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¿Creía realmente Sartre en lo que decía?

François Noudelmann nos presenta las motivaciones confusas y, a veces inconscientes, del comprometido filósofo y escritor

¿Creía realmente Sartre en lo que decía?

Jean-Paul Sartre llega al tribunal para el juicio de Alain Geismar. | Europa Press

Cuenta el doctor en filosofía y profesor de la Universidad de Nueva York, François Noudelmann, que viendo una película realizada por Madeleine Gobeil  en la que se mostraba a Jean Paul Sartre en una breve secuencia en la que interpretaba un Nocturno de Chopin tuvo un fogonazo, una iluminación: había un Sartre muy distinto a la figura pública de escritor comprometido que él mismo construyó después de la Segunda Guerra Mundial. Un Sartre que escapa al discurso del yo sobre sí mismo que tan prolijamente hubo de construir. Así, se pregunta Noudelmann: ¿de verdad se reconocía plenamente Sartre en lo que decía? De lo que surge la hipótesis para su libro, la de que «Sartre calzó suelas de plomo para contrarrestar su ligereza innata».

Noudelmann así, no procede siguiendo la biografía de Sartre a partir de la historia de sus ideas, sino que se centra en sus relaciones: en las tangentes y en las capas de afecto, pensando lateralmente, mirando, pues, a Sartre a través de su entorno. Y de entre este, específicamente se centra en Arlette Elkaïm, una joven argelina de Constantina, llegada a Francia en 1954 a los 19 años, con quien primero formaría el notable escritor una unión sentimental (alternándola con Simone de Beauvoir y varias mujeres más), más tarde intelectual y, por último, se convertiría esta en una relación filial (Sartre habría de adoptar a la muchacha y nombrarla responsable de su legado literario).

François Noudelmann

El acceso a la correspondencia privada de ambos, y a archivos de audio y video le permite a Noudelmann darse cuenta de Arlette Elkaïm fue para Sartre «tanto el motor de sentimientos confusos como el acceso a una vida ligera, lejos de las obligaciones morales y políticas» que el filósofo existencialista se había impuesto.  Y es este uno de los temas centrales del libro de Noudelmann: el terror de Jean Paul Sartre a dejarse ir, a la pasividad. Este estajanovista de la escritura llamó a su proyecto de la conciencia el «ser-en-sí-para-sí». Se trata de una fantasía de autoengendramiento, en la que uno daría vida al deseo de existir y el sentido de la vida procedería de una decisión autónoma. Con ello, en la concepción sartreana, todo lo que no proceda de la voluntad y que asuma determinaciones exteriores es un poco como perderse uno mismo. Dicho en plata: a Sartre le daba pavor saberse un hombre inauténtico, y siente, además, antipatía por sí mismo, se reprocha su frivolidad, desconfía de su propia persona. Diríamos que el infierno de la responsabilidad que se había autoimpuesto tenía más sombras de las que a primera vista podría parecer. Penumbras sorprendentes si consideramos que Sartre reivindicaba la transparencia y rechazaba separar la vida privada de la pública.

La política me aburre

Gracias al lanzamiento, en 1945, de la revista Les Temps Modernes y, sobre todo, de su ensayo con valor de manifiesto ¿Qué es la literatura?, Jean Paul Sartre (1905-1980) se convierte en el referente intelectual de posguerra y en la principal referencia del intelectual comprometido. Ante la pregunta de si Sartre estaba totalmente implicado con lo que escribía y profesaba, François Noudelmann indica que hay algunas señales que sugieren que se obligaba a que así fuera. Como confirman muchas de sus cartas, Sartre habría adoptado una «actitud», más allá de la convicción de sus argumentos.

Ya en 1951, por ejemplo, y tras la escritura del artículo «Los comunistas y la paz», declara que siente una indigestión marxista y confiesa en muchas de las cartas de esa época que desea liberarse y eximir a su escritura del peso de la política. Así, si Simone de Beauvoir le sirvió a Sartre para corroborar de alguna manera una versión pública de su vida privada coincidente con sus escritos teóricos, con otros corresponsales (como por ejemplo, una de sus amantes: Michelle Vian) Sartre puede lamentarse de tener que seguir adquiriendo compromisos de escritura política y aceptando que incluso ni siquiera sabe qué demonios quiere decir en esos largos artículos, que escribe alentando por las anfetaminas y con una creciente sensación de hastío. La disonancia más flagrante (e icónica) se produce estando en Roma, en agosto de 1952, refugiado por el calor sofocante en el baño de su habitación de hotel en un palacete. El bidé le hace de mesa y las obras de Marx se amontonan encima del taburete del lavabo. Escribir sobre la clase obrera, en estas condiciones, resulta cómico e inmoral.

Sartre desea romper con los comunistas, pero la presión de los militantes y de los miembros de Les Temps Modernes no le dejan. Cuando en 1954 viaja a la URSS no realiza análisis históricos ni marxistas, sino que su mirada es más bien la de un turista, la de un espectador. Sus comentarios son los de un flâneur. Sucederá lo mismo el año siguiente en China. Sobre estos viajes duda Noudelmann que el filósofo no fuera consciente (y se prestara) al papel que le obligaban a interpretar. Pero como en la vida, aquí las cosas son bastante prosaicas: Sartre mantiene una relación sentimental con su traductora rusa, Lena Zonina.

