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Cultura

Arturo Barea, según Coradino Vega

«Deploraba las palabras cuando eran sólo eso, y cuando releemos las suyas se nota desde la primera que su tono es otro, trabajado pero verdaderamente honesto, sincero, sensatísimo siempre»

Arturo Barea, según Coradino Vega

Arturo Barea. | Wikimedia Commons

Si Juan Bonilla y Verónica Díez me hubieran preguntado alguna vez a quién querría dedicar yo una de esas Vidas térmicas que publican en Zut, su simpática editorial, creo que habría elegido a Arturo Barea, por varios motivos.

Barea está ya muy lejos de ser un desconocido, y sin embargo la sensación es que hay muchísimo más que decir sobre él. No digo descubrir, porque ya Nigel Townson, Michael Eaude y sobre todo, últimamente, William Chislett, se han ocupado de rebuscar, reunir, exhumar, reparar, exponer y reivindicar todo lo relativo al extremeño, pero sí creo que hay todavía mucho más que comprender o que deducir de sus libros, con la ventaja de que todo lo que escribió Barea a lo largo de su vida se puede leer perfectamente en tres semanas (algo que no sucede con Benjamín Jarnés, Ramón J. Sender, Max Aub, Gonzalo Torrente Ballester o Francisco Umbral, otros nombres tentadores para que alguien se ocupe de ellos en la mencionada colección sevillana).

Y, sin embargo, se me han adelantado, lo cual es en todo caso una buena noticia porque Coradino Vega, el autor del recién aparecido Arturo Barea. Retrato de un temperamento, ofrece allí una muestra perfecta de lo que debe ser este género de la biografía breve, algo que queda entre la semblanza y la investigación, entre el perfil y la relectura, y que ha de ser completo pero no exhaustivo, erudito pero sin afán de agotar el tema, profundo sin alargarse.

Consciente de que «un escritor puede ser muy fiel a su memoria pero no hacer que ésta sea infalible», y también de las cautelas que hay que desempolvar a la hora de leer La forja de un rebelde como una autobiografía plenamente creíble, Vega plantea un opúsculo que tiene más de biografía que de crítica literaria, más de crónica que de interpretación de los textos. Al final hay una pequeña actualización bibliográfica, y explica los «hitos» que ha ido conociendo la difusión de Barea, debidos sobre todo a la perseverancia de Chislett, quien no sólo ha ido prologando nuevas ediciones de varios libros del autor y comisariar una exposición para el Instituto Cervantes, sino que movilizó a varios amigos para sufragar la reparación de la tumba del escritor, en Faringdon; consiguió que la plaza de Arturo Barea, en Lavapiés, se llame por fin así; o logró que se colocase una placa conmemorativa en The Volunteer, el pub preferido de aquel que no fue sólo el autor de esa obra maestra que es La forja…, sino de los cuentos de Valor y miedo y El centro de la pista, los ensayos divulgativos sobre Lorca y Unamuno, algunos panfletos de trinchera mucho más cuidados y serenos de lo que suelen ser esos textos (y que han sido reeditados a comienzos de este año en Contra el fascismo) o la novela La raíz rota, en la que Barea se propuso fantasear sobre cómo habría podido ser un regreso suyo a Madrid, mediados los años 50.

Coradino Vega no sólo aplaude la documentada integridad general de Barea, un hombre tan coherente, cabal y templado que parecía destinado a acabar en Inglaterra, sino que intenta rastrear sus orígenes psicológicos, que serían también los ideológicos. Es también lo que más me gusta a mí de su personalidad: lo poco que le gustaban las apariencias, la verdad con la que anhelaba la promoción y mejora de las clases populares, el modo como él mismo se implicó directamente para hacer lo posible por educar al pueblo y, por extensión, la tirria con la que observaba los oropeles de la gente de la cultura, el teatro, la universidad o incluso determinados sillones progresistas del Congreso. Antes de escribir una sola palabra literaria ya era un hombre de hechos, de trabajo, de movimiento, y para cuando empezó a publicar no tenía un solo amigo entre los círculos de los escritores, algo que, como se ha intuido ya algunas veces, pudo explicar en parte lo mucho que se tardó en publicarle en el ámbito de su propio idioma (cuando ya era un fenómeno en inglés). Barea deploraba las palabras cuando eran sólo eso, y cuando releemos las suyas se nota desde la primera que su tono es otro, trabajado pero verdaderamente honesto, sincero, sensatísimo siempre, alguien que escribía para todos como quien habla a un amigo.

