Elon Musk, sombras y esplendor del genio
La monumental biografía del magnate de Walter Isaacson destaca la relación de amor-odio de EE UU con sus héroes
Es él. Elon Musk. Cada cierto tiempo surge un genio que desgarra el velo del común denominador humano, para bien y/o para mal, y señala hacia el futuro. Julio César, Napoleón… Últimamente, desde que se supone que hemos mutado a homo economicus (escuela neoclásica dixit), el empresario ha tomado el testigo.
O, si lo prefieren, el emprendedor, que queda mejor, como más… ¿épico? A lo mejor, en el fondo todavía preferimos parecernos a Napoleón.
La narrativa, ese espejo de nuestros desvelos más o menos inconscientes, lleva tiempo fascinada por la figura del tipo que se forra convenciéndonos de que necesitamos comprarle algo porque solo lo tiene él, porque lo ha descubierto él o porque él lo envuelve de otra manera más molona. En la ficción, basada en casos reales más o menos evidentes, ya hay clásicos como El gran Gatsby o Ciudadano Kane… Y persevera hasta ayer por la mañana con cosas como Fortuna, de la que ya hablamos en estas páginas.
Pero en determinados momentos epifánicos, la evidencia desata un torrente de información concentrada en una sola persona. El genio del que hablábamos. Todos sabemos ya quién es Elon Musk.
La obsesión por él se extendió a partir de septiembre de 2021, cuando Forbes nos dijo que era la persona más rica del mundo, posición que aún mantiene. Después llegó la compra de Twitter, a la que rebautizó como X y no deja de darle titulares.
La notoriedad que encendió con su liderazgo en la industria de los coches eléctricos y atizó con el delirio aeroespacial ha llegado a su punto máximo de ebullición. Y, como consecuencia, nos ha brotado en la lista de libros más vendidos el que muchos sancionan como el documento oficial de su predominio en el imaginario colectivo: su Biografía (así, con mayúsculas).
Mesías del emprendimiento
La muy sacrosanta (a efectos culturetas) BBC se había puesto a ello con el documental The Elon Musk Show , pero el cañonazo definitivo lo ha dado Walter Isaacson con el libro del año. Isaacson es algo así como un sumo sacerdote del Sistema (por ponernos un poco conspiranoicos): formado en Harvard y Oxford, ha presidido el Aspen Institute, un lobby de mucho predicamento en Washington, y ha dirigido la CNN y editado Time. Hace un par de décadas dejó la primera línea para dedicarse a ungir a los nuevos mesías de la cultura del emprendimiento.
Se curtió contando la vida de los clásicos: desde Leonardo da Vinci a Einstein, pasando por la versión más actualizada de Kissinger. Pero su primer gran zarpazo donde se cuecen las habas actuales lo soltó en 2011, con su biografía de Steve Jobs, un best seller de proporciones descomunales que los chavales de primero de Empresariales (o, ahora, de entrepeunership o algo por el estilo) llevaban bajo el brazo como un servidor el álbum Panini de la Liga. Más o menos.
Elon Musk es su confirmación absoluta. Un tocho de más de 700 páginas con multitud de notas y una bibliografía más que generosa. Hay mucha información, pero también color humano. De hecho, el amplio prólogo arranca: «Como el niño criado en Sudáfrica que era, Elon Musk conoció el dolor y aprendió a sobrevivir a él».
Sigue una historia más parecida a Oliver Twist que a las páginas del Wall Street Journal. «A los doce años, lo llevaron en autobús a un campamento de supervivencia en la naturaleza, conocido como veldskool. ‘Era El señor de las moscas en versión paramilitar’, recuerda». Y así todo.
Aunque, ojo, a las 50 páginas, más o menos, se acaban Sudáfrica, la infancia y las tonterías: la mayoría de los 95 (tuvo la decencia de no llegar al centenar) capítulos del libro se centran en desmenuzar, paso a paso, la peripecia empresarial del héroe.
Pero la parte humana asoma el periscopio una y otra vez. De hecho, el prólogo establece el esquema: tras contar la triste infancia, hay un salto temporal al momento de la compra de Twitter. Isaacson, que se jacta del notable acceso directo al personaje y su entorno que ha tenido para escribir el libro, cuenta que lo anunció (con un tuit, claro) tras toda una noche dándole al videojuego de rol Elden Ring con una novia. Y justo después remata con este párrafo: «A lo largo de los años, cada vez que estaba en un lugar oscuro o sentía amenazado, regresaba a los horrores del acoso sufrido en el patio del colegio. Ahora tenía la oportunidad de ser su dueño».
