'Los asesinos de la luna': el lado oscuro del sueño americano, según Scorsese
El director de ‘Taxi Driver’ reúne a Di Caprio y Robert de Niro en un fresco histórico ambientado en una reserva india
En 2019 Martin Scorsese rodó El irlandés, el broche de oro a su ciclo de películas sobre la Mafia. En ella se reencontró con Robert De Niro -con el que no trabajaba desde Casino en 1995- y lo reunió con Al Pacino y hasta consiguió sacar de su retiro a Joe Pesci. Aquello sonaba a despedida por todo lo alto. Entre otras cosas, porque le costó dios y ayuda sacar adelante el carísimo proyecto, que al final le financió Netflix. Sin embargo, el cineasta, ya octogenario, no parece dispuesto a retirarse y vuelve a la carga con Los asesinos de la luna, esta vez cofinanciada por Apple TV. Vaya, resulta que las pérfidas plataformas, vistas por ciertas almas puras de la cultura como las causantes de las siete plagas de Egipto y parodiadas sin piedad por el inquisidor Nanni Moretti en una escena desternillante de El sol del futuro, han permitido al veterano Scorsese realizar dos obras monumentales.
El irlandés y Los asesinos de la luna comparten como mínimo dos cosas: ambas duran más de tres horas y ambas proyectan una mirada severa sobre la podredumbre que corroe las entrañas de la historia de Estados Unidos. La primera culmina la mirada sobre la América contemporánea a través de las organizaciones mafiosas. En este terreno se sitúan algunas de las obras cumbre de Scorsese, como Uno de los nuestros y Casino, a las que habría que añadir la temprana Malas calles e Infiltrados. Los asesinos de la luna se va un poco más atrás en el tiempo, a los años veinte del pasado siglo, y tiene cierto aire de wéstern crepuscular al estar ambientada en una reserva india, con presencia de vaqueros, pistoleros, dinamiteros, contrabandistas de licor, un sheriff, un rancho y hasta una barbería con billares.
Basada en un libro de no ficción de David Grann titulado Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI, cuenta la historia real de una sucesión de misteriosas muertes que asoló a la tribu india de los Osage. Supuestamente se debían a accidentes, suicidios o causas naturales -había mucha diabetes entre esa población nativa-, pero su imparable progresión acabó levantando sospechas y atrajo la atención del incipiente FBI, que acababa de crear John Edgar Hoover en 1924 con el nombre inicial de Bureau of Investigation.
La nación Osage había sido desposeída de sus tierras y obligada a desplazarse. El Gobierno federal, a través de la Oficina de Asuntos Indígenas, los reubicó en una reserva en Oklahoma. Les asignó unas tierras de escasa calidad, pero en cuyo subsuelo se descubrió algún tiempo después que había petróleo en abundancia. El hallazgo fue una bendición para los miembros de la tribu, que se hicieron ricos de la noche a la mañana (a la manera de los países del Golfo Pérsico, para entendernos). Sin embargo, la bendición no tardó en convertirse en maldición, porque el petróleo despertó la codicia de hombres blancos sin escrúpulos, deseosos de hacerse con esas tierras a cualquier precio. Y cualquier precio incluía los asesinatos.
Drama moral
Scorsese y su coguionista Eric Roth (Oscar al mejor guión adaptado por Forrest Gump) tantearon en primera instancia la posibilidad de contar la historia a partir de las pesquisas del FBI, lideradas por un exranger de Texas. Esto hubiera dado pie a un potente thriller de época, pero descartaron esta opción y el investigador gubernamental (interpretado por el siempre sólido Jesse Plemons) no hace su aparición en escena hasta el último tercio de la película. El planteamiento por el que acabaron optando -más arriesgado y que sospecho que no satisfará a todos los públicos- es narrar la historia centrándose en los autores intelectuales y materiales de los asesinatos. Con ello renuncian al misterio, porque el espectador sabe casi desde el principio quiénes son, pero potencian el drama moral y la plasmación de los mecanismos de actuación de una suerte de capitalista psicótico, sin alma ni escrúpulos, que utiliza la violencia propia del salvaje Oeste, sin otra ley que la del más fuerte.
El trío protagonista lo conforman un joven de escasas luces, fácilmente manipulable (interpretado con riqueza de matices por Leonardo DiCaprio), que regresa de los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, donde no ha sido un héroe sino cocinero de una compañía. Le acoge su tío, un poderoso ganadero vecino de los Osage, pero bajo cuyas tierras no hay petróleo (un mefistofélico Robert De Niro). El sobrino seduce y se casa con una nativa, a la que da vida Lily Gladstone, que no solo está a la altura de sus dos compañeros de reparto, sino que por momentos los supera con una actuación contenida que dota de un aura de taciturna dignidad a su personaje.
Los asesinos de la luna se centra en las andanzas de tío y sobrino, dos personajes abyectos con los que resulta imposible empatizar. Este es el primer reto complicado al que se enfrenta Scorsese, al que se añaden otros tres: que el espectador comprenda las actitudes del contradictorio personaje de Leonardo DiCaprio, alguien capaz de envenenar lentamente a su esposa y al mismo tiempo amarla; que entienda a la esposa india, enamorada de un hombre del que siempre sospecha que la puede estar utilizando, y que digiera la maldad absoluta del personaje del potentado ganadero. No son retos fáciles y muchos creadores patinarían ante tales miasmas morales. Hace falta el talento de Scorsese (o de Paul Thomas Anderson, por mencionar a un director más joven con similar ambición) para sumergirse en estas turbias aguas pantanosas y salir airoso.
Scorsese lo consigue y además conjuga con eficacia dos planteamientos en apariencia incompatibles: la monumentalidad épica de un fresco histórico sobre las raíces podridas del capitalismo americano y el melodrama intimista sobre unos seres humanos que chapotean entre la podredumbre moral. Aquí el cineasta se aleja mucho de la visceralidad y dinamismo de maravillas como Taxi Driver, Uno de los nuestros o El lobo de Wall Street. Esta es una película de desarrollo pausado, factura clásica y violencia algo más contenida que en otras ocasiones. Con la impresionante carrera que tiene a sus espaldas, no creo que sea exagerar demasiado afirmar que Martin Scorsese es a día de hoy el director en activo más importante del cine americano y acaso mundial. A sus 80 años no solo sigue en la brecha, sino que nos presenta un proyecto monumental, en dimensiones y ambición. A finales de noviembre nos llegará otra coproducción de Apple TV, Napoleón, de magnitudes todavía más épicas y dirigida por Ridley Scott a sus 85 años.