Rodrigo Fresán: cuando tus padres son Peter Pan
‘El estilo de los elementos’ cuenta la vida de un niño en el entorno intelectual de izquierdas del Buenos Aires de los 70
En los turbulentos principios de la década de 1970 en Ciudad 1 (una no muy disimulada Buenos Aires), un niño llamado Land, harto de la irresponsabilidad de sus peterpanescos padres, representantes arquetípicos de los intelectuales revolucionarios a la moda, encuentra su vocación: no ser escritor. Paradójicamente, la construye sobre una increíble voracidad lectora. Aunque los libros son su vía de escape, se niega a interpretar el papel de «genio» escritor que sus padres le pretenden asignar como personaje secundario de sus narcisistas afanes de protagonismo.
O sea, que El estilo de los elementos (Random House) va de Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963). Pero no exactamente. El narrador, un argentino que vive en Ciudad 3 (una no muy disimulada Barcelona), se le parece mucho. Y el protagonista, también… menos en algún momento puntual, como cuando se cruza con otro personaje que, en ese momento, es biográficamente más Rodrigo Fresán que ellos y, por cierto, les cae bastante mal. Además, una extraña epidemia de amnesia selectiva afecta al narrador, haciéndolo todo un poco más confuso.
Y así todo. Al más puro estilo Fresán.
«Todos mis libros tratan básicamente de lo mismo: de leer y escribir, de recordar y olvidar, que son las dos emociones más humanas; también de los padres y los hijos, y de la búsqueda de un estilo. Son variaciones alrededor de todo eso, parte de un continuum, de una misma estructura; de hecho, hay repeticiones de personajes y de situaciones, y todos transcurren a partir de ideas centrifugadas dentro de las cabezas de los personajes, con más reflexión que acción”.
Conocer los datos biográficos del autor añade una (muy disfrutable) capa de desconcierto a una lectura ya de por sí complicada… Hay quien dice, incluso, que el arranque es disuasorio, y podría decirse que el mismo narrador lo sugiere. Fresán lo niega… y no. «No pretendo ser disuasorio, es más bien una advertencia del tipo de libro que va a venir luego, para que nadie se engañe», dice antes de recordar Las apostillas a El nombre de la rosa, en el que «Umberto Eco cuenta que hizo especialmente largo y difícil el principio de la novela, ese lentísimo ascenso hasta el monasterio de los monjes lleno de citas en latín, para espantar a los lectores: los que llegaban al monasterio, donde empezaba propiamente la novela, se lo habían ganado a pulso». Y otra vez el sí, pero no: «A mí no me interesa la idea de que alguien tenga que hacer un esfuerzo, pero sí que tenga determinada… no dificultad, sino complejidad: no estoy pensando todo el tiempo en una determinada trampa o en un determinado desafío, pero tampoco cedo. Mis mejores experiencias como lector han sido lecturas complejas y extenuantes que me obligaron a ejercitar músculos que ni sabes que existen cuando lees otro tipo de cosas».
Advertido queda el lector.
El primer rompecabezas, núcleo del libro, tiene truco. En el epílogo del libro, Fresán explica que no es Land porque, entre otras cosas, él siempre quiso ser escritor. Lo corrobora en la entrevista: «Nunca hubo un plan B. Me recuerdo a mí mismo perfectamente con cuatro años casi contando las horas para aprender a leer y escribir y poder ser escritor». El contexto no es que ayudara: casi imponía. «Venía de un hogar muy original, pero al mismo tiempo típicamente intelectual en los años 60 en Buenos Aires. En casa siempre hubo libros y escritores y editores. Ahí estaban Borges, Cortázar, García Márquez… Mi padre diseñaba portadas de libros. La literatura no era un territorio misterioso y lejano, sino algo cercano y, por eso mismo, me exigía una cierta responsabilidad, un cierto compromiso».
«Los buenos lectores son, de alguna manera, escritores, y viceversa»
¿Por qué entonces la insistencia de Land en no convertirse en escritor? “Algunos amigos escritores me desafiaron a escribir alguna vez un libro en el que no hubiera un escritor. Hice trampa con un lector que no quiere ser escritor pero básicamente lo es, porque los buenos lectores son, de alguna manera, escritores, y viceversa”. De hecho, Land termina ejerciendo de ghost writer, lo que en España solemos llamar de forma no muy políticamente correcta «negro»: su resistencia revela en realidad el deseo de escribir de otra manera, algo así como una contestación por exceso a las excesivas demandas del entorno.