Portada

Así las cosas, en opinión de Noudelmann toda esta relación de Sartre con el poder tiene una razón más profunda: en aquel momento, «la política constituía una etapa obligada para el hombre de letras que deseara acceder a la posteridad. El reconocimiento supremo del gran escritor se obtiene por ese suplemento de alma en su obra». Y sí, Sartre estaba muy preocupado por su posteridad (en sus cuadernos registra algunos sueños relacionados con fantasías de gloria y eternidad). De cualquier forma, y como el propio Sartre confesaría más adelante, la escritura de textos políticos incendiarios le recordaba una euforia infantil mezclada con cierta autoflagelación. En 1964, por ejemplo, le confía a su amante Lena Zonina que todo el tema de Argelia le aburre. Confiesa además que ha perdido la fe en la lucha. Con ello, evidencia una fuerte tensión entre aquello que desea y aquello a lo que se obliga. Sartre, pues, no se dirige él mismo a las luchas políticas, sino que lo único que hace es responder a las solicitudes que le formulan. No es un hombre que acepte las ideologías, sino que «más bien se interesa por los movimientos de emancipación», nos dice Noudelmann. Sartre se reconoce a sí mismo como «una máquina de hacer textos comprometidos». Y no es que sea hipócrita, sino que está dividido: cree en lo que dice y en lo que hace, pero no se reconoce completamente en ello. De ahí que no extrañe que un momento determinado exclame que «la política me aburre».

Un ser anacrónico

Sostiene Roland Barthes que existen unos desajustes entre el paso de un individuo y la cadencia de la historia. A esto lo llama la idiorritmia. Sartre fue un hombre que quiso cargar su siglo sobre sus espaldas, pero en el fondo fue también alguien inactual, anacrónico. Quiso ser fiel a su época porque se sentía culpable por haber sido demasiado ligero (la felicidad le provocaba un fuerte sentimiento de culpa); se guió por su voluntarismo moral, tratando de imprimir una curva a su tiempo, pero en el fondo, le hubiera gustado ser un poeta (el único género que no practicó nunca); le venció, sin embargo, su fuerza de autocontrol. La revolución teórica y política se impuso a su deseo de «crear estos objetos relucientes y absurdos, los poemas, semejantes a un barco dentro de una botella y que son como la eternidad en un instante» escribió Sartre en uno de sus cuadernos. Nunca se permitió que la emoción lo desbordase.

Sartre tocaba el piano con su madre, de niño. Le gusta Bach. Escuchaba a Beethoven, Schumann, Chopin. En 1945 descubre a Bartók y el jazz, en un viaje a USA. Con su hija adoptiva, Arlette Elkaïm, el hombre que estaba contra la frivolidad y la paternidad, interpreta, acompaña, canta y compone. Existen horas de grabaciones de ellos juntos, instantes de pura felicidad compartida. Ambos se divierten, sobreactúan. Sartre se atreve incluso a cantar (un barítono que quiere hacerse oír con su máxima expresividad, que canta efusivamente). Le gustan Fauré, Debussy y Ravel. Se sirve del repertorio romántico para interpretarlo con emoción vivida, pero sin renunciar a la comicidad.

Sartre demuestra también una pasión empática cuando recorre las obras, ideas, estilos y géneros de otros escritores. Siente entusiasmo por comprender. Al escribir las biografías de otros autores (Baudelaire, Mallarmé, Genet, Flaubert) pretende estudiarlos como individuos a partir de los cuales extraer un universal singular. Los consume, les aplica su psicoanálisis existencial y, gracias a ellos, se reinventa. Noudelmann lo expresa de una forma bien curiosa: «la empatía biográfica es una autoficción por poderes». Dicho de otra forma, lo utiliza Sartre como vehículo para la ficción, para sus injertos, para huir de «la trampa de lo imaginario». Y ello porque no le queda más remedio, ya que en su libro ¿Qué es la literatura? había afirmado que el escritor comprometido debe desconfiar de la exaltación de la ficción y de la fascinación de la forma. Así, Sartre había acabado preso de sí mismo, del sartreanismo. 

Sartre tuvo crisis depresivas, la ingesta masiva de alcohol le provocaba catalepsias, era un ser tendente a la melancolía, a lo morboso y a la destrucción (podía tomar un tubo entero de anfetaminas al día y estar 24 horas seguidas escribiendo). Lo hacía todo inmoderadamente: el número de amantes regulares que tenía a un mismo tiempo, la escritura compulsiva, la ingesta de alcohol (estando solo se ponía como una cuba), el uso de las drogas. Sartre estaba fascinado por lo real, pero lo teme al mismo tiempo, teme esa huida radical de la realidad de la fantasía, de esa literatura que trabaja para el goce y no con una intención demostrativa. Y eso aplica para todos los placeres mundanos de la vida: el turismo, la ligereza de la canción popular y la comedia musical (que Sartre adoraba), el juego, el humor. Justamente por ello Sartre rechaza cualquier autonomía de lo imaginario, porque no solo teme el enigma de lo inconsciente, sino que se teme también a sí mismo. Es una suerte que ahora François Noudelmann nos revele en su libro a este otro Sartre, ligero y jovial, afectuoso y paternal y que había quedado al margen del ojo público, sometido bajo la sanción moral del hombre político, comprometido, solemne y proverbial.

Un Sartre muy distinto
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