THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

El negocio de fardar del amor y la ruina de su fruto

San Valentín deja un rastro paradójico: a la moda del Showmancing se une la queja por la carga financiera de los hijos

El negocio de fardar del amor y la ruina de su fruto

Pareja de enamorados. | Wikimedia Commons

Es una cosa complicada, el amor. Muy complicada. Tantas cosas pueden salir mal… Y, sin embargo, ahí sigue: en todo el meollo de cualquier zeitgeist, obsesionándonos, colándosenos por todos lados… como siempre. Ya dijo Freud que los lapsus mentales prueban que somos un coladero desde que inventamos el lenguaje, ese germen de cualquier red social. Cuando se mezcla con el comercio, además, a la versatilidad semántica (uy) del amor le brotan floridas paradojas. Y la semana pasada, la intersección de ambos conceptos tuvo su apoteosis anual (con una u). San Valentín no falla (con dos aes). Lo tenemos calentito (sin comentarios).

Tranquilidad. Ya pasó. Esto es solo un análisis a posteriori, con los furores (al menos los comerciales) ya apaciguados. De entre la inundación de notas de prensa, informes y manifestaciones varias que todo tipo de empresas nos regalan a los periodistas que nos dedicamos a asuntos más o menos económicos, este año me ha llamado especialmente la atención una extraña pareja: el amor como narcisismo de la mano del pánico a su fruto natural. Veamos cómo se monetiza esto.

Lo primero, quizás lo más bonito (o, por lo menos, marchoso, digamos) se llama Showmancing, definido como «la moda de mostrar la felicidad con la pareja». La tendencia me la recuerda  Cheerz, «la empresa de impresión fotográfica desde el móvil líder en Europa». En su último estudio han descubierto que al 55% de los españoles le encanta sacarse fotos juntos. El siguiente, casi inevitable, upgrade del fardamiento sería imprimirlas y empapelar tus living spaces con ellas (esto último ya lo deduzco yo, tipo Freud). 

Tampoco seamos injustos. La «moda» no la ha inventado Cheerz. A Lydia F. Emery, de la University of Chicago, por ejemplo, le he rastreado artículos académicos al respecto por lo menos hasta 2014, cuando publicó «Can You Tell That I’m in a Relationship? Attachment and Relationship Visibility on Facebook» en Personality and Social Psychology Bulletin. Desde entonces no ha parado de investigar el asunto. Su conclusión se puede resumir en la siguiente ecuación: a más publicación de tu vida amorosa en las redes sociales, menos felicidad. O sea, lo de «dime de que presumes…», pero con evidencias empíricas. 

«Las tendencias brotan de nosotros. Son el fruto de nuestra personalidad. O de nuestra falta de ella»

Precisamente (el artista antes llamado) Facebook cumple 20 años. Felicidades. Más acá del multiverso (todavía estamos esperando, Mark), y aparte de alguna multa por cosas tan feas como incumplir la protección de datos, su principal función hoy en día quizá consista en acaparar, como ejemplo ideal, las suspicacias de un movimiento si no contrario a, sí al menos muy cauteloso con las redes sociales. 

No todo vale ya. En este interesante artículo en The Conversation, por ejemplo,  Francisco J. Pérez Latre, de la Universidad de Navarra, aprovecha el aniversario de (el artista ahora llamado) Meta para plantearse «cómo convivir con el asedio al que nos someten las redes». A estas no las demoniza, ojo, pero advierte: «El que necesite la conexión permanente no podrá poner en marcha proyectos con cierto calado y estará abocado al flujo continuo de las novedades que, paradójicamente, reducirán su productividad y eficacia. ¿Cómo vamos a dar con grandes ideas, escuchar al colega que lo necesita, disfrutar de una sinfonía o de una puesta de sol si somos incapaces de atender?». Arrimemos el ascua a nuestra sardina (hola otra vez, señor Freud): ¿Cómo vamos a amar si estamos todo el día pendientes de fardar del amor?

Pero… Siempre hay un pero. En el párrafo anterior a esa conclusión, Pérez Latre explicaba que «la liberación de este asedio es posible, pero la experiencia indica la necesidad de definir algunas líneas rojas. Los límites autoimpuestos mejorarán la calidad de nuestro trabajo: tiempos sin redes, móviles que se quedan en la oficina durante las reuniones, horas pasadas en modo avión, tiempo de libros en papel…». Y el amor, volvamos con nuestra sardina, es un curro, para qué nos vamos a engañar. Uno bastante exigente.

El problema, para algunos, estriba en que a este lado de esas líneas rojas no se factura. 

Ya lo expuso Gilles Lipovetsky con claridad insuperable en La felicidad paradójica: ensayo sobre la sociedad de hiperconsumo. La publicidad, cuál Prometeo moderno, nos ha liberado de las cadenas de la coherencia: tenemos derecho a consumirlo todo en todo momento. Sin culpa. En Navidades, por ejemplo, tiempo del amor por antonomasia, la tele nos dice que si compramos un turrón de El Almendro podemos ser como ese cacho de pan solidario con los negritos de África que además vuelve a casa para darle una alegría a su mamá… y, al segundo siguiente, con solo comprar un frasco de colonia Egoiste podemos ser también ese atractivo canalla sin escrúpulos que vuelve loco a un montón de mujeres que no se parecen en nada a tu mamá.

Pánico al coste de los hijos

Además, una tableta de turrón o un bote de perfume (aunque sea de Chanel) están al alcance de la nómina. Nos podemos permitir un poquito de aquí, un poquito de allá. Tampoco nos vamos a arruinar por publicar en el Insta una story con nuestro/a/e churri (gran posible redescubrimiento del término, por cierto: ¿el chonismo es inclusivo?).

Digamos que son productos que nos caen en la cesta de la compra como fruta (ya) madura. En la línea de Pérez Latre, la calidad exige una maduración un poco más concienzuda (nunca mejor dicho, con perdón: consciente) y por lo tanto lenta y por lo tanto… ¿menos comercializable? Menos prefabricada, desde luego, si queremos que sea personal. Esa palabra: persona. Julián Marías escribió un libro entero sobre ella. Breve pero intenso. Maravilloso. Arrimando el ascua otra vez (Ay, Sigmund), podríamos decir que viene a ser un consumidor premium, pero de verdad, la persona. La gente, por ejemplo, es más monetizable.    

Pero volviendo al tema del amor, según la corriente filosófica de Ben Sa Tumba & Son Orchestre, su único fruto es la banana, es la banana. Fina ironía desplegada a costa de la más bien cursi metáfora de la progenie como feraz cultivo: hoy, para qué engañarnos, tener un hijo es más bien un marrón curioso.  

Un informe diferente me ha matizado este (d)año el tsunami de almíbar provocado por el terremoto de San Valentín. Al parecer, el 45% de las familias españolas ha temido no poder hacer frente a los gastos que supone tener un hijo. La encuesta lleva el nombre de barómetro FamilyLovers, y la ha montado Chicco, fabricante italiano de ropa y juguetes para niños. No es ni Lipovetsky ni Marías: quiere su parte del pastel, pero resulta que su target berrea, se caga y gasta. Gasta mucho. Sin consciencia. Todavía no es persona, pero es que está en la edad (no como otros).   

Sigue el barómetro explicando que «la responsabilidad financiera es el principal temor que lleva a los padres y madres a cuestionarse si pueden o no hacer frente a la crianza, seguido de su propia capacidad (44.2%) y de la renuncia al tiempo para sí mismos (26.8%)». Que sí, que es un marrón. 

Por supuesto, el 55% de las familias echa en falta el apoyo económico de las instituciones. Los niños no votan, y sus padres son un nicho (nunca mejor dicho: «Señor, llévame pronto») cada vez más reducido y con demasiadas exigencias y matices: el típico que define esas molestas líneas rojas de las que hablaba Pérez Latre. De momento, está más claro el potencial de quienes creen que el único fruto del amor es la banana, es la banana.

Por cierto, que ya Peugeot utilizó esta culminación de la historia de la música contemporánea para vender la seguridad de su modelo 306 en un anuncio memorable. Que yo sepa, Control no se ha atrevido a utilizarlo para promocionar sus preservativos. Es más, últimamente están haciendo cosas… curiosas. 

Los informes de Control son clásicos de San Valentín. El que me ha llegado este año, sin embargo, huele a revolución. Atención al subtítulo: «Control España rompe mitos con motivo de la llegada de San Valentín». Redoble de tambores y… «Los comprometidos con pareja y casados tienen más sexo que los solteros». ¡Toma! Resulta que aquello del «fallas (lapsus inverso: aunque dicen que era un salido, Freud te puede ayudar a no ser tan grosero) menos que un casado» era un mito.

En estas páginas ya dimos buena cuenta de los detalles del informe. En este análisis del amor en los tiempos del Showmancing nos interesa como posible indicio sociológico. Los de Control saben de estas cosas. Nacida en 1977 en Italia, la marca ha sobrevolado todo ese panorama que describe Lipovetski y ha aterrizado en el que explica Pérez Latre. El sexo era uno de los productos cuyo consumo había que liberar de culpa. Se liberó hasta la extenuación, de hecho. ¿Estamos extenuados?  

Después de explicar los datos de sus encuestas, Control ofrece en su informe sanvalentinero una serie de productos ad hoc para parejas. Por supuesto, no son ninguna ONG ni lo pretenden. Simplemente se adaptan a lo que viene. El informe termina con el eslogan «Love as you are». Imagino que preferirían una sociedad más promiscua, pero si el consumidor comienza a hartarse de fallar (lapsus inverso… o no tanto, según se mire) sin ton ni son ni sentido, pues se adaptan. 

Por supuesto que las circunstancias aprietan. Pero, al final, las tendencias brotan de nosotros. Son el fruto de nuestra personalidad. O de nuestra falta de ella.    

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