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Cultura

'L' Atalante'

L’ Atalante creo que es la película más hermosa de la historia del cine

‘L’ Atalante’

Fotograma de 'L'Atalante'. | .

2023 ha sido un año pésimo en las buenas artes. Ni en literatura, cine o teatro se han logrado obras maestras, y de las series de TV mejor no hablar, salvo de un puñado reseñadas en estas columnas, pues sobre gustos hay mil colores. Así que resulta una opción loable echar la vista atrás. Paseando por las pelis de YouTube se encuentra una maravilla.

La noche cae sobre el Sena mientras el viejo barco L´Atalante avanza despacio río arriba, surcando las aguas que lamen una Francia adormecida o postergada. Dentro, sus tripulantes matan el tiempo bebiendo, jugando a las cartas o rasgueando un acordeón desafinado. Los rostros reflejan una vida de duros callos en las manos y sueños rotos que asoman a lo largo del metraje y se convierten en esa ilusión que nos hace persistir.

Así arranca L’Atalante, dirigida en 1934, la obra maestra que nos legó Jean Vigo antes de apagarse prematuramente. Un filme crepuscular que destilaba el alma torturada del joven cineasta francés, que firmó solo cuatro películas. 

Rodada al margen de los grandes estudios, la película plasma la visión sombría y lírica que Vigo atesoraba sobre el cine, la expresión máxima de este hijo de anarquistas. Su padre fue encontrado en la cárcel muerto, lo que hizo al hijo transitar por la amargura hasta descubrir el brillo que desprenden sus trabajos. La peli resultó ser una visión experimental y vanguardista que rompía con las narraciones burguesas imperantes; lógico en este prohombre de la clase trabajadora. Vigo concebía el cine como una ventana al subconsciente, a los miedos y anhelos enterrados bajo la opacidad de la vida adulta. Ese espíritu cabalga cada metro de la película sobre la textura granulada de la imagen en blanco y negro, en el montaje vanguardista, en los travellings inquietantes, en las sobre impresiones oníricas; incluso en la cacofonía industrial que puebla la banda sonora, recuerdo acústico del artista.

Pero por encima de la revolución estética, el gran logro de Vigo fue inyectar una humanidad arbolada y lirismo cotidiano en la micro sociedad que puebla el barco. Lejos de las caricaturas, nos muestra a personas de carne y hueso, con sus miserias y anhelos y, al cabo, dotando de buen rollo el aroma que impregna la cinta.  

Encontramos a Pere Jules, el primer oficial, cuya bonhomía esconde la pena de un amor perdido. O el tímido cocinero, soñando en silencio con el regreso de su amada. Incluso el rudo y malhablado contramaestre acaba mostrando su lado más personal y solidario. Y en medio de todos ellos surgen los recién casados Jean y Juliette, encarnando la inocencia frente a la experiencia. Su idilio se verá pronto amenazado por los crudos embates de la realidad y los celos posesivos de Jean, que también son los de ella. A través de la peripecia de estos amantes no tan desdichados como señala la crítica, Vigo traza una reflexión poética sobre la fugacidad de la juventud y de la belleza que la acompaña, condenada a extinguirse ante la mirada implacable de los calendarios.

«El director demuestra una gran pericia técnica para los pocos medios técnicos que posee»

Dicha fugacidad está simbolizada en la reluciente Juliette, cuya luminosidad acabará ensombreciéndose tras conocer los sinsabores del matrimonio. Su deambular nocturno y solitario por las calles de París tras una discusión con Jean, deleitándose con las luces de la gran ciudad, es uno de los momentos álgidos de la cinta, uno de los grandes hitos del cine. Esos travellings subjetivos que siguen el caminar de Juliette transmiten toda la ambivalencia del personaje, atraída y a la vez asustada por las posibilidades que vislumbra lejos de la vida conyugal. Aquí la cinta respira cierta festividad. Creo que es la película más hermosa de la historia del cine.

Otro de los hallazgos es la escena del baile con Pere Jules. Cuando la melancolía aborda a Juliette en la bodega, el viejo marinero decide animarla tocando un vals en su acordeón. Lo que comienza siendo un gesto cómico y entrañable se acaba tornando en un instante de belleza y armonía gracias a la elegante coreografía y los juegos de luces y sombras. Aquí Vigo realiza un ejercicio de poesía. Y es que Vigo consigue impregnar de lirismo las situaciones más prosaicas, la pura rutina de existir, como en la escena en la que los marineros, aburridos durante una tormenta, se ponen a chapotear en el agua de la cubierta, lo que es un mar dentro de otro mar; y en la secuencia del columpio sobre el río, en la que Jean y Juliette recobran su complicidad jugando cual niños. Son largos instantes de intimidad poética arrancados a la rudeza de las vidas de la clase trabajadora, la de siempre.

El director demuestra una gran pericia técnica para los pocos medios técnicos que posee. Abundan el picado, plano tomado desde arriba, y el contrapicado, plano tomado desde abajo, con los que muestra lo imponente del barco desde ángulos poco usuales. Sus travellings siguen el vaivén de la corriente o se deslizan entre la madeja de cuerdas y cadenas del convulso interior de la nave, que es la de los personajes. 

El montaje ágil, poco experimental en el fondo, contribuye a crear ritmo y tensión dramática, las propias del cine de altura. Vigo utiliza abundantes herramientas del lenguaje cinematográfico para escarbar en la psicología de sus personajes y transmitir su intimidad: las elipsis bruscas, las sobre impresiones de rostros, los rápidos encadenados o el plano corto que ahorma el rostro del personaje. 

Vean la peli, ganarán un tiempo de intimidad y alegría.

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