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Impresionistas, 150 años del nacimiento de la modernidad

La exposición de París en 1874 con obras de Monet, Degas, Reonir, Cézanne y Pissarro abrió la puerta a las vanguardias

Impresionistas, 150 años del nacimiento de la modernidad

Monet

El miércoles 15 de abril de 1874 se inauguró en el número 35 del boulevard des Capucines de París, entre la Madeleine y el aún no estrenado Palais Garnier, la Exposición de la Sociedad Anónima de Artistas, Pintores, Escultores, Grabadores, etc. Con el tiempo se la recuerda como el instante fundacional del movimiento impresionista, algo en parte debido al crítico Louis Leroy, quien en el periódico Le Charivari recreó un diálogo entre dos espectadores de la exhibición, burlándose del lienzo Impression, Soleil, Levant de Claude Monet, plasmación del alba en Le Havre el 13 de noviembre de 1872.

El crítico ponía el broche a su ataque con un comentario más tarde devenido arquetípico para arremeter contra las vanguardias. Según Leroy un papel pintado tenía más acabado que las 165 obras expuestas de 30 artistas. Entre los más representados figuraban Berthe Morisot, Edgar Degas, Claude Monet y Auguste Renoir. Otros de los participantes fueron Paul Cézanne, Alfred Sisley o Camille Pissarro.

El evento se preparó al milímetro. Se alquilaron siete u ocho estancias de los estudios del fotógrafo Nadar, quien iba urgido de fondos y cedió el espacio por la nada módica cifra de 2.000 francos. La Sociedad hizo coincidir la exposición con el Salón de París, el acontecimiento pictórico anual dirigido por la Academia de Bellas Artes, muy conservadora en su gusto y favorecedora de la hoy en día conocida como pintura Pompier, entre cuyos máximos exponentes cabe mencionar a Alfred Cabanel o William Adolphe Bouguerau.

Los futuros impresionistas habían padecido el rechazo de la oficialidad del Salón. Desafiaban el predominio de la línea para exaltar con el color los cambios acelerados de la época, del tren al creciente ocio nocturno, con un discurso alternativo al amparado por el poder. La independencia, también del mercado, era una prioridad.

Para acceder a la exhibición debía pagarse un franco y si se quería estaba disponible un catálogo por la mitad. Los lienzos podían apreciarse de cerca, no como los del Salón, una verdadera pesadilla por la concentración de pintura en salas atiborradas de público, bien conformista al aceptar mirar, cuando se podía, las obras a lo lejos, a una distancia poco aconsejable para admirarlas como es debido.

Edouart Manet: ‘Olympia’.

Contra las convenciones

Esta voluntad de desmarcarse del sistema tenía buenos maestros en el pasado reciente. En 1850 Gustave Courbet expuso en el Salón su cuadro El entierro de Ornans. Este retrato de un sepelio rural daba la vuelta a las convenciones. Los humildes también merecían la grandeza de dioses, reyes y elefantes, a desechar ante las mutaciones del presente.

El realismo de Courbet tuvo ilustres variantes en Honoré Daumier, con su Vagón de tercera como cumbre, y François Millet, inmortal con su Ángelus. Sin embargo, sólo Courbet fue más allá. En 1855 montó el Pabellón del Realismo, su propio salón, válido para transmitir la evolución de su obra y acoger a visitantes ajenos a la ortodoxia. Él mismo corrió con los gastos para marcar el triunfo del artista desde la individualidad.

¿Era una resaca del viejo sueño del genio? Charles Baudelaire, con un cameo pictórico en El taller del artista de Courbet, no lo veía así. Años más tarde, bien consciente de cómo la ciudad y su veloz metamorfosis requerían un nuevo arte, apoyó sin cavilaciones a Édouard Manet, sacudido en 1863 por el escándalo de Olympia.

Ese año el jurado del Salón rechazó más de 3.000 obras. El emperador Luis Napoleón Bonaparte compensó tantos noes con un Salón de los rechazados. Olympia de Manet llegó a ser custodiada por guardias. La mirada de esta cortesana, sucesora de La Venus de Urbino de Tiziano, ofendía al burgués convencional, como si fuera una medusa de sus secretos, de aquello invisible para sus allegados.

Subjetividad y fotografía

La obsesión de Manet era la luz,  se sentía heredero de los clásicos y uno de sus referentes era Diego Velázquez. Tejía el presente reflejándose en el pasado, mientras Monet, Degas y sus demás acólitos apuntaban al mañana. Aun así tomaron nota de las originalidades pictóricas y comerciales del maestro. En 1867 montaron un pabellón independiente a los de la Exposición Universal de 1867. Repetían el gesto de Courbet en 1855, cobraban entrada e insistían con ahínco en su diferencia, coronada en secreto durante ese período con La ejecución de Maximiliano. Este lienzo no podía exponerse en la Francia del ocaso del Segundo Imperio por las implicaciones de Luis Napoleón en la ejecución de ese títere austrohúngaro en el más que distante México.

En 1870 estalló la guerra contra Prusia, el emperador fue apresado, París sitiado y en la primavera de 1871 se proclamó la Comuna de París. Manet y Courbet fueron de la partida en su federación de artistas.

En muchas ocasiones se identifica a Manet como uno más del grupo impresionista. No se inscribió en la breve experiencia de la Sociedad Anónima, que se disolvió en otoño de 1874, y por lo tanto declinó la opción de participar en la Exposición. Sus afanes iban por otros derroteros pese a estar en sintonía con la mayoría de artistas en liza. No en vano, muchos de ellos lo tenían en los altares desde más de un decenio atrás. Sin embargo, su arte enfilaba otro tipo de camino.

La recepción inicial de la muestra no fue ni muchos menos negativa y abrió las puertas a las vanguardias tanto por  sus temas como por su concepto. Fueron el preludio de los ismos que vendrían, leyeron con anticipación la muerte de la representación antigua, incapaz de combatir con fenómenos como la fotografía a la hora de colmar lo real, y sólo fueron reconocidos cuando su revolución había cedido el paso a otros vanguardismos más complejos, como si lo visible no bastara y debiera representarse desde una subjetividad mucho más visceral que la nacida ese miércoles 15 de abril de 1874, alba inesperada hacia muchas modernidades.

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