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Cultura

Bajo bandera negra: un médico entre piratas

Renacimiento recupera el clásico ‘Piratas de la América’ (1678), el apasionante relato de un cirujano entre bucaneros

Bajo bandera negra: un médico entre piratas

'Captura del pirata Barbanegra', obra del pintor estadounidense Jean Leon Gerome Ferris (1863- 1930). | Arte

Hubo un tiempo en este país en el que la piratería era el no va más de la aventura. Bastaba ir al cine o encender la televisión para darse cuenta. Hemos de agradecer al séptimo arte su capacidad para reinventar a unos tipos fieros y peligrosos, idealizarlos y convertirlos en héroes tan encantadores como Errol Flynn en El Halcón del Mar (1940), Tyrone Power en El Cisne Negro (1942) o Burt Lancaster en El temible burlón (1952).

Por edad, muchos de cuantos lean estas líneas también recordarán esa época en la que aún disfrutábamos de las novelas de Rafael Sabatini ‒con esos piratas que parecían caballeros andantes‒ o leíamos los tebeos de El Corsario de Hierro y El Cachorro.

Pues bien, es casi seguro que ninguna de esas obras existiría sin un libro fundacional, Piratas de la América, publicado por primera vez en los Países Bajos en 1678.

Su autor, Alexandre-Olivier Exquemelin, lo escribió como un relato autobiográfico, pero hay tantos agujeros en la existencia de este personaje que resulta difícil separar lo vivido de lo imaginado. De ahí su enorme impacto en la literatura de ficción.

Exquemelin era hijo de un boticario protestante. Tras estudiar medicina en Holanda, se unió a la Compañía de las Islas de América, cuya primera misión, con el apoyo del Cardenal Richelieu ‒el auténtico, no el de Los tres mosqueteros‒, fue colonizar y explotar las islas de Martinica, Guadalupe y San Cristóbal.

La suerte no le acompañó. Así nos lo contaba el poeta y editor Carlos Barral cuando tradujo su obra en 1971. Al llegar a las Antillas, nuestro joven viajero fue esclavizado. En la isla de Tortuga, «sirvió a dos amos, del último de los cuales, cirujano, aprendió el oficio». Luego, como quien se venga del destino, «abrazó la Ley de la Costa e ingresó en la congregación de los piratas».

Lo que vivió después resulta fácil de adivinar. Empezando, claro, por la sangre, los saqueos y la persecución de barcos que navegaban por la zona.

Una odisea antillana

Difícilmente puede concebirse una peripecia más extrema que la que vivió el autor de Piratas de la América junto a los bucaneros (llamados así por su antigua práctica del bucán, o ahumado de la carne de vacas y cerdos salvajes) y los filibusteros (del inglés fly-boat, es decir, forajidos que acechaban a sus presas desde embarcaciones de menor calado, cerca de la costa).

Ilustración de Howard Pyle para ‘El libro de los piratas’ (1911)

Decía Barral, en aquella edición de los setenta, que Exquemelin terminó sus días en Ámsterdam, «ejerciendo la cirugía y consumiendo pacíficamente las rentas de su aventurosa vida». Se lo perdonamos todo, justamente por contar en su libro las fechorías de dos tipos infames, cuyas vidas prosperaron en infinidad de novelas: el bucanero François l’Olonnais, también llamado el Olonés, y el filibustero Henry Morgan.

Junto a Exquemelin, revivimos algo que el cine clásico transformó en cliché: el espectáculo de un buque pirata barriendo con sus cañones la cubierta del adversario y luego disparando contra el casco, a corta distancia, poco antes de lanzar los ganchos para el abordaje. Por supuesto, aquí no encontramos a un gallardo Errol Flynn agitando su espada con una sonrisa insolente. En su lugar, quienes saltan a la cubierta son depredadores primitivos y feroces.

Los piratas de Exquemelin resultan estremecedores. Cuando irrumpen en escena, no encontramos a galanes de dentadura perfecta, sino a brutos malolientes, a quienes el ron y los bizcochos agusanados les vaciaron las encías.

Cualquier conato de piedad se extingue entre gritos de rabia y lujuria. Tras la toma de Maracaibo, nos cuenta Exquemelin en estas memorias que los piratas «trajeron consigo veinte mil reales de a ocho y algunos mulos cargados de muebles y mercaderías, junto con veinte prisioneros, tanto hombres como mujeres e hijos. Pusieron a algunos de estos prisioneros en tormento para que descubriesen el resto de bienes que habían transportado, mas no quisieron confesar cosa alguna. El Olonés (que no hacía gran caso de la muerte de una docena de españoles) tomó su alfanje y cortó en muchas piezas a uno en presencia de todos los otros».

Ilustración de Howard Pyle que muestra al pirata Henry Morgan torturando a varios prisioneros españoles.

Historia frente a fantasía

Hay otro libro que ayuda a comprender lo que cuenta Exquemelin: Eso no estaba en mi libro de historia de la piratería (Almuzara). Además de profesor de Historia, su autor, Javier Martínez-Pinna, es responsable de numerosos artículos de divulgación, tanto en la prensa como en publicaciones especializadas. Asimismo, es uno de los miembros fundadores de Laus Hispaniae. Revista de Historia de España.

Entre el silbido de las balas de mosquete y el resplandor de las antorchas, Martínez-Pinna también logra perfilar la realidad de ese mundo distorsionado por la leyenda, tan colorido como una fiesta de disfraces.

Reconozcámoslo: nos caen bien los corsarios del celuloide. De ahí que se haga difícil asociar a la piratería de Hollywood con la que describe un testigo presencial como Exquemelin.

Justo esa es la razón por la que pregunto a Martínez-Pinna si Piratas de la América es fiable como fuente histórica.

