Franco no quería el Valle de los Caídos
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches, repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta
Franco no decidió su entierro en el Valle de los Caídos. Desde el asesinato del almirante Carrero Blanco, en diciembre de 1973, los servicios de inteligencia habían preparado cada paso a tomar tras la muerte del dictador. La familia Franco tenía un panteón en El Pardo, pero el Gobierno no sabía si quería ser enterrado allí, en el Tercio de la Legión, o en el Pazo de Meirás. El presidente Arias Navarro decidió que no había que consultar el asunto con la familia porque no moría una persona, sino el Jefe del Estado. En esa circunstancia «se le va a enterrar donde nosotros digamos», a no ser, apostilló, que Franco hubiera dispuesto otra cosa. Pero no lo hizo. En su testamento no lo señalaba, por lo que Arias Navarro ordenó que se hiciera en el Valle de los Caídos.
Los motivos de la elección fueron evitar las peregrinaciones descontroladas tanto como las manifestaciones en contra, o el simple vandalismo. En secreto y durante los tres días posteriores a su muerte, el 20 de noviembre de 1975, se construyó el mausoleo tras el Altar Mayor para sepultar su cadáver. No estaba previsto; de hecho, por ese hueco pasaban conducciones de aire y líneas de alta tensión.
En la inauguración del monumento erigido en memoria del general Mola, el 3 de junio de 1939, Franco habló de construir un monumento a los muertos en la guerra, que tendría basílica, monasterio y cuartel. Unos meses después, el 1 de abril de 1940, publicó el decreto para su construcción. La intención era levantar un templo, dijeron, «por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria», donde «reposen los héroes y mártires de la Cruzada». El Decreto-Ley de agosto de 1957 por el que se creó la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos aseguraba que era una idea de reconciliación basada en el «sentimiento de perdón que impone el mensaje evangélico».
El acto inaugural de la obra fue el 1 de abril de 1940, con una detonación en la roca que llevó a cabo el dictador. El evento contó con la presencia de los embajadores de Alemania, Italia y Portugal, a quienes se les presentó el proyecto. Entonces se dijo que estaría terminado en un año.
Las obras se iniciaron en mayo de 1940. Los terrenos se expropiaron al marqués de Muñiz por poco más de 622.000 pesetas. La decisión fue recurrida por el propietario, pero no se tomó en consideración. Las obras se encargaron al arquitecto vasco Pedro Muguruza, falangista, quien había huido de la zona republicana para incorporarse al Estado Mayor de Franco. Muguruza fue quien estableció el orden en la construcción y el trato a los trabajadores. Enfermó y, a partir de 1950, fue Diego Méndez González el arquitecto responsable.
«Los trabajadores fueron mayoritariamente libres, aunque contó con una parte significativa de presos entre 1942 y 1950»
La financiación del Valle de los Caídos se hizo a través de donativos particulares y por sorteos extraordinarios de Lotería Nacional, según consta en el Decreto-Ley de 29 de agosto de 1957, lo que explica que se tardaran 19 años en su construcción, entre 1940 y 1959. Fueron tres las empresas adjudicatarias: ‘San Román’ para la excavación de la cripta, ‘Molán’ para la construcción del Monasterio y la Hospedería, y ‘Banús’, responsable de las carreteras.
La cuestión de los trabajadores que construyeron el Valle de los Caídos tiene tela. Los trabajadores fueron mayoritariamente libres, aunque contó con una parte significativa de presos entre 1942 y 1950. Hubo presos políticos y presos comunes, entre un 50 y un 60% del total según el año. El motivo fue que existía la posibilidad de redimir penas por el trabajo, hasta seis días de redención por uno de trabajo, en función de la actitud y rendimiento del preso.
La decisión de trabajar en Cuelgamuros era del preso, bajo petición escrita. Algunos pidieron recomendación para trabajar allí y la obtuvieron, como Nicolás Sánchez Albornoz. A cambio recibían un salario igual al de los trabajadores libres, pago por horas extras, jornada de 10.00 a 20.00 horas, domingos libres, permisos para acudir a las fiestas de los pueblos cercanos, y visitas a sus familiares, que vivían junto a la construcción. De hecho, hubo muchos nacimientos en Cuelgamuros. Las mujeres de los presos recibían un jornal, así como una paga por cada hijo menor de 15 años. Algunos, como Ángel Lausín, preso político y médico, solicitó quedarse trabajando en el Valle tras la redención de su pena.
