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Cultura

El joven escultor que enamoró al célibe Henry James

Se recupera la correspondencia que el insigne escritor mantuvo con el escultor noruego Hendrik Christian Andersen

El joven escultor que enamoró al célibe Henry James

Una de las obras del escultor Hendrik Christian Andersen. | Museo Hendrik Christian Andersen

Esta es una historia esencialmente romana, que sienta sus bases en la ciudad eterna y que, por ello, tiene una suerte de fondo de idealista, nostálgico e irreal.

En 1899 estaba el escritor norteamericano Henry James (Nueva York, 1843 – Londres, 1916), a la sazón de 56 años de edad, en Roma, investigando (no sin fastidio) sobre el escultor también norteamericano y expatriado, William Wetmore Story, en aras de escribir un libro, que acabaría publicándose en 1903 en el sello William Blackwood and Sons bajo el título de William Wetmore Story and His Friends. Henry James había conocido al escultor en la década de 1870 y, tras su muerte en 1885, la familia de este le había encargado una biografía del escultor. No considerando en demasía el valor artístico de Story, James prefirió concentrarse en sus amigos (gentes como Robert Browning, Elizabeth-Barret Browning o James Russel Lowell, figuras todas ellas más prominentes que el propio Story), así como deleitándose en la evocación de la vieja Roma y la campiña italiana. Por ello, la biografía se emparenta más con su libro de viajes Horas venecianas (publicado en 1909, y que contiene ensayos escritos durante las anteriores cuatro décadas), donde James ensalza la belleza y amenidad de la vida italiana con los ojos de un enamorado amante cegado por la pasión.

Y es justo ahí, en la terraza romana del Palazzo Rusticucci de Borgo, cerca de San Pedro, donde en una fiesta le es presentado a Henry James el escultor Hendrik C. Andersen. A los pocos días, visita el escritor norteamericano el estudio del escultor y le compra un busto de terracota del joven conde Alberto Bevilacqua Larise (por el que le paga 250 dólares de la época), un busto que James pone enseguida en un lugar preeminente de su casa del siglo XVIII (sobre la chimenea del comedor) en Rye, en el condado de Sussex, conocida como Lamb House, a la que se había mudado el año anterior, donde permanecería hasta su muerte en 1916 y el lugar en el que su pluma dio a imprenta tres de sus más notables y deliciosas obras de madurez: Las alas de la paloma, Los embajadores y La copa dorada.

Aquí comienza el sortilegio.

Ese mismo verano de 1899 Henry James habrá de recibir en su casa al joven escultor (que entonces contaba con 26 años) por apenas unos días, y antes de que este se embarque para los Estados Unidos. A partir de ese momento, y durante los siguientes 15 años, solo se verían seis veces más y por apenas también unos pocos días. De esta relación se conservan 77 cartas enviadas por Henry James y apenas 3 de las que Hendrik Christian Andersen le envió al escritor. Se ha de decir que Henry James era un escritor de cartas compulsivo y muy prolífico; eran su ventana al mundo: las redactaba de madrugada, normalmente después de un largo día de trabajo de escritura y, a pesar de que el escritor destruyera en vida bastantes (también de sus cuadernos de notas y manuscritos), se conservan en bibliotecas y colecciones privadas más de diez mil. 

Durante los años 1934 y 1935 el propio Andersen se estuvo carteando con el sobrino de Henry James, Henry James junior, con la intención de publicar el corpus entero, que quería fuese editado en formato libro con el lema de «Cartas de Henry James a un artista desconocido». Sin embargo, no fructificó el proyecto, ya que algunos miembros de la familia James quería someter las cartas a una selección preventiva, dejando fuera aquellas en las que el ímpetu de los sentimientos afectuosos era más evidente. Por ello, no fue sino hasta el año 2000 en el que finalmente vieron la luz en la edición italiana de Marsilio Editore y cuatro años más tarde en inglés en la edición de University of Virginia Press y ahora lo hacen al castellano en traducción de José Ramón Monreal.

Una juventud perdida

Pronto en las misivas de Henry James a su nuevo amigo «romano» nace una melancólica evocación de su propia juventud en Roma, allá por 1869, justo cuando el escritor tenía la misma edad que su nuevo amigo, veintiséis años, una ardiente pasión por el deseo del arte, la gloria y la belleza que este representa. Por ello, son tan importantes estas cartas porque, como indica Rosella Mamoli Zorzi en el prólogo del libro, en ellas Henry James da vida con la escritura a la posibilidad de lo que no existe. Pues, como dijimos antes, la relación entre James y el escultor Hendrik C. Andersen fue intensamente epistolar, pero apenas personal. Una relación que se basta y sobra a sí misma y que solo parece tener sentido en el mundo cerrado de la ficción, de lo eternamente posible y siempre latente en su potencialidad.