Nos gusta que el héroe sufra. Y que ese sufrimiento forje el carácter excéntrico que termina funcionando como una especie de señal sagrada anunciadora del genio. Solo él puede sacar la espada de la roca o anunciar que compra la red social más importante del mundo después de una noche de videojuegos.
Ese carácter, además, sigue nutriéndose a lo largo de toda la narración, en esos oscuros rincones en los que el héroe nos da más morbo. El recuento por Isaacson de las aventuras de Musk culmina (aun in media res, por mucho que le pese a algunos) con el lanzamiento en abril del cohete con el que debía comenzar su carrera hacia la última frontera. La cosa no acabó bien.
Logros y fracasos colosales
Como mandan los cánones al efecto: «La explosión del Starship era algo totalmente emblemático de la personalidad Musk, una apropiada metáfora de su compulsión por apuntar alto, actuar de forma impulsiva, asumir riesgos extremos y conseguir logros asombrosos, pero también de provocar explosiones, hacer estallar las cosas y dejar a su paso un rastro de escombros humeantes mientras se ríe como un maniaco. Desde hace tiempo, su vida ha sido un cóctel de logros transformadores para la historia y de fracasos colosales, promesas incumplidas e impulsos arrogantes. Han sido épicos tanto sus logros como sus fracasos. Todo ello lo ha llevado a ser idolatrado por sus fans y vilipendiado por sus críticos, en ambos casos con la fervorosa pasión característica de la hiperpolarizada era de Twitter».
Isaacson se recrea entonces en las sombras del genio, recuperando de nuevo ese recurrente espíritu Rosebud con el que arrancó en el prólogo: «Impulsado desde su infancia por sus demonios internos y sus compulsiones heroicas, Musk ha alimentado la controversia haciendo declaraciones políticas incendiarias y provocando conflictos innecesarios».
¿Y qué queríamos? El libro arranca con una frase que soltó el protagonista durante una entrevista en Saturday Night Live hace un par de años: «A quienes haya podido ofender, solo quiero decirles que he reinventado los coches eléctricos y estoy enviando a personas a Marte en una nave espacial. ¿Creían que también iba a ser un tipo tranquilo y normal?»
Pues eso.
Por si acaso, Isaacson no lo deja ahí, en un sutil sobreentendido, sino que concluye: «A veces, los grandes innovadores son hombres-niños con una compulsión por el riesgo que se resisten a que nadie les enseñe a usar el orinal. Pueden ser imprudentes, dar vergüenza ajena, ser, a veces, incluso tóxicos. También puede que estén locos. Lo bastante locos para creer que pueden cambiar el mundo».
Críticas
La crítica estadounidense ha recibido este penúltimo evangelio del emprendedor con división de opiniones. El mayor entusiasmo (etimológicamente, estar en Zeus) llega, claro, desde la voz del templo: el Wall Street Journal. Arthur Herman no ahorra adjetivos para agradecer la epifanía.
A Isaacson también le han caído palos importantes. Laura Miller se queja en Slate de que el libro «no contiene mucha revelación genuina», pero lo achaca a Musk: «Aunque volátil, no es especialmente profundo o complicado». Dato curioso: el propietario de Slate era, en sus inicios y hasta 2004, Microsoft.
Sara Frier va por una línea parecida en The Atlantic, un clásico de la izquierda exquisita no muy condescendiente con las manías de los empresarios. «Al presentar la mentalidad de Musk como totalmente formada y su comportamiento como inalterable, el libro de Isaacson no nos da muchas herramientas para el futuro, aparte, quizá, de poder comparar la próxima metedura de pata de Musk con un historial ya bien documentado de incidentes de este tipo. En lugar de estrechar nuestra lente crítica al cerebro de Musk, debemos ampliarla para comprender las consecuencias de su influencia. Sólo entonces podremos retarle a que haga lo correcto con su poder».
O sea, que había que haberle dado más caña.
Elon Musk ha explicado cómo, de unos años a esta parte, la línea que marca la zona liberal (en EE UU, el término más parecido a nuestros izquierda o progresista), que él ha habitado la mayor parte de su vida, se ha movido tanto al extremo que lo ha dejado fuera. Y ni siquiera cerca, por algún lugar parecido al centro: ahora resulta que es un símbolo de la derecha.
Al principio, Musk se limitaba a alucinar. La pasada primavera ya explotó, hasta el punto de darle al New York Post, medio considerado muy de derechas, este titular: «Elon Musk dice que la extrema izquierda ‘odia a todo el mundo, incluidos ellos mismos’».