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Literatura

Una trascendencia natural: la poesía de Rafael Santos Barba

«En un mundo bueno una poesía como esta tendría mucho éxito, por ella misma, por su hondura y su elevación»

Una trascendencia natural: la poesía de Rafael Santos Barba

El libro 'Sombras Blancas' de Rafael Santos Barba. | Juan Marqués

No es que ande muy lejos de haberlo conseguido, sin proponérmelo, pero lo estrictamente cierto es que yo hubiera querido ser un poeta totalmente secreto, o incluso anónimo, alguien que con todo el sigilo del mundo va colocando un poema aquí, en esta revista, y tres allá, en un volumen colectivo, y unos pocos versos entre los grabados de un pequeño catálogo de provincias, o como mucho una plaquette cada diez años, sin ningún ruido, con tiradas invisibles de tan mínimas… Al fin y al cabo toda esa discreción editorial sería, entre otras muchas cosas, una actitud coherente ante la indiferencia que el mundo dedica a la poesía. Quiero decir que es bonito responder con silencio al desdén o, mejor dicho, con «casi silencio», dos palabras que podrían bastar para definir con eficacia la poesía en la que creo.

En buena medida, Rafael Santos Barba (Madrid, 1968) es ese poeta que yo hubiera querido ser, sobre todo porque lo que protegen toda esa modestia y esa, digamos, «clandestinidad» es una obra textualmente pequeña todavía pero simbólicamente enorme. Sus versos van apareciendo con una humildad y una intermitencia que rozan el auto-boicot, pero una vez que se descubren su calidad es flamante, espectacular, estruendosa. En un mundo bueno una poesía como la suya tendría mucho éxito, y no sólo porque su autor está realmente cerca de lo que yo entiendo por un santo, sino por ella misma, por su hondura y su elevación.

Hace ya muchos años que Rafael puso en mis manos sus Figuras complementarias del corazón (Publicaciones del Ayuntamiento de La Laguna, 1999) y quedé completamente rendido ante la fuerza y la exactitud de esos poemas diminutos, minúsculos no por lo formal sino por su espíritu. Yo siempre he distinguido el poema breve del poema pequeño: existen poemas pequeños que ocupan varias páginas, porque lo de la pequeñez apela a su intención, a su impulso, aunque su alcance pueda ser literalmente infinito: «Las palabras que escucho son las viejas palabras / de una mano encendida. // Son palabras de tiempo que acarician los ojos».

Nunca me cansaré de declarar que la página 59 de ese libro contiene uno de mis poemas favoritos de este mundo, un modelo impecable de lo que hay que buscar y un ejemplo sublime de lo que, con suerte, con perseverancia, con bondad, con nobleza literaria y con talento se puede encontrar. Necesito, claro, citarlo completo: «Sí, / no te tambalees, estás / en lo cierto: / no queda / ningún motivo ya para el dolor, / y ni el recuerdo de la tristeza pasada / ni el de la pasada alegría / son cosa tuya».

Estoy en condiciones de jurar que esos versos me ayudaron de una forma cierta y casi documentable en determinados momentos de mi propia vida, pero, haciendo caso ahora a lo que dice, no volvamos atrás, no pensemos en ello, ni siquiera ese poema es cosa nuestra, aunque lo tenga yo como un emblema de vida y como un faro de lo poético.

Porque lo cierto es que hoy, tanto tiempo después, Rafael nos ofrece un nuevo libro, titulado Sombras blancas y recién imprimido en Santander a costa de los Libros del Aire. Y lo hace, como más o menos decía al principio, tras haber dispersado sin anunciarlas, sin difundirlas ni casi defenderlas, algunas otras series de poemas en publicaciones difícilmente encontrables, invariablemente ocultas. Como Rafael sabe hasta qué extremo punto me siento concernido en sus poemas, implicado en ellos, interpelado por ellos, me los ha ido haciendo llegar, a veces varios años después de su salida, la cual se produjo a su vez varios años después de su escritura, en lo que, según se mire, es un proceso entre desesperante y divertido, y desde luego único. O quizá no: tal vez, por esto mismo que digo, haya muchos y muchas poetas por ahí como él y, no habiendo yo dado con ellas ni habiendo ellos acercándose a mí, siguen instalados en su feliz reserva, en su deliberado aparte.

Yo sé que algún día convenceré a Rafael Santos Barba de que reúna en un volumen su poesía completa, aún más limpia y finalmente ordenada, como hiciera ya Juan Manuel Bonet en Via Labirinto (donde juntaba decenas de poemas desconocidos, exhumados de sitios imposibles, en ocasiones incluso extranjeros) o como hizo el año pasado Francisco Sánchez Bellón en sus Siete palabras (donde yuxtapone los mínimos pliegos artesanos que, casi furtivamente, ha ido enviando a unos pocos amigos a lo largo de muchos años), y sé también que en ese libro futuro, que en todo caso seguirá siendo pequeño, delgado, susurrante, van a ocupar un lugar central estas maravillosas Sombras blancas que leemos aquí, seguramente porque, de algún modo misterioso, hemos sabido esperarlas y hemos conseguido merecerlas.

El irresistible título del libro es sólo el primer hallazgo de unas páginas que los traen a manos llenas. Más que la paradoja obvia, tanto la sombra como el blanco son dos realidades tan sutiles que se adaptan bien a la actitud de Rafael, cosas que apenas existen de tan poco ruidosas, dos verdades relativas, algo que se ve y no se ve, que están y enseguida ya no, que son como la nada o que la crean. Si una sombra, además, fuera blanca, sería ya el colmo de lo delicado, de lo que apenas se puede afirmar que es, algo que está a sólo un grado de ser un vacío, o por supuesto un silencio, casi nada y, por tanto, pura luz, puro hueco, pura posibilidad. «Envuelve tus ojos en luz, / página en blanco», se leía en 1999 en las Figuras… 

Cuánta valentía hay en todo este pudor, cuánta fuerza y cuánta gallardía en toda esta timidez. Jamás he escuchado a Rafael leyendo en alto un poema suyo, pero estoy seguro de que, más que recitarlos, los musita, en voz muy baja, como hacemos al compartir confidencias.

Y una cosa más, únicamente, que me gustaría acertar a decir bien: hay escritores por ahí (y escritores, a menudo, magníficos) que a lo largo de sus años publican setenta, ochenta libros… Es siempre impresionante contemplar la grandilocuente pared en la que descansan todos esos volúmenes e imaginar a su autor afirmando: «Mirad, ésta es mi vida, aquí he ido traduciendo mis días a texto y ordenándolos, colocándolos, corrigiéndolos y ampliándolos con el tiempo. Aquí está lo que yo quería decir»… Esa operación resulta admirable, sobre todo cuando se trata de una buena literatura y de una conciencia decente, pero sé que habrá quien me sepa y me quiera entender cuando diga que, en mi opinión, hay algo profunda y nítidamente superior en lo que puede hacer Rafael Santos Barba con su pequeña e interminable obra poética, con esos pocos cuadernos de los que hablo: colocarnos ese librito o estas sombras en las manos y poder decir, a media voz: «Mira, ésta es mi vida, tómala. Llévala a donde quieras. Aquí está lo que yo he sabido encontrar». Esto es, por el momento, todo.

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