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Cultura

Las mil y una vidas de Emilio Salgari

La recuperación del escritor italiano por parte de editoriales como Fórcola invita a reivindicar su obra inagotable

Las mil y una vidas de Emilio Salgari

Imagen de 'El tigre vive todavía' (1977), continuación de la teleserie 'Sandokán' (1976), de Sergio Sollima. | Leone Film, Rizzoli Film

¿Cuál es el lugar que le espera a Salgari en la historia de la novela europea? Ese es uno de los enigmas de la literatura continental. Un misterio menor, que apenas preocupa a los académicos, pero sin duda interesante para todos aquellos que aman la cultura popular. Al fin y al cabo, Salgari tenía la misma caligrafía que los guionistas de tebeos, conoció el gusto de las multitudes y su arte se ensimismó en temas que, pese a su vigencia a lo largo del siglo XX, hoy solo atraen a quienes un día fueron la clientela de los cines de barrio y saben lo que fueron las ‘novelas de a duro’.

Sin embargo, al atravesar ese pasaje subterráneo, una vez descartados los estándares de la crítica, el escritor veronés no solo adquiere un fulgor extraordinario, sino que se sitúa, por su impacto, muy por encima de muchas vacas sagradas que, en su día, accedieron al olimpo literario.

‘El Corsario Negro’ (1938), adaptación clásica de la novela homónima de Salgari.

El escritor que quiso ser corsario

Resulta más bien triste comparar al novelista con sus personajes, en especial los más heroicos. Aunque sus falsas memorias, escritas por el tutor de sus hijos, Lorenzo Chiosso, subrayan su espíritu aventurero, la realidad vital de Salgari osciló entre lo mediocre y lo trágico.

De porte nada llamativo ‒era muy bajito, poca cosa‒, quiso convencer a los demás de que había sido capitán en destinos lejanos, cuando el único mar que conoció, como turista, fue el Adriático. El día en que se suicidó en 1911, esa mitomanía del piccolo capitano di terraferma, como le llamaron sus biógrafos, ya había se había hecho trizas contra la realidad. Para entonces, su mujer, Ida Peruzzi, murmuraba delirios en un manicomio de segunda. Y aún peor: sus hijos padecían la pobreza a la que Salgari se había visto condenado por editores sin escrúpulos.

«A vosotros ‒les dejó escrito antes de cortarse el cuello y el vientre con una navaja de afeitar‒, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o más aún, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, paguéis los gastos de mi entierro. Os saludo rompiendo la pluma».

Paradójicamente, la fuerza de sus creaciones nos ha hecho olvidar ese desenlace tan desolador. Reeditado sin cesar, Salgari fue imitado y proliferaron los apócrifos firmados por él, pero escritos por otras manos.

Portada del libro

Lecturas para disfrutar

En países como el nuestro, el mundo salgariano inspiró a infinidad de creadores, y en dura competencia con Julio Verne, se convirtió en lectura obligatoria (y muy gratificante) de al menos tres generaciones.

Ahí está la clave. Leer a Salgari es una experiencia feliz. Quizá por ello, editores como Javier Jiménez quieren recuperarla en su catálogo. Pregunto al editor de Fórcola por los motivos de esta resurrección de Salgari.

«Mi iniciación como lector de los clásicos de aventuras ‒responde Jiménez‒ vino de la mano de Walter Scott y Julio Verne. Aquellas primeras lecturas, Ivanhoe y La vuelta al mundo en 80 días, me marcaron para el resto de mi vida, y me convirtieron en un letraherido amante de los libros y la lectura. Salgari no tardó en llegar, quizá en parte gracias al éxito de aquella mítica serie de televisión que tan buenos ratos nos hizo pasar a los de mi generación. En la biblioteca municipal de mi barrio de entonces me hice con un ejemplar de Los tigres de Mompracem, que devoré. Han pasado cuarenta años y acabo de publicar en Fórcola uno de los títulos menos conocidos del escritor italiano, Viaje al Polo Austral en velocípedo, donde la novela de aventuras –con una acción trepidante, un destino fantástico y una colección de personajes variopinta que viven un sinfín de peripecias– convive con el espíritu pedagógico propio de la época, descubriendo al lector –joven y no tan joven– las maravillas que encierra la naturaleza y los secretos que aún ocultaba la geografía. Todo ello propicia el disfrute absoluto de la lectura, siempre con un mapa al lado, por supuesto, y nos reconcilia con aquellas primeras lecturas que conforman el universo sentimental de nuestra infancia recuperada».