Pero Vega llega más lejos y, estirando la cronología, nos habla de él mismo (ya se sabe que lo de entrometerse en el propio texto es, definitivamente, uno de los recursos más característicos de la literatura de los últimos años, y no sólo en novelas «autoficcionales» sino en las biografías como ésta y en los ensayos, en los libros divulgativos sobre cualquier tema) y, digamos, de su identificación con Barea, alguien al que también le costó mucho encajar en ningún sitio, sentirse plenamente a gusto junto a nadie… Y no sólo eso, sino que se diría que Vega asume en parte el supuesto legado de Barea y, del mismo modo que el pacense dio testimonio puntual de su tiempo, el onubense prolonga su «espíritu» hacia la Transición, y cuenta los años 80 desde una facultad de Derecho, desde unas expectativas, desde una democracia incipiente…

Los dos niveles del texto se barajan y se complementan bien, y no supone un abuso por parte de Vega, ya que en ningún momento se permite aventurar lo que Barea hubiera pensado de tal o cual fenómeno que ya no vio (sólo se anota que hubiera detestado el Brexit, lo cual es legítimo por seguro). Simplemente se produce una especie de «desdoblamiento», no una «reencarnación» sino un intento, digamos, natural, imprevisto, de asistir con los ojos de Barea a lo que ocurrió en España tras su muerte. La operación es mucho más sutil y tácita de lo que estoy diciendo, pero está ahí sin demasiados disimulos. Sea como sea, en todo caso no deja de cumplirse lo que el libro prometía, que es una narración sucinta de la vida de Barea con visitas estratégicas a su obra, muy especialmente a La forja…, claro, no sólo por su dimensión personal sino por ser, junto al Laberinto mágico de Max Aub, algo así como el Quijote de ese cuarto de siglo que va de 1925 a 1950, una mirada noble, incisiva, muy crítica y a la vez muy bondadosa sobre un tiempo desesperado y sobre su dramática resolución, tanto dentro, con el franquismo, como fuera, con los diferentes destierros…

Como Barea, Vega es inequívocamente de izquierdas pero se mantiene en la fidelidad a la democracia, el parlamentarismo, la sensatez, el pacifismo, el ataque a toda suerte de exceso o de fanatismo. Y, por ello, lo compara con figuras del alcance europeo de Camus, Orwell o Grossman y, en lo que respecta al contexto español, es inevitable la alusión a otras personas que, como Manuel Chaves Nogales, Alberto Jiménez Fraud, Julián Zugazagoitia, Clara Campoamor o José Moreno Villa, se significaron más o menos pero no perdieron en ningún momento el norte de la sensatez y del decoro. Y también cita Celia en la Revolución, de Elena Fortún, como un hito en esa mirada limpia y decente sobre un momento trágico. Es decir, que es esencialmente el mismo canon que ha reivindicado Andrés Trapiello (sólo faltaría José Castillejo, entre sus «titulares indiscutibles»…), y por eso es bastante injusto que Vega, sin nombrarle, ataque explícitamente algunas de las tesis más conocidas de Las armas y las letras, un libro en el que Barea, si hay que decirlo todo, no sale especialmente bien parado, pero donde se homenajea abiertamente esa misma actitud ante el desastre que quiere honrarse aquí. (Y, por terminar con esto, es de justicia recordar que a Trapiello siempre se le atribuye, con razones, el haber sido el más constante en normalizar el destino literario de los escritores de derechas, cuando en los 80 y los 90 reivindicó y reeditó a los mejores, pero se suele silenciar que hizo lo mismo con autores de izquierda, o al menos republicanos, o desde luego antifascistas, como Juan Ramón Jiménez, Ramón Gaya, José Bergamín, María Zambrano, el propio Jiménez Fraud, Rosa Chacel o Pedro Luis de Gálvez, entre muchos otros).

En fin: Coradino Vega, que venía de publicar su celebrado Una vida tranquila, un precioso mosaico formado por fragmentos de las vidas de Giorgio Morandi, Frederic Mompou, Jane Kenyon y una comunidad de frailes que decide permanecer en una zona de conflicto…, ha sido muy generoso en este Arturo Barea, en el sentido de que ha puesto mucho de él mismo, como hiciera también en su primera novela, El hijo del futbolista, que, hace trece años, fue un poco su «forja». En un librito que en principio está llamado a convocar a los lectores de Barea, a los interesados por la literatura de aquel tiempo, a los estudiosos quizá del exilio…, Vega ha invertido lo mejor de su atinada prosa, lo más pulcro de su mirada y el modo más elegante de dar cuenta también de sí mismo, de su familia, de sus orígenes, de su juventud, de su despertar a las cosas que no eran como había creído o como le habían dicho, de su propia desconfianza ante las palabras solemnes o las verdades absolutas. Y en ese camino se encontró con La forja de un rebelde, y en ella a una especie de padre literario a quien, más que descubrir, se reconoce. 

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