Francesc Macià, de españolazo a independentista
En ‘Historia Canalla’, Jorge Vilches, repasa la trayectoria de aquellos personajes que tuvieron una vida truculenta
Francesc Macià es uno de esos personajes históricos al que todos, en alguna ocasión, consideraron un traidor. Primero traicionó su juramento de lealtad a España como militar. Luego, hizo lo propio para el nacionalismo más radical cuando, tras la proclamación de la República catalana el 14 de abril de 1931 se puso a negociar con el Gobierno de España. Por cierto, cuando Puigdemont proclamó la República en octubre de 2017 y a los ocho segundos se echó atrás, la muchedumbre que asistía al acto comenzó a gritar «traición». Bueno, volvamos. En el caso de Francesc Macià, y a pesar de la aprobación del Estatuto de Autonomía de 1932, los partidos Estat Català y Bloc Obrer i Camperol siguieron llamándole «traidor». Lo peor de Macià, su peor traición, fue cuando quiso provocar una guerra civil en España. Eso fue traición a la patria, lo que no evitó que dijera en su discurso del 14 de abril de 1931 que:
«Todo aquel que perturbe el orden de la naciente República Catalana, será considerado como un agente provocador y como un traidor a la Patria».
De familia bien, con dinero, Francesc nació en Vilanova i la Geltrú, un pueblo en la provincia de Barcelona. Era el año 1859. Gobernaba España la Unión Liberal de O’Donnell, un militar liberal también empeñado en dirigir el país. Ingresó en la Academia de Ingenieros Militares de Guadalajara, una de las mejores escuelas de España junto a la de artillería. Lo hizo en 1875, y cuatro años después salió como teniente. Tuvo una vida tranquila entre banderas de España e himnos nacionales, juramentos de fidelidad a la patria y desfiles.
Pasó por Barcelona, Madrid, Cádiz, Ceuta y Sevilla hasta que en 1892 fue destacado a la Comandancia de Ingenieros de Lérida, donde estuvo hasta 1906. Tenía entonces 47 años, una edad avanzada para saber qué se quiere en esta vida y cuáles son las ideas por las que merece la pena luchar. Pero Macía se aburría a pesar de que hacía sus pinitos como ingeniero civil y atesoraba una fortuna. Llegó a entrevistarse con Alfonso XIII para que le ayudara en una concesión de construcción de infraestructuras. Así lo hizo el Rey, y las propias fincas de Macià y señora fueron beneficiadas.
Luego llegó el momento de la conversión, o de su traición, según se vea. Su historia es propia de los mitos: un hecho con víctimas de la injusticia y la opresión le hizo ver la luz. El acontecimiento fue el asalto de militares a la redacción de las publicaciones catalanistas Cu-cut! y La Veu de Catalunya por reírse del Ejército, y la posterior ley de jurisdicciones para reprimir los delitos contra la patria y el ejército. Macía se indignó por esto, quizá influido por el ambiente de la tertulia a la acudía en el Casino Principal de Lérida, compuesta por republicanos y catalanistas, y no por los insultos al Ejército al que pertenecía. Ahí empezó a barruntar Macià que la culpa de todo la tenía un sistema que generaba políticos inútiles y corruptos, bajo una España monárquica que les servía de coartada. Y fue entonces cuando el teniente coronel Macià dio el salto a la política, no en vano, su padre era un cacique local.
En abril de 1907, se presentó a las elecciones generales en las listas de Solidaridad Catalana, una coalición integrada por carlistas, regionalistas y republicanos, y liderada por Nicolás Salmerón, que no había aprendido nada desde 1873. Macià fue elegido diputado, por lo que tuvo que dejar el Ejército, eso sí, con dolor. «Lloro amargamente al dejar el Cuerpo», dijo en el Congreso de los Diputados. Allí representó al regionalismo catalán, que le sirvió luego para ingresar en 1910 en la Lliga Regionalista de Catalunya, dirigida por Cambó, y luego en la Unió Federal Nacionalista Republicana. Tanto se metió en su nuevo papel que la Mancomunidad catalana, creada en 1914, no le pareció suficiente, y la autonomía se le quedó corta.