Las condiciones de vida allí para los presos fueron mejores que en la prisión o en los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. Algún escritor sostiene que los trabajadores presos no recibían el salario acordado, ni la alimentación establecida por Muguruza, que era de 3.500 calorías al día. Los testimonios de los trabajadores presos varían según la experiencia propia y la intencionalidad, que van desde la denuncia hasta el agradecimiento. La vigilancia no era excesiva; de hecho, algunos escaparon andando por el monte a plena luz del día.
No se sabe con exactitud cuántos trabajadores libres y presos hubo cada día. El arquitecto Diego Méndez escribió que había unos 2.000 y el Consejo de Obras de la época lo situó en 3.000. Otros historiadores dan cifras más elevadas, pero sin apoyo documental. La población reclusa estuvo entre las 600 personas de 1943 y las 275 de 1950, según la historiadora Belén Moreno. Desde 1950, cuando se prescinde de presos, y durante los nueve años siguientes, la plantilla anual no alcanzó las 600 personas. Al finalizar las obras, Patrimonio Nacional ofreció a muchos quedarse. Aceptaron 52 familias de trabajadores, a quienes se adjudicaron viviendas unifamiliares en el llamado Poblado General. Al resto les asignaron pisos en barrios populares de Madrid, como San Blas, La Elipa, o Fuencarral, con una indemnización elevada.
En los 19 años que duró la construcción murieron 14 obreros, según el investigador Daniel Sueiro, lo que era una siniestralidad menor que en otros sectores o construcciones. El historiador Fernando Olmeda, sin embargo, dice que ese dato no tiene en cuenta el periodo 1941 a 1944 –antes de la llegada de los presos-, ni a los que murieron tras los accidentes y que fueron trasladados, pero no hay cifras. Es cierto que algunos operarios que trabajaron a pulmón en la cripta, mineros de profesión, murieron por la silicosis años después, aunque tampoco hay datos exactos.
El Valle de los Caídos se abrió al público el 1 de agosto de 1958. La entrada no era gratis: el turismo pagaba 50 pesetas, 15 la moto, y 250 el autobús de 25 pasajeros, convirtiéndose en una buena fuente de ingresos para Patrimonio Nacional. La inauguración oficial fue el 1 de abril de 1959, para que coincidiera con los veinte años de finalización de la guerra. Dos días antes se habían trasladado los restos de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange, que reposaban en el Monasterio de El Escorial. En la explanada frente a la Basílica se concentraron, según testimonios, unas 40.000 personas, y dentro de ella otras 4.000.
El dictador llegó a las once de la mañana, escuchó misa, y pronunció un discurso a los asistentes. Las palabras fueron acordes a su tiempo, ideas y público. El Valle de los Caídos, dijo, recordaba lo que «costó aquella gloriosa epopeya de nuestra Liberación» y, en su estilo, concluyó que «la anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta». En definitiva, un monumento propio de su época y de la mentalidad de una dictadura surgida de una guerra civil.
En la Basílica se enterraron cadáveres de ambos bandos, muchas veces mezclados, procedentes de toda España, entre 1956 y 1983. Sí, sí. El último, gobernando el PSOE. Gran parte de los cuerpos están identificados, hasta 33.832, no así otros procedentes de fosas comunes. El problema con los enterramientos temporales obligó a que se prolongara su mantenimiento una década por Orden Ministerial de 1946. En esos diez años los Gobiernos Civiles facilitaron a las familias la exhumación, pagando los gastos el Estado. No todas las familias aceptaron. Los familiares de los asesinados en Paracuellos se negaron a que se trasladaran sus muertos al Valle, pero otros no dijeron nada por temor a las represalias. La decisión de que hubiera muertos de ambos bandos respondió al giro aperturista del régimen desde 1952, con el ingreso en la UNESCO, cuando se intentó dar una imagen de reconciliación. Ahora bien, la mayoría de los muertos del lado republicano eran soldados, y se procuró que fueran «católicos reconocidos». La situación actual de los osarios debido a la humedad y a la falta de conservación es tan mala que el proceso de identificación, según los técnicos oficiales, es casi imposible.
Franco murió sin decir dónde quería ser enterrado. Así que el gobierno de Arias Navarro decidió dar empaque institucional al entierro y se lo llevaron al Valle de los Caídos, de donde lo sacó el gobierno de Pedro Sánchez, cumpliendo así, quizá, sin querer, el deseo del dictador de descansar en El Pardo.
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