Hipertrofia que en el libro se ilustra con una anécdota: cuando lo expulsan del colegio por su incapacidad manifiesta con las matemáticas, Land se lo oculta a sus padres y se pasa nada menos que dos cursos sin escolarizar, refugiado en un centro comercial donde se dedica a leer vorazmente libros robados. Y, por supuesto, como la vida siempre supera la ficción, ese Land sí que es también Rodrigo Fresán: «Recuerdo que un amigo me dijo que le pareció genial la novela pero que tenía cosas inverosímiles. Puso esa historia como ejemplo… cuando justo eso sí que me pasó a mí».
En la novela, los padres de Land, editores, no se dan ni cuenta. Están a otras cosas. Son intelectuales. Miembros de la progresía porteña, revolucionarios cool encantados de conocerse y reconocerse en una tribu de exquisitos, «pidiéndoles/ordenándoles a sus hijos que no les digan débiles y frágiles por tan ordinarios y comunes papá y mamá sino que los llamen por sus energéticos nombres de pila. Y diciéndoles con voz que suponen emocionada o emocionante que, en verdad, lo que ellos quieren no es otra cosa que ‘ser tu mejor amigo’ o ‘ser tu mejor amiga».
A ellos la voz interior de Land les grita en silencio: «¡Soy un niño! Y la infancia está para preocuparse por otras cuestiones y no por cuestiones adultas y mucho menos preocuparse por cuestiones de los supuestos adultos pero tan infantiles». Padres que «visten ropa con estampado chic-camouflage» y «juegan no a los soldadito sino a los guerilleritos». Padres que, «queriéndose tan transgresores y diferentes y singulares, acaban haciendo todos los mismo», que empalman fiestas «en las que se intercambiaban camas y pastillas» e «instrucciones para la confección de explosivos y bombas», en las que «todos ser ríen mucho (y se dicen tan orgullosos de su ‘humor inteligente’); pero en verdad se reían mucho de los demás. Y no les causa la menor gracia que se rían de ellos. Y, si alguno se reía de ellos, es porque son idiotas o porque les tienen envidia o porque no tienen ni entienden lo que es el ‘humor inteligente».
«Si el libro hubiera pretendido ser un ajuste de cuentas con la generación de mis padres podría haber sido muchísimo peor…»
Mientras, en la «habitación de los chicos», los «hijos de…» forman otra tribu, verdaderos parias de esas fiestas en que «todo podía pasar», y que Land «solo deseaba que pasasen de una vez». Hijos que se ríen con un cinismo que no les corresponde cuando sus padres «cantan canciones de versos revueltos como en una sopa de letras y en las que se supone que ellos son los ‘oprimidos». Porque «entonces nosotros somos los exprimidos por los oprimidos». Hijos ninguneados que, sin embargo, «habrán vivido (no todos, algunos no sobrevivieron) para a veces contarlo (de nuevo, no todos; algunos se las han arreglado para provocarse negaciones por hipnosis) a sus propios hijos antes de apagar todas las luces para que comience la fiesta del dulce sueño que ellos nunca tuvieron por culpa de tantas ácidas e insomnes fiestas».
Tanto el narrador a lo largo de la trama como el autor en los agradecimientos insisten en que El estilo de los elementos «no es un ajuste de cuentas». ¿Excusatio non petita…? «Si el libro hubiera pretendido ser un ajuste de cuentas con la generación de mis padres podría haber sido muchísimo peor… Yo lo veo realmente como una película de Wes Anderson: algo muy escenográfico, muy bonito, con los objetitos, las casas, la biblioteca, la ropa, los pósters… No es un libro en contra de los padres, sino a favor de los hijos, incluso a favor de los hijos que fueron esos padres en algún momento».
Pero precisamente los abuelos son un bálsamo para Land porque viven en el «mundo de los adultos que se sienten adultos y no tienen problemas en que así sea», donde «todo parece en su sitio y funcionando y los días son largos y las noches tienen la brevedad del sueño profundo y reparador; porque nada se rompe allí». ¿Los buenos de la película? «No son los buenos», niega Fresán. «Son cierto orden establecido, cierta productividad, cierta calma, cierta garantía de tener comidas calientes y una ducha y otras cosas, salud mental…» Sobre todo salud mental. «Pero eso es un elemento bastante amplio, habría que definir qué es salud mental para unos y para otros. Pero, bueno… sí».
«A la generación de mis padres se les exigió cambiar la historia de la humanidad y alcanzar la utopía»
Si no justiciera, la mirada de Land es, como poco, dura. Aunque su creador parece renegar de esa actitud: «Yo tengo una mirada muy… no diría piadosa, no sé si es el término… Me parece que, en perspectiva, la generación de mis padres tuvo varios conflictos. Rompieron al cien por cien con la generación anterior y se les exigió –a nivel social y mundial y casi como una moda, como algo fashion y cool– cambiar la historia de la humanidad y alcanzar la utopía. No debió ser fácil recibir esa especie de mandato vía los Beatles, vía determinado tipo de cine, vía las guerrillas, vía el póster de Che Guevara, bombardeados por todo ese tipo de estímulos… Fue, probablemente, la generación más juvenil y peterpánica de la historia de la humanidad: la idea de juventud tuvo una importancia que no había tenido antes».
