Filosofía griega para ser felices
Daniel Tubau demuestra en ‘Siete maneras de alcanzar la felicidad según los griegos’ que hay vida más allá del estoicismo

'Bacanal' (1523-1524), óleo sobre lienzo de Tiziano. | Wikimedia Commons
En tiempos en los que no se nos permite otra cosa que vernos y mostrarnos felices, una cita con los principales pensadores griegos para reflexionar sobre qué es la felicidad, por qué buscarla y cómo alcanzarla resulta una invitación estimulante, especialmente cuando prolifera tanta banalidad y donde pareciera que lo único a rescatar de la antigüedad es esta versión entre extemporánea, new age y pseudo orientalista de los filósofos estoicos.
Afortunadamente, el guionista, escritor y profesor, Daniel Tubau, entiende que los discípulos de Zenón de Citio que florecieran también en Roma gracias a las contribuciones de Epicteto, Séneca y Marco Aurelio, entre otros, tienen una gran relevancia, pero hay algo más allá, y más acá, de ellos. De aquí que en Siete maneras de alcanzar la felicidad según los griegos (Ariel), el autor se proponga desarrollar comparativamente las reflexiones de los estoicos, pero también de Sócrates y Platón, Aristóteles, Demócrito, los escépticos, los cínicos y los epicúreos.
A trazo grueso, si bien podría decirse que en general todos acordarían en considerar a la felicidad (eudemonía) como el bien supremo, el contenido de la misma varía entre las escuelas y los autores. Para Sócrates, por ejemplo, la virtud moral, el autodominio y guiarse por el método dialéctico como forma de alcanzar la verdad eran elementos centrales para alcanzar la felicidad; y en su discípulo, Platón, la felicidad se obtiene cuando el alma se orienta hacia el mundo ideal donde, gracias a conocer la Idea del Bien, el filósofo se comporta con virtud y gobierna de manera justa.
Aristóteles, por su parte, en su clásica querella contra Platón, entiende que la felicidad debemos buscarla en este mundo y no en aquel de las formas perfectas. El Estagirita defiende el ideal de vida contemplativa, pero al momento de cultivar las virtudes entiende que éstas deben trascender lo teórico para efectivizarse en la práctica. La apuesta por la racionalidad no deriva en un rechazo a las pasiones, sino en la búsqueda de un término medio, por ejemplo, la valentía es el término medio de la temeridad y la cobardía; la generosidad el del despilfarro y la tacañería; la mansedumbre el de ser iracundo y no sentir ira alguna, y la magnanimidad el de la vanidad y la humildad.
Tubau encuentra antecedentes de esta perspectiva aristotélica en Demócrito, el atomista, aquel que entendía que el vivir bien estaba vinculado al buen ánimo (euthymia), el cual se obtenía en la moderación del placer y en la armonía de la vida evitando tanto los excesos como las carencias. Empezamos en este punto a ver una cierta constante más allá de las diferencias, una suerte de visión negativa de la felicidad en el sentido de que, en contraste con las concepciones actuales asociadas al consumo, el deseo irrefrenable y la autoexplotación, en la gran mayoría de los pensadores y escuelas antiguas, la felicidad está vinculada a algún tipo de restricción, (auto) control y moderación.
Si tomamos el caso de los cínicos, sea en la versión de Antístenes o en la del más famoso Diógenes, el perro, se trata de vivir conforme a la naturaleza y oponiéndose a las artificiosas convenciones sociales a través de ejemplos prácticos y evitando sesudas reflexiones, como demostraba Diógenes ingresando a contramano de los asistentes una vez que la obra de teatro había concluido. Sin embargo, claro, el perro pasó a la posteridad por el cultivo de la autarquía viviendo en un tonel con lo mínimo indispensable y practicando el hablar franco, la parresía, como una forma de desafío al poder. Una anécdota que ilustra su autosuficiencia es aquella en la que se afirma que mientras Corinto era asediada y los ciudadanos corrían desesperados tratando de salvar sus pertenencias, Diógenes hacía lo mismo pero con las manos vacías afirmando «es que todo lo mío lo llevo conmigo». En cuanto a su franqueza, claro está, contamos con la legendaria anécdota con Alejandro Magno en la que éste le pregunta qué desea y Diógenes, echado en el piso, le pide simplemente que se apartara para no taparle el sol.
En los estoicos encontramos aspectos similares, de hecho, Zenón de Citio, su fundador, habría sido discípulo de Crates, el Cínico, si bien Tubau indica que la cuestión del autodominio en esta escuela tiene una justificación más bien metafísica ya que su rechazo al placer y la riqueza, que en los cínicos era un acto de rebeldía, en los estoicos deviene de la aceptación racional del orden cósmico. Para los estoicos, hay que distinguir lo que no depende de nosotros, por ejemplo, el clima, de lo que sí depende de nosotros, (nuestras opiniones, impulsos, deseos y aversiones) y hacer foco allí porque la felicidad y la virtud la encontraremos en la imperturbabilidad del alma (ataraxia) que surgirá como consecuencia de un control de las pasiones y de ser indiferentes a aquellas cosas que no podemos controlar.
En apariencia, los grandes rivales de los estoicos serían aquellas escuelas que conectaban la felicidad con el placer. Sin embargo, hay que matizar esa afirmación. Tubau menciona el caso de Aristipo, fundador de la escuela cirenaica que ve en el placer el bien supremo, pero que, sin embargo, también aboga por el autocontrol.
En el caso de los epicúreos, el énfasis está puesto de nuevo en el placer, aunque no se trata de los placeres concupiscentes sino del placer de no sufrir dolor en el cuerpo, y de aquellos que, una vez más, no generan turbación en el alma. Su famoso tetrafármaco indica, por ejemplo, que no hay por qué temerle a los dioses (porque ellos no se ocupan de nosotros ni castigan ni recompensan) ni a la muerte (porque cuando muramos no vamos a sentir nada); que el bien es fácil de alcanzar y el mal es fácil de soportar.
Por último, los escépticos, con Pirrón a la cabeza, afirman que, dado que no es posible tener certeza de la verdad ni a través de los sentidos ni a través de la razón, la única forma de encontrar la ataraxia no es, como en los estoicos, aceptando ser parte de un orden cósmico, sino asumiendo la ignorancia y, con ello, la suspensión de cualquier afirmación acerca del mundo.
El libro de Tubau culmina con una propuesta y con un intento de responder a la pregunta sobre qué es y cómo alcanzar la felicidad. En cuanto a la primera, la salida es ecléctica: «(…) ser estoicos cuando no hay más remedio que soportar situaciones extremas; pirrónicos y cínicos ante las convenciones sociales absurdas (…); escépticos ante las grandes promesas de los políticos (…); epicúreos para darnos cuenta de que no sentir dolor y no estar enfermo es ya casi la felicidad (…); cirenaicos para disfrutar de todo tipo de placeres; aristotélicos y epicúreos para considerar las consecuencias del exceso; aristotélicos, platónicos, democriteos y escépticos académicos para buscar los placeres de la investigación, la curiosidad y cierta trascendