¿En qué se esta convirtiendo la literatura?
«Van importando cada vez menos los textos, e importa cada vez más descaradamente la apariencia»
Una amiga librera me contaba el otro día que un conocido suyo fue a visitarla no para comprarle ningún libro, ni para charlar sobre Los hermanos Karamázov, sino para pedir poder firmar en su ya casi inminente caseta de la Feria del Libro de Madrid.
Mi amiga es una mujer compasiva y generosa, le gusta que la gente sea feliz, así que le dijo que por supuesto, que le reserva un ratito alguna tarde. «Si pudiera ser un sábado», le dijo el otro. «Veremos qué se puede hacer», concluyó ella. Sólo cuando llevaban ya tres mails tratando del asunto mi amiga cayó en la cuenta: «Oye, y a todo esto, ¿cuál es el libro que quieres firmar?, ¿quién lo publica?, ¿quién lo distribuye?…». «Estoy en ello, no te preocupes», respondió el fulano. En cualquier situación de la vida, pero muy especialmente en el meollo de los libros, cuando alguien te dice que no has de preocuparte es cuando saltan todas las alarmas. «¿Qué quiere decir que estás en ello», contraatacó, pues, la buena librera, y él admitió entonces que andaba corriendo para llegar a tiempo, que ya estaba corrigiendo los últimos microcuentos, y que en la imprenta le habían asegurado que todo acabaría bien, que había margen.
Del mismo modo que en algunas librerías hay por todos lados tazas, pósteres, donuts, bolsas de tela, postales, camisetas o mojitos, y se pone muy cuesta arriba lo de localizar los libros que por allá pueda haber, lo que esa edificante parábola de arriba viene a ilustrar de un modo un tanto extremo es hasta qué punto en la «literatura» (en oposición a la Literatura) van importando cada vez menos los textos, e importa cada vez más descaradamente la apariencia, los «contenidos» (que Dios confunda), la foto, la faja, los blurbs, las reseñas, las entrevistas, las firmas, las presentaciones (con las que, de verdad, deberíamos acabar), los festivales o, en fin, la Gran Tontería. Al modesto taller de reseñas en el que vivo llegan a veces libros a los que, tras retirarles todas las fajas, marcapáginas, dosieres y cuerdas como quien despluma una gallina, al desoír las contracubiertas «¡Acontecimiento literario», «Una obra maestra», «El libro que necesitábamos», «¡No te dejará dormir!», «El libro que hubiera escrito Shakespeare si hubiera visto jugar a Bellingham», «Por primera vez en la Historia un padre que sabe cómo se llama su hijo»…), tras ignorar los códigos QR y tras maldecir el enlace que te lleva a la «banda sonora» de la novela en Spotify, lo cierto es que llegas, por fin, a la supuesta médula, al texto, al fruto, al origen y al resultado que han provocado todos esos envoltorios… y te encuentras con una perfecta nadería, un texto descuidado y mal corregido, cuando no con una vergonzosa muestra de completa negligencia general.
El colega del «exemplum» moral de la Feria es un hombre descarriado, claro, pero no es tonto: él sabe bien que no va a firmar cientos de libros, pero le basta con poder subir a Instagram el cartel de la firma, convocar a algunos amigos, interceptar a un par de incautos que pasen por allí, y hacerse una foto sonriendo junto a todos aquellos a quienes ha firmado sus fotocopias. Así, como me decía otro hace años, «me siento escritor».
Esta última afirmación es conmovedora. No sé: si yo algún día me sentase en la silla de San Pedro, podría decir «me siento como el Papa». O si en la jornada de puertas abiertas del Congreso me apoltrono, como ellos, en un escaño, podría pensar «parezco un diputado más»… O si viajo a Groenlandia, me compro un abrigo de piel de foca y me coloco ante la puerta de un iglú con una rudimentaria caña de pescar en la mano, podría decir «fíjate, me siento totalmente un esquimal». Pero ¿sentirse poeta?, ¿parecer un escritor?… ¿Qué demonios puede significar eso? Y después sueltan en Facebook que, «jejé», al recibir su libro han sentido «cierto síndrome del impostor»… Es como si yo digo que tengo síndrome del zaragozano, o síndrome del hermano menor, o síndrome del colaborador de THE OBJECTIVE… En su caso, en lo del «síndrome de impostor» sobran dos palabras.
Vivimos en los tiempos del «como si»: alguien publica una novela con una cubierta invariablemente estridente, y enseguida monta ruido. El propio autor se encarga de la promoción: llama todas las veces que haga falta a periodistas, críticos, libreros…, se monta una gran gira, paga publicidad, no deja de dar la tabarra, posiblemente llegará a conseguir incluso premios… Es decir, lo tiene todo, sus allegados están ya convencidos de que el primo Tal o el sobrino Cual es un escritor conocido. Todo apunta a ello, todo lo proclama, está todo ahí, la presentación en Vigo, la entrevista en El Cronista, la participación en no sé qué mesa redonda (en la que, lejos de cobrar, se ha dejado 300 euros entre viajes y cenas), salió en la lista de los más vendidos en Frómista… Lo tiene, decíamos, todo. Todo… excepto la novela, porque lo que ha hecho circular apenas es una «novela» que no admite una lectura mínimamente seria.