La Primera Guerra Mundial sirvió a Macià para considerar que el principio de las nacionalidades, el autogobierno, la independencia, era la solución al colapso de los regímenes liberales como el español. Pensó entonces que su partido debía ser un movimiento nacional, transversal decimos ahora, que incluyera a la burguesía y a los obreros, a los partidos de clase media y a los sindicatos, todos unidos por el amor a la independencia de Cataluña.
En la mente de Macià ya todo pasaba por forzar una revolución en España, una auténtica guerra civil en la que, con todo por hacer, pudiera avanzar en la independencia de Cataluña. Fue así que participó en la Asamblea de parlamentarios de 1917 y pronto entró en contacto con militares de izquierdas, como el coronel Benito Márquez, y algunas organizaciones para una insurrección. Macià redactó el manifiesto Al Ejército para que dejara hacer. Al fracasar, tuvo que exiliarse en Francia en agosto de 1917. La represiva monarquía española le permitió presentarse a las elecciones de 1918 y salir diputado, dando rienda suelta en el Congreso a su monomanía: la independencia de Cataluña. Allí, el 5 de noviembre de 1918 dijo:
“Esta crisis no es de partidos ni de régimen, sino que afecta a lo más hondo de la organización de la sociedad española (…) Yo entiendo (…) que esta crisis sólo se puede resolver (…) por medio de la violencia, y que es imposible, desgraciadamente, su resolución pacífica”
La guerra, el conflicto, la sangre como único medio para la resolución de la crisis. Esa fue su idea, pero no la de los catalanes. Así que, cuando se presentó a las elecciones municipales de febrero de 1920 con su partido nuevo, llamado Federación Democrática Nacionalista, se llevó un buen batacazo. Tampoco tuvo éxito con sus ansias de guerra cuando en junio de 1922 se presentó en la Conferencia Nacional Catalana y los disidentes de la Lliga de Cambó y los republicanos nacionalistas escucharon sus planes violentos. Desairado pero obcecado fundó Estat Català, un especia de partido militarizado, y resucitó la cabecera periodística de Valentí Almirall con el mismo nombre. Buscó siempre gente con la que levantarse en armas, y llegó así en 1923 a un entente con nacionalistas vascos y gallegos que se llamó ‘Galeuzca’. Lo que fuera para hacer la guerra a España.
El ex coronel del ejército español salió del país en septiembre de 1923, dos días después del golpe de Estado de Primo de Rivera. Ya tenía una excusa mayor para sus planes y quiso organizar un gran complot con nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, junto a los anarquistas, para iniciar una guerra civil en España y acabar con la monarquía. El catalizador era la dictadura de Primo de Rivera, justificación perfecta para derramar sangre y conseguir la independencia de su terruño. Una vez iniciado el conflicto, Macià pensaba pedir la mediación de la Sociedad de Naciones para que solucionara la «cuestión política» de Cataluña. Es cierto que el principio de las nacionalidades inaugurado tras el fin de la Primera Guerra Mundial propiciaba un plan de este tipo.
El plan de Macià era invadir Cataluña desde Francia. Pretendía enviar dos columnas con gente del partido Estat Català y tomar Olot, en Gerona, y de ahí ir a Barcelona donde se encontraría con una huelga revolucionaria al estilo de 1917. En la ciudad esperaba hallar apoyo armado con el que proclamar la República catalana. El plan no contaba con el PSOE ni la UGT, que estaban entonces a partir un piñón con la dictadura de Primo.
