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Valle de lágrimas

Es útil ver la serie isarelí ‘Valley of Tears’, autocrítica con la guerra del Yom Kippur, dada la ignorancia en el debate público

Valle de lágrimas

Palestino llora al ver el cadáver de un niño. | Europa Press

Hay una serie israelí titulada Valley of Tears -llamarla en España Valle de lágrimas debía de parecer demasiado confesional- que cuenta, de manera autocrítica, la guerra del Yom Kippur. Lo interesante no es tanto la acción bélica como el retrato de la sociedad israelí en los primeros años setenta, imbuida por el espíritu, llamémosle relajado y pacifista, del 68. Cómo aquel país prepotente, que se creía invencible, se dejó sorprender el día de su fiesta sagrada por las tropas egipcias y sirias. Verla hoy, en medio de esta nueva guerra, con tantos paralelismos, resulta muy ilustrativo, máxime con el nivel de ignorancia que preside nuestra deteriorada opinión pública.  

La archicitada máxima de Winston Churchill, a propósito de Rusia, bien pudiera aplicarse al conflicto de Oriente Medio, más allá del tópico del avispero. «Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma». Esa maraña indescifrable convierte el sangriento enfrentamiento entre Hamás y el Estado de Israel en un asunto incompatible con la proliferación de simplificaciones, maniqueísmos y lugares comunes.

Asistimos en España a una utilización torticera de la guerra, por parte de políticos y un buen número de expertos tertulianos y tuiteros, en favor de mezquinos intereses particulares. No importa la verdad, se desprecia el matiz y el hoy tan desprestigiado «pero». No paramos de oír y leer que «si una afirmación va seguida de un pero, desconfía». Yo diría lo contrario. Se opina antes de que los hechos sean verificados, se  retuercen los relatos para que encajen en el pensamiento preconcebido, se utilizan los términos sin tener en cuenta su auténtico significado o sin ni siquiera conocerlo.

«Circulan alegremente falsedades como que estamos ante un genocidio»

Circulan alegremente falsedades como que estamos ante un genocidio, cuando la RAE define genocidio como «exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad». Que Hamás representa al pueblo palestino, cuando el propio embajador de la Autoridad Palestina en Madrid clarificaba la semana pasada que «somos enemigos». O que Israel no es una democracia, cuando no hay más que ver cómo el pueblo israelí se echaba a la calle cuando Netanyahu pretendía limitar derechos y libertades.

Una política española exhortaba la pasada semana a una contrincante de la oposición: «Vayan ustedes a Gaza». No soy, ni mucho menos, un experto en la cuestión; ya me gustaría. Permítanme decir que yo no fui a Gaza, sino a Cisjordania. No sé si sirve la experiencia. Era uno de esos breves periodos de normalidad, dentro de un orden, que permite un turismo mínimamente seguro. La entrada en Israel ya da una idea del estado permanente de guerra que se vive allí. Lo primero, en el aeropuerto Ben Gurion, responder a un exhaustivo cuestionario: «¿Con quién ha dormido las noches precedentes? ¿Ha hecho usted mismo el equipaje o alguien le ha ayudado? ¿Quién  ha tenido acceso a su maleta? ¿Ha conocido a algún extraño en los últimos días?  ¿Tiene previsto visitar el West Bank ? ¿Con qué motivo?…»

Tras pasar ese primer control, dos soldados me llevaron en volandas, en un abrir y cerrar de ojos,  a través del hall del aeropuerto hasta una sala diminuta de apenas dos metros por  dos metros. Me encerraron allí, a la espera de que llegara un oficial.  No sabía lo que ocurría. hasta que el oficial, que no se dio mucha prisa,  me interrogó sobre unas inyecciones que llevaba en una pequeña nevera. Tras idas y venidas de militares a los que inútilmente intentaba explicar la necesidad de aquellos medicamentos, que desconocían, apareció un uniformado que debía de ser médico, y al que logré convencer de que no era nada peligroso. Mi acompañante, mientras, esperaba convencida de que nuestro viaje acabaría allí.