Emilio Salgari (1862-1911).

Aquellos niños que leyeron a Salgari

Desde la posguerra hasta los años sesenta, los niños y adolescentes españoles conocieron a fondo a Salgari. No solo a través de sus obras, sino por medio de innumerables cómics que se entregaron a cultivar el mismo imaginario. 

Quien mejor conoce esa ingente producción ‒leída viñeta a viñeta‒ es Pedro Porcel, historiador de la cultura de masas y autor de libros de referencia como Clásicos en Jauja: la historia del tebeo valenciano, Tragados por el abismo: la historieta de aventuras en España y Superhombres ibéricos.

Según me cuenta, él mismo fue otro niño hipnotizado por Salgari: «Fue aquel señor de volátil canotier y fenomenal bigote quien despertó en mí el amor, pronto devenido adicción, por las narraciones de aventuras. El primero de sus libros que leí fue El Rey del Mar, un episodio de la saga del Tigre de la Malasia en el que los hombres de Sandokán enfrentaban la potencia naval del Imperio Británico: el triunfo de David contra Goliat, esperanza todavía creíble en una mente aún por hacer».

¿Los ingredientes secretos de aquel libro?: «Lucha trepidante ‒responde Porcel‒, personajes sencillos de caracteres apenas esbozados. Ausencia del antipático afán didáctico. Generosas dosis de vitalismo. Truculencia y crueldad, algo muy del gusto del niño por más que pedagogos y otras confundidas mentes la hayan desterrado del cosmos infantil… Sinceridad, ir al grano, dejarse estar de pamemas y fabricar emociones, que al fin y al cabo es lo único que valoraba el lector que fui».

En realidad, novelas como El Rey del Mar no eran muy distintas de los tebeos que podía devorar la chavalería de aquella época. «No es extraño que no me costase nada sumergirme en el mundo de Salgari ‒dice Porcel‒, porque todas aquellas maravillas ya las conocía. Las selvas impenetrables, el acecho de las fieras, los naufragios, las naves corsarias o la resistencia del débil frente al poder eran situaciones que el tebeo nos había mostrado generoso. Series de cuadernos de aventuras como Bengala, El Duque Negro, El Terremoto Marino, El Jabato, Jungla y literalmente cientos de títulos más son hijas de la forma de fantasear, de los lugares comunes, los valores, las situaciones, las tipologías, el sentido de la acción que Salgari supo definir y derrochar».

Sin duda, la ficción popular española de aquel tiempo tiene una deuda con Salgari. «Es difícil ‒añade Porcel‒ no darse cuenta de la influencia que su obra ejerce en toda o casi toda la ficción popular que recorre, trazando una especie de realidad alternativa y festiva, la primera mitad del siglo XX. Hoy Sandokán ya no existe, lo mismo que su creador: el primero por la implacable caducidad que el devenir del tiempo, ni grato ni justo, acaba por imponer; el otro, por su propia y amarga voluntad. Aunque quedemos unos cuantos, deudores de la felicidad que nos proporcionaron, dispuestos a mantener viva la vacilante llama de su recuerdo».

Portada del ilustrador Antonio Bernal para el nº 85 de Joyas Literarias Juveniles, publicado por Bruguera en 1973.

Tenemos que hablar de Salgari

Enfrentado a una existencia vulgar y desdichada, Salgari inventó héroes magníficos, marcados por alguna injusticia y, muchas veces, en busca de venganza. Los ejemplos más obvios son Sandokán y el Corsario Negro. En esas vidas de repuesto, Salgari proyectó ideas bastante modernas para la época, desde los romances interraciales a un anticolonialismo que propició un nuevo renacimiento salgariano ‒en ese caso, diríamos que una moda‒ durante la década de los setenta.

Esto último hay que agradecérselo, sobre todo, a la ya mencionada teleserie Sandokán, producida por la RAI en 1976 y dirigida por Sergio Sollima. Aquel retorno triunfal de Salgari me sirve para iniciar otra charla con el escritor y crítico Jesús Palacios, uno de los mayores especialistas en cultura pop de nuestro país.

«Es imposible haber crecido en los años setenta y ochenta del pasado siglo ‒señala‒ y no haber sido conquistado, abducido, por las obras de Emilio Salgari. Hoy puede parecer mentira a unas generaciones para las que cine, cómic, videojuegos y en general todas las formas de expresión de la cultura popular o de masas, como se decía antaño, están vinculadas en mayor o menor medida a arquetipos, tipos y estereotipos anglosajones en general y hollywoodienses o estadounidenses en particular. Pero para los chavales y niños de aquellas décadas, no eran o, al menos, no eran solo los superhéroes Marvel y DC, las películas de acción o los fenómenos entonces nacientes de Star Wars, Indiana Jones, Tolkien y demás hierbas, no. Entonces, el mundo de la aventura, de la emoción, de los héroes románticos y arriesgados, las heroínas en peligro pero también peligrosas, los villanos más perversos, las batallas más épicas y los viajes exóticos y fantásticos pertenecía a nombres como los de Julio Verne o, desde luego, Emilio Salgari».

«Fuera en las novelas originales ‒añade Palacios‒, a menudo resumidas, mutiladas o adaptadas; fuera en tebeos gloriosos como la colección de Bruguera ‘Joyas Literarias Juveniles’ o fuera a través de las innumerables versiones cinematográficas y, sobre todo, televisivas, el Universo Salgari, con Sandokán, el Tigre de la Malasia y su amigo Yañez; el Corsario Negro y tantos otros personajes, con sus inabarcables aventuras en el Oeste americano, el Gran Norte canadiense, los Mares del Sur, el África profunda, Arabia o las junglas, desiertos y selvas de Sudamérica y Asia, era el que nos hacía soñar».

¿Salgari, un emblema generacional? Así lo ve Palacios: «Jugábamos en las calles de la ciudad o del pueblo a ser piratas de la Malasia, nobles guerreros árabes, soldados británicos coloniales, piratas malditos o exploradores temerarios, gracias a las obras y personajes de Emilio Salgari. Un italiano que nunca salió de su casa, pero nos hizo salir de nuestra mezquina realidad de niños de la Transición a un infinito panorama de fantasía, emoción y Aventura, con ‘A’ mayúscula».

«Hoy olvidado ‒concluye‒, pese a algún que otro vano intento de recuperación por parte de cine o televisión italianos que no acaban de llegar a buen puerto, Salgari es solo un referente nostálgico para una franja de edad a partir, como mínimo, de los cuarenta años. Pocos recuerdan que Sandokán, encarnado casi literalmente por el actor Kabir Bedi, estaba en todas las carpetas de niñas y adolescentes enamoradas de sus ojos azules y su melena indómita. Como no se recuerda apenas a Julio Verne, Karl May, Luigi Motta, Gustave Aymard, Ponson du Terrail, Paul Feval y tantos otros que conformaban una herencia cultural, histórica y literaria hoy en vías de extinción y que, a diferencia de los universos de superhéroes, elfos, magos, caballeros jedi, orcos, samurái y demás (con el respeto debido, por supuesto), tenía una firme ligazón con la realidad, la Historia, el lenguaje, la sociedad y el espíritu europeos. Y no hay mayor evidencia de que se trata de una pérdida tan irremediable como lamentable que comprender, al releer Sandokán, El Corsario Negro, La soberana de Campo de Oro, Cabeza de piedra, El desierto de fuego, El rey de la pradera o Los misterios de la jungla negra, por citar algunas, cómo mantienen estas, a pesar o gracias a la sencillez expositiva y agilidad de la prosa salgariana, con todos sus excesos románticos y melodramáticos, un vigor, una energía, gracia y capacidad de asombro envidiables, mientras Europa languidece invadida por los productos culturales de Hollywood y Japón, que han colonizado por completo el imaginario de las nuevas generaciones. Niños y jóvenes que ya no conocerán nunca el placer de combatir junto al Tigre de la Malasia contra el tirano inglés, en pos de la justicia y la libertad, embarcados eternamente en el laberinto de los multiversos, las Tierras Medias, Arrakis, los mundos de Star Wars o Hogwarts… Muchos de los cuales tienen, a su vez, una deuda infinita, que rara vez es reconocida, con el genio de Salgari y de todos los viejos maestros de la aventura».

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