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Marc Fumaroli y el elogio del buen gusto

El nuevo libro del historiador se centra en la pintora favorita de María Antonieta para recuperar la modernidad femenina

Marc Fumaroli y el elogio del buen gusto

Cuadro de Élisabeth Louise Vigée Le Brun en Sotheby's de Nueva York. | Europa Press

Un buen consejo para elegir qué autores convendría leer podría ser el siguiente: busca a quien defienda el buen gusto. Si alguien opina que la belleza es normativa, que todas las opiniones valen lo mismo, o que eso del gusto es enteramente opinable, mejor será desconfiar, como con un camarero abstemio o un cocinero sin apetito.

Y en el camino de las humanidades, inseparable del estudio pausado, pero también del descubrimiento de todo tipo de placeres, existen pocos guías mejores que Marc Fumaroli. Se podría situar al historiador francés a la vera de George Steiner o Harold Bloom, no tanto por asemejarse a ellos, sino por representar una cierta reacción a todas aquellas corrientes, todavía en parte dominantes, caracterizadas por sacrificar la poética a la política, o la creación a la deconstrucción. En una obra póstuma, el francés confesaba su «propia antipatía hacia las estrellas intelectuales aparecidas en los anfiteatros en 1960, suplantando el sillón de Sartre. Tan terroristas, como decía Paulhan, extrayendo textos que corrompen, yendo triunfales al otro lado del Atlántico, en las elegantes universidades americanas». 

Para Fumaroli, el ejercicio de la retórica y la elocuencia, la conversación, las relaciones epistolares, en definitiva, la República de la Letras, constituye la verdadera estructura histórica de Europa. Su obra se encomendó a su estudio, luego aplicado a la lectura de imágenes (y sus descripciones de obras de arte se encuentran entre las más finas de toda la escritura de la historia). Poco a poco, ampliaría su rango cronológico de estudio, XVII al XX, de Corneille a Chateaubriand, de Petrarca a Gracián, convirtiéndose en ese tránsito en mucho más que un historiador modernista, en un biógrafo de Francia y de Europa toda, en un defensor de las humanidades y del retorno a la antigüedad como una vuelta a lo bello, como una nueva posibilidad de lo maravilloso. 

Podría incluso percibirse un punto (nada, apenas una muesca) de estructuralismo en esa obsesión del francés en contemplar la historia a través de las diversas querellas que la atraviesan: la de los Modernos y los Antiguos, por supuesto, pero también la del color y el dibujo, Venecia y Florencia, fortuna y virtud, jesuitismo y jansenismo y, quizás lo más evocador de todo, la querella de las mujeres, la tensión entre lo masculino y lo femenino que atraviesa el arte occidental dándole su característico aire. 

Acantilado, quien ha traducido al español muchas de las obras del autor francés, publica ahora un delicioso opúsculo, escrito cinco años antes su muerte. En esta ocasión se ocupa de la figura de Élisabeth Louise Vigée Le Brun, la pintora favorita de María Antonieta en la malograda corte de Luis XVI. Han existido muchas leyendas negras, pero una de las más insistentes (ahí tienen la María Antonieta de Stefan Zweig o la de Sofía Coppola) consistió en convertir a la reina de origen austriaco en causa de la degradación de Francia, achacada a la excesiva influencia del refinamiento femenino que ella representaba. 

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Retrato de Madame du Barry por Élisabeth Louise Vigée Le Brun, 1781. | Wikimedia Commons

A dicha hostilidad ayudó la elección de la inteligente y dotada Le Brun como pintora oficial, y no en cambio a uno de los consagrados artistas varones de la Académie royale. Muchos de los panfletos infamantes que circularon previamente a la revolución fueron dirigidos a las dos, pintora y reina. Y es conocida la anécdota del Salón de 1787, cuando en el lugar donde se exponía el retrato de María Antonieta pintado por Le Brun, alguien colgó una irónica referencia a «Madame Déficit», como haciendo recaer sobre la reina todos los males financieros del país. Lo superfluo femenino debía dar paso a lo austero masculino. La primera en denunciar esta misoginia moral y social fue otra mujer, y no menor, Madame de Stäel. Y es que Madame de Pompadour, la duquesa de Polignac, Stäel, la propia Le Brun y otras muchas dibujaban en Francia y en toda Europa una auténtica «república de mujeres», como una vez la definieron los hermanos Goncourt. 

«El siglo XIX trajo la revancha revolucionaria que la virtud civil se tomó sobre el mundo femenino moderno»

A través de ello, Fumaroli se permite reflexionar sobre cómo la crítica a la mujer, a un mundus muliebris caracterizado por el gozo, el lujo, la suavidad en las maneras o la elocuencia ha servido a menudo para justificar el retorno al rigor republicano. La Antigüedad era (o se imaginó) viril. La Modernidad, en cambio, fue femenina. El siglo XIX trajo la revancha revolucionaria que la virtud civil se tomó sobre el mundo femenino moderno. Todo ello, por supuesto, no es solo una apreciación histórica de Fumaroli, sino también un alegato en favor de la recuperación de una voluptuosidad que late en el centro de la cultura europea y que la crítica literaria ⎯y quizás también las demás⎯  no han dejado nunca de querer cercenar. 

Sólo queda pedir a Acantilado que continúe con la edición de las obras del historiador francés, especialmente algunas de las más importantes todavía no traducidas a nuestro idioma (La Era de la Elocuencia, 1980; La escuela de silencio, 1994; o su Chateaubriand, 2003). ¿Chovinista? Ciertamente, pero se le perdona por la pasión que nos transmite al hablar de los más grandes artistas franceses. ¿Provocador? Más que el más irredento de los críticos literarios posestructuralistas. ¿Reaccionario? Sí, pero sólo en el sentido en que también pudo serlo Baudelaire. 

En Fumaroli, fondo y forma se confunden, erudición y amenidad, defendiendo al mismo tiempo que practicando la única aristocracia que nunca debe caer: la del gusto. Como cuando en su cuidada prosa nos anima a recuperar algo de aquella «efímera, tornasolada y mórbida feminidad moderna».

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