Ahora está hablando Rodrigo Fresán y no el narrador… «Pero el narrador no soy yo», interrumpe Fresán. Ya, por eso. Y es cierto que el narrador muestra esa compasión de la que habla ahora el autor, pero en los momentos de mayor intensidad, y hay muchos, se destila una rabia… «Es un niño y un adolescente, no lo veo como rabia», insiste Fresán.
Aparece entonces en escena el también escritor y también argentino y también emigrado Patricio Pron, que espera paciente el final de la entrevista para acompañarlo a la presentación del libro. El entrevistado le pide que se una a la conversación, probablemente en parte por la sospecha (pronto confirmada) de que enriquecerá la conversación, en parte por liberarse un poco del foco de la entrevista, una actividad que, se nota, no le hace especial ilusión.
– ¿Te parece que hay rabia ahí, Patricio?
– Yo diría que es un niño que expresa cierto malestar con una situación específica en un momento específico de la cultura occidental, pero no es un ajuste de cuentas. Tras escuchar hablar del libro, yo esperaba que lo fuera. Y no lo es.
– No quiero que lo sea- insiste Fresán.
– No sería del todo justo. Cargaron, como decías, con un mandato…
– ¡Un mandato divino terrible!
– … un mandato con el que es muy difícil continuar viviendo especialmente cuando estaba anclado en las posibilidades de la adolescencia y la juventud, pero se extendió a un periodo en el que estas ya habían terminado para ellos.
– Es el duelo por un periodo en el que todo era posible. Además, hubo un mal uso colectivo y brutal de la idea de utopía. Todo el mundo habla de la utopía como algo magnífico, como si no contuviera la frustración, la idea de lo inalcanzable.
– Decía Kafka que toda revolución solo deja detrás de sí el limo de una nueva burguesía. Lo mismo decía Larkin en sus críticas de la política revolucionaria: hacemos una revolución, vale, pero quién va a venir mañana a las seis de la mañana a apretar el botón para que la gente tenga agua potable, quién va a limpiar las calles.
«A mí la realidad no me interesa, me parece sobrevalorada»
Eduardo Sacheri, otro novelista argentino, acaba de retratar de forma muy crítica en Nosotros dos en la tormenta esa euforia revolucionaria de la Argentina de los años 70. Al mencionarlo, Fresán niega cualquier parentesco literario. «La preocupación de Sacheri como escritor es retratar una realidad, y a mí la realidad no me interesa, me parece sobrevalorada nabokovnianamente. La idea de testimoniar… Me saco el sombrero ante quienes lo hacen bien, y puedo leerlo y disfrutarlo, pero yo jamás me pondría en ese lugar. Los lugares y las épocas en la que transcurren mis libros son circunstanciales, da igual que traten sobre sea el autor de Peter Pan [por Jardines de Kensington, su libro sobre James Matthew Barrie ] o sobre el padre de Melville [por su novela Melvill]. El meollo de la cuestión es estar fuera del tiempo y del espacio, poder aterrizar más o menos en cualquier lugar».
Aquí Patricio Pron salta como un resorte: «No, no es así. Obviamente Melvill solo podía transcurrir donde transcurre. Y lo mismo Jardines de Kensington».
– «Quiero decir que mi preocupación no es reflejar la realidad victoriana. No hay una misión documental» -responde Fresán.
– «Tus libros persiguen intuiciones e intereses que son problemas de la personalidad, pero eso no significa que no necesiten un contexto»
Aprovechando la mención de esos obsesivos «problemas de la personalidad», y para hacer la entrevista un poco más caótica, se menciona una tercera escritora (y argentina, por supuesto): en una reseña muy positiva de El estilo de los elementos, Leila Guerrero dice, entre otras cosas, que es una novela psicoanalítica.
Fresán responde con una historia: «Recuerdo que hace unos años pillaron en EE UU al actor británico Hugh Grant, que era por entonces como el cuñado perfecto, con una prostituta negra en un auto. La carrera se le hundía de golpe y su agente lo obligó a ir a todos los talk shows de la televisión a poner cara de Hugh Grant y pedir disculpas. En el programa de Oprah le preguntaron si iba a buscar tratamiento psicoanalítico para entender lo que le había pasado. Él le respondió: ‘En Inglaterra para eso tenemos las novelas’. Muchos hemos aprendido a vivir con las novelas, ¿no?»