En lo que respecta a la lectura, no es muy distinto. Si pasamos de la creación a la recepción, encontramos cosas parecidas. Una buenísima poeta le manda un libro a una amiga influencer y ¿qué sucede entonces? ¿La influencer reproduce un poema en sus redes?, ¿lo recita con arrobo e intensidad para fundir en un solo hecho la generosidad con la amiga y el necesario exhibicionismo implícito?, ¿lo reseña?, ¿explica lo que ha sentido o aprendido leyéndolo?, ¿aventura alguna hipótesis argumentada sobre qué papel podría ocupar ese nuevo libro en el caudaloso, eterno y diverso río de la creatividad humana?… Para nada. Ella conoce a su público y ha de complacerlo (y de paso complacer su propia egolatría), de modo que se coloca el libro en el cuello, o bien incrustado entre el hombro y la barbilla, y se pone a mover la cabeza ante la cámara. Todos contentos.
En cuanto a los libreros, hay muchos y muchas a los que les gusta leer y que saben no sólo vender, resignados, «la literatura» sino explicar, implicados, la Literatura. Aunque apenas tienen tiempo entre albaranes, cuentacuentos y comerciales, se toman la molestia de leer un libro con decencia (es decir con respeto, atención, curiosidad y de principio a fin) y además lo comentan, lo recomiendan, lo celebran con buenas razones… Pero otros, me temo que ya la mayoría, prefieren hacer un unboxing en TikTok, grabando cómo sacan el libro que acaba de llegarles y se ponen a bailar con él. Abrir para ello la caja es inevitable, pero abrir además el libro sería ya un esfuerzo abusivo.
Se han aventurado muchas definiciones de la literatura, ha habido muchos intentos por explicar brevemente de qué se trata, y todas, en mi opinión, eran inexactas, insuficientes o directamente disparatadas. La más ajustada, sintética y precisa que conozco se la leí al hombre más preciso que conozco, José-Carlos Mainer, que en su presentación a su tomo de la Historia de la Literatura española (Crítica, 2010), afirmó que «la literatura, a fin de cuentas, es un conjunto de textos particularmente intencionados acerca de la vida, que nacieron con la pretensión de dejar huella perdurable».
Si eso es así, podemos estar tranquilos: incluso si alguno de esos políticos absurdos que triunfan hoy en el mundo prohibiese la publicación de más libros (pero admitiera la conversación y lectura de los que hay), tendríamos lectura de calidad suficiente para todas las generaciones que puedan venir en los próximos milenios. Pero es que además sería totalmente antinatural el final del talento, por mucho que a menudo parezca que se le arrincona o anula de forma planeada. Quizá tenga cada vez más problemas para encontrar una buena editora, quizá sea cada día más minoritario y provoque más indiferencia, pero ese talento existirá, es imposible que no haya mucha gente hambrienta de verdades y de explicaciones, de buenas historias y de autoexigencia, de rigor y de belleza y de trascendencia profundas, no provisionales o interesadas o ñoñas.
Yo no soy para nada un alarmista, ni un catastrofista, ni estoy en absoluto preocupado «la salvación es individual», me decían los padres agustinos…, «tú preocúpate sólo de tu alma»…), y de hecho defiendo por otro lado que jamás en la historia de España se han publicado tantos buenos libros como ahora, pero a la vez es visible que en la literatura va pasando lo que ya sucedió en la música y en el arte (y, en parte, en la poesía), y que si bien la Literatura sigue dominando en los premios serios, la «literatura» va ganando terreno y hasta prestigio, y ya se ha colado, por ejemplo, en la universidad. Y no hay motivos para pensar que se va a revertir la situación que empieza a ser predominante. Me refiero a la exaltación y la defensa a ultranza de lo fácil, lo cómodo, lo dócil, lo superficial, lo perezoso, lo falso, lo «atractivo», lo «estremecedor», lo mediocre, lo vistoso, lo conveniente, lo sociológicamente aceptable, lo previsible o, en fin, lo directamente estúpido, que casi monopolizan la atención y reciben aplausos acríticos en detrimento de lo valioso.
«Una imagen vale más que mil palabras», se ha dicho siempre, y en un sentido triste, está empezando a ser verdad, y que la cultura, si bien es inmortal, retrocede ante la barbarie. Hoy por hoy, mejor un reel que cinco fotos, mejor una foto que tres podcasts (aunque todos se graban y se emiten en imagen: lo fundamental es figurar, dejarse ver, hacer aspavientos, lucir trapitos o sombreros), mejor un podcast que diez tuits, y mejor un tuit «molón» que toda la Literatura de la Historia, mejor el meme «gracioso» de un vanidoso analfabeto que el archivo universal completo de todo lo mejor que entre todos y todas hemos ido descubriendo, creando y consiguiendo para lograr entendernos y encontrarnos.
P. D.: A su debido tiempo anunciaré cuándo y en qué caseta estaré firmando libritos en la próxima Feria del Libro de Madrid.