Vivir el Yom Kippur en Israel es otra experiencia ilustrativa. Desde la ventana del hotel de Jerusalén, pudimos ver cómo no circulaban automóviles en las avenidas habitualmente atascadas por el tráfico. En el hotel, apenas había personal. Eso sí, habían dejado sobre una mesa un picoteo desangelado para los turistas. El detalle que daba una idea más precisa del significado de aquella fiesta era que los ascensores funcionaban continuamente, arriba y abajo, deteniéndose en cada piso. Alguien nos explicó que se había tomado esa medida para que nadie tuviera que hacer el esfuerzo de dar al botón, ya que en el día de la expiación no se permitía ningún tipo de trabajo desde que salía el sol hasta el ocaso. Entendimos una de las razones por las que el ataque combinado de sirios y egipcios el Yom Kippur de 1973 sorprendió desmovilizado al ejército de Israel.

«Haber estado en la zona ayuda a ser más cauto a la hora de sacar conclusiones»

Si impresionante fue la visita a Jerusalén, más lo es la visita a Hebrón. Se llega en un autobús con todas las ventanas cubiertas por paneles enrejados, ante el frecuente lanzamiento de piedras. Un soldado, fusil en mano, ocupaba el asiento contiguo al del conductor, por si en vez de piedras se tratara de  otro tipo de proyectil. Por la ventana, se podían  ver la gran cantidad de asentamientos de los colonos judíos,  con apariencia de urbanizaciones de chalés adosados, que rodean la ciudad cisjordana, donde cientos de soldados, en grupos de cuatro o seis,  patrullaban continuamente entre los palestinos, que deambulaban cabizbajos por las calles.

No pudimos visitar la emblemática tumba de los Patriarcas, lugar sagrado de judíos y árabes. Había sido cerrada tiempo atrás, después de que un colono judío asesinara a 29 palestinos que oraban en el interior de la Mezquita de Ibrahim, que comparte ubicación con la cueva de la tumba. En los disturbios posteriores a la masacre,  las tropas israelíes mataron a otros 35 palestinos.

De vuelta a Jerusalén, tampoco pudimos entrar a la Explanada de las Mezquitas, cerrada ante las amenazas de altercados. El ambiente era especialmente tenso en la Puerta de Damasco, que da acceso a la ciudad vieja, fuertemente protegida por el Ejército. Algo se avecinaba y no sabíamos muy bien qué. Poco después de volver a Madrid, aún impactados por el viaje, estalló la segunda Intifada: más de 3.000 palestinos y más de 400 israelíes fueron víctimas del enemigo durante los cinco años que duró. Para hacerse una idea, basta ver que en la actual guerra el número de muertos en Gaza, en poco más de dos semanas, se acerca a los 5.000.

Estas son sólo algunas impresiones y anécdotas  de un viaje turístico. Cada persona que haya visitado Oriente Medio tendrá sus propias experiencias, seguramente más cruentas y más significativas. No es imprescindible haber estado en la zona para intentar comprender lo que sucede, pero, sin duda, ayuda a ser más cauto a la hora de de sacar conclusiones.

Más ahora, cuando el avispero amenaza con convertirse en global. Cuando, aunque no se pueda generalizar, el mundo árabe, en su mayoría partidario de la causa palestina, se siente concernido por el conflicto. Hablamos de  450 millones de personas repartidas en 24 países; de 25 millones, sólo en Europa, de los cuales  2.349.288  -más de 100.000 que el año anterior- están en España. Más ahora, en fin, cuando la estabilidad geopolítica mundial está hilvanada con alfileres. Si la tierra llamada santa, sobre la que palestinos y judíos libran su guerra santa, no es valle de lágrimas, que baje Dios y lo vea.


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