 pidieron a los monarcas que los judíos llevasen una señal de distinción.
Dos años después, en 1478, se estableció la Inquisición papal en España, para vigilar y reprimir a los falsos cristianos, y en las Cortes de Toledo de 1480, el llamado tercer estado –el popular- logró imponer que los judíos viviesen aislados en zonas cercadas. Lo más notable es que entre los más fanáticos en perseguir a los judaizantes eran conversos. El inquisidor general autor del decreto de expulsión de 1492, el dominico fray Tomás de Torquemada, era cristiano de origen judío. Así se escribe la Historia.