«Personalmente ‒responde‒ creo que la figura de Exquemelin es fundamental para conocer un poco mejor el mundo de la piratería ya que, para desesperación de los historiadores, tenemos muy pocas fuentes directas, debido a que la mayor parte de los piratas eran unos pobres analfabetos y a que, además, no estaban interesados en dar a conocer sus tropelías, por lo que no dejaron testimonios escritos».

«Es cierto ‒añade‒ que podemos consultar los documentos conservados en algunos archivos europeos y americanos relacionados con los procesos penales contra los piratas, pero esta información es muy fragmentaria. De ahí la importancia de la obra de Alexandre Exquemelin, en la que describe el mundo de los piratas visto desde dentro y nos muestra el carácter extremadamente violento de algunos bucaneros y filibusteros a los que conoció personalmente. De El Olonés nos cuenta que disfrutaba descuartizando a los españoles, entre ellos a mujeres, enfermos y ancianos, para obligar a sus vecinos a confesar el lugar dónde se ocultaban unos tesoros que solo existían en su imaginación. De Henry Morgan, un monstruo al servicio de Inglaterra, nos cuenta las torturas que utilizaba, como presionar la cabeza de sus víctimas con cuerdas hasta que, por la presión soportada, los ojos reventaban y salían de sus órbitas. También nos cuenta Exquemelin el suplicio inhumano que sufrió un tabernero portugués en Maracaibo que, a buen seguro, sorprenderá a todos los lectores».

Ilustración de N.C. Wyeth para la edición de ‘La isla del tesoro’ publicada en 1911.

Piratas y propaganda británica

En la actualidad, uno comparte solo moderadamente el entusiasmo que los anglosajones profesan por la piratería en las Antillas. Sin embargo, esa forma de redondear los mitos que tienen los británicos aún es contagiosa. Traslado esa inquietud a Martínez-Pinna. ¿Qué ha llevado a los españoles de varias generaciones a idealizar a los piratas?

«Desgraciadamente ‒contesta‒, los españoles hemos asumido la imagen romántica de la piratería que poco o nada tiene que ver con la realidad. Este proceso de idealización de los piratas como héroes de capa y espada se desarrolló en el siglo XIX, en obras como El pirata, de Walter Scott, o La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson y, ya en el siglo XX, en el cine, con películas fantásticas como Los Goonies o la saga Piratas del Caribe, que no reflejan lo que fueron estos monstruos del mar que, en la mayor parte de las ocasiones, hicieron del asesinato, la tortura y la violación sus formas de vida más características».

«Además ‒continúa‒, debemos destacar el interés de la propaganda británica de ocultar las atrocidades de unos psicópatas al servicio del reino de Inglaterra, que protagonizaron auténticas salvajadas contra los españoles incluso en tiempos de paz. Recordemos que cuando Drake regresó a Londres después de cometer sus actos criminales y de regar con sangre las ciudades de la América española, Isabel I lo ennobleció y elevó a la categoría de héroe. Por cierto, el estudio de la biografía de Drake nos permite, del mismo modo, desmitificar la imagen del pirata como un hombre arrojado, al que no le temblaba el pulso a la hora de capturar galeones españoles. Esto es falso: la mayor parte de los piratas solo asaltaban barcos mercantes y poblaciones sin ningún tipo de guarnición ya que, en la mayor parte de las ocasiones, los piratas terminaban huyendo cuando, en lontananza, observaban la amenazante silueta de un galeón español».

Ilustración de N.C. Wyeth

El peso del romanticismo

«Todos los piratas ‒cantaba Joan Manuel Serrat en 1981‒ tienen un temible bergantín, con diez cañones por banda y medio plano de un botín, que enterraron a la orilla de una playa en las Antillas (…). Por un quítame esas pajas te pasan por la quilla. Pero en el fondo son unos sentimentales, que se graban en la piel a la reina del burdel y se la llevan puesta a recorrer los mares».

Que esa imagen dulcificada del pirata se haya movido con impunidad por nuestras salas de cine y nuestras librerías tiene mucho que ver con tres razones. En primer lugar, esta afición por los corsarios y los filibusteros no es tan desconcertante. A fin de cuentas, ¿quién no se ha identificado alguna vez con el protagonista de La isla del tesoro? ¿Qué niño no ha querido alguna vez escudriñar el horizonte y avistar una bandera negra con una calavera y dos huesos cruzados?

Los otros dos motivos son menos inocentes. Por un lado, es obvia la ausencia de una respuesta en la cultura popular hispana ‒No hay ni una sola película sobre el corsario español Amaro Pargo, y tampoco la hay sobre Álvaro de Bazán, azote de los piratas berberiscos‒. Por otro, la divulgación histórica de este periodo suele llegarnos desde fuentes inglesas, que nos parecen siempre fiables.

Felizmente, libros como el de Martínez-Pinna o como Piratería en el Caribe (Renacimiento), de Helena Ruiz y Francisco Morales PadrónPiratas, bucaneros, filibusteros y corsarios en América (Fundación Mapfre), de Manuel Lucena Salmoral, o el ya clásico La isla de la Tortuga (Ediciones Cultura Hispánica), del dominicano Manuel Arturo Peña Batlle, invitan a creer que no sería tan difícil redefinir este fenómeno en español.

«En muy buena medida ‒dice al respecto el autor de Eso no estaba en mi libro de historia de la piratería ‒, la imagen que nos ha llegado de la piratería americana forma parte de eso que algunos han denominado la leyenda negra antiespañola y que ha sido asumida por una buena parte de los historiadores patrios. Por fortuna, esta situación está cambiando gracias a la aparición de una generación de autores que está tratando de ofrecer una nueva visión de nuestra historia sustentada en un análisis serio y desapasionado del pasado».

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