Y es que todo en estas cartas fabula en un terreno incierto, opaco, autosuficiente. Es el terreno del afecto y la emoción del deseo (un deseo, en apariencia, nunca consumado). No entra en ellas ni la vida pública (que solo asomará al final de la correspondencia), así como tampoco hay mención alguna a la intensa vida social y de amistades de Henry James.

En las cartas se maneja primero un lenguaje del cuidado, casi paternal y, en ese sentido, comienza Henry James en la posición de una suerte de mentor y mecenas del joven pupilo. Pronto, sin embargo, se mezcla este lenguaje con las convenciones del código decimonónico de los afectos entre gentes que se profesan cariño y, enseguida brinca al lenguaje del cuerpo y la sensualidad, con numerosas referencias táctiles, que hacen saltar por los aires discurso moral victoriano (no se ha de olvidar que las relaciones homosexuales podían tener entonces consecuencias penales). 

Henry James se muestra solícito en sus comunicaciones (aunque, en ocasiones tarde largo tiempo en contestarle a su amigo), confiado y lleno de esperanza en los futuros encuentros con éste. La ilusión va mutando a frustración según avanzan los años («Es algo doloroso no poder verte», le escribe el 13 de agosto de 1902) y, ya en 1903 aparecen los reproches. Le escribe, por ejemplo, el 23 de agosto de 1903, tras una visita frustrada, que «lanzo esta bengala, no exactamente desde un barco en peligro mortal, sino más bien desde un navío abandonado miserablemente a la deriva tras la esperanza que me habías hecho vislumbrar […] Me sedujiste con bonitas promesas».

Del inicial optimismo en las posibilidades artísticas del joven escultor, Henry James (y a pesar de su enamoramiento) no duda en hacer ver su incomodidad frente a la deriva megalómana de su amigo, y del idealismo vitalista de la poética anderseniana. Alaba, sin embargo, el esfuerzo y el tormento al que se aplica Andersen, y que son la base de la genialidad artística, según lo ve Henry James (y que incluso provocan vértigos en el escultor). Pero no puede, de cualquier forma, el escritor norteamericano, no reprocharle su descontento. El 25 de noviembre de 1906, por ejemplo, le escribe que «ni siquiera consigues ese beneficio de confrontarse con el mercado que es la prueba de la verdad para todo artista solitario demasiado profundamente inmerso en su sueño […] Tú estás intentando lo que ningún joven artista ha intentado jamás: vivir indefinidamente del aire». Le insta a que realice bustos (mucho más vendibles), y no esas grandes construcciones de personajes desnudos. 

Amado muchacho de Henry James.

Sin dejar, empero, de lisonjear su fiera creatividad, Henry James le expresa su crítica severa (y sincera) al joven Hendrik Christian Andersen al decirle que no sabe darle forma a los rostros, las manos e incluso los glúteos de algunas de las figuras de sus composiciones escultóricas. Le repite en numerosas ocasiones, además, su disgusto por esa manía del escultor por lo hinchado y enorme, por lo colosal de sus fantasías artísticas. El culmen de este desacuerdo llegará en 1912, cuando Andersen le pida ayuda repetidamente a Henry James (y este se la niegue) para acometer su utópico proyecto de la «Ciudad mundial», una ciudad con edificios grandilocuentes y de corte clásico, una amplia y nueva ciudad internacional en la que, como decía el propio Andersen, «las más grandes manifestaciones de la civilización humana sean un concentrado de todas las partes del mundo, pasa ser luego nuevamente derramadas, coordinadas y dirigidas, en torrentes aportadores de bien y progreso, al mundo entero».

Hoy el plano de este proyecto visionario de Hendrik Christian Andersen, así como muchos de sus grandes conjuntos escultóricos, puede verse en la Casa Museo Hendrik Christian Andersen de Roma, que abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1999, en la zona del ensanche, cerca de Porta del Popolo, en el barrio Flaminio. Y la larga relación epistolar de Andersen con Henry James la podemos consultar en Amado muchacho (Elba editorial, 2023).

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