Así que Macià se dedicó a lo que todo buen revolucionario hace en el exilio: conseguir dinero para comprar armas y crear una estructura. Ideó lo que llamó «Empréstito Pau Claris» de emisión de bonos del Estado catalán independiente, con su propia firma. Nadie los compró y fue un fracaso absoluto. Habló con la CNT, el PNV -se pueden imaginar lo que estos dos tenían en común salvo acabar con el régimen: nada-, y finalmente a la gente del PCE. Si Puigdemont y su tropa buscaron el apoyo de la Rusia de Putin, Macià hizo lo propio con la URSS.
En octubre de 1925 viajó a la Rusia soviética acompañado de su secretario personal, Josep Carner-Ribalta. Necesitaban pasta. Allí no le hicieron mucho caso, afortunadamente, porque Zinoviev, Bujarin y demás comparsas del ‘progreso’ estaban preocupados por las luchas internas de cara al XIV congreso del Partido Comunista Ruso.
Macià se fue de Moscú con la promesa de que le darían 400.000 pesetas. Pero al no llegar el dinero y ni más apoyo, el líder independentista rompió con los comunistas. Aprovechó también que la CNT y el PNV habían roto con él por ir a Rusia. Vamos, todo un planazo coherente y democrático. La torpeza de Macià fue completa cuando no tuvo más ocurrencia que contactar con Ricciotti Garibaldi, nieto del héroe del Risorgimento. El italiano pertenecía a la Legión Garibaldina, con supuesta experiencia bélica, junto a otros 60 individuos que estaban en Francia. Macià quiso contratarlos como mercenarios para invadir Cataluña, pero Riccioti era en realidad un espía de Mussolini, que proporcionó la información a Primo de Rivera.
Poco después, la ‘aventura gloriosa’ independentista, como la calificó Macià, concluyó cuando la policía francesa detuvo a los 111 escamots que, disfrazados de excursionistas, iban a invadir Cataluña. El 4 de noviembre de 1926 fue arrestado Macià en Prats de Molló, por lo que la intentona invasora se denomina «Hechos del Prat de Molló». Fue juzgado en Francia. Sin embargo, el plan guerracivilista fue tomado por la prensa europea como una extravagancia idealista, romántica, y el independentismo catalán tuvo así una propaganda inesperada. Así, fue condenado a pagar 100 francos por tenencia ilícita de armas y expulsado a Bélgica.
De ahí, Macià marchó a América y recaló en Cuba, donde había un grupo nutrido y rico de independentistas catalanes. En la misma línea, organizó en La Habana una asamblea constituyente, en 1928, de la que salió la promesa de la dirección de un Partido Separatista Revolucionario de Cataluña y una constitución para la república independiente. Macià consiguió el respaldo de sus suyos y dinero, que siempre viene bien para un exiliado sin trabajo.
Esa relación con los separatistas del otro lado del Atlántico no acabó bien. En 1931, denunciaron que Macià les había traicionado por no ser consecuente con la declaración de la República catalana del 14 de abril. La palabra «traidor» menudeó cuando, además, Macià sostuvo el Estatuto de Autonomía, lo que era un desprecio a la constitución catalana aprobada en ese encuentro de La Habana. Josep Conangla i Fontanilles, presente en aquella reunión y representante de los emigrados catalanes independentistas, movilizó al periódico La Nova Catalunya contra Macià y mandó una carta de protesta al Parlamento catalán. Manuel Massó i Llorens, hizo lo mismo desde Argentina.
Aquí no acaban las andanzas de este traidor guerracivilista. Macià firmó el Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, pero lo traicionó cuando proclamó la República catalana el 14 de abril en Barcelona sin el acuerdo del Gobierno Provisional formado en Madrid. Macià fue el líder de la Esquerra Republicana de Catalunya hegemónica desde las elecciones municipales de abril del 31, y condicionó el futuro de la Segunda República con sus precipitaciones y egoísmo. Dos años después, en 1933, murió el día de Navidad por una obstrucción intestinal complicada por un resfriado. Pero no le heredó alguien más leal o mejor gobernante, sino Companys, al que dedicaremos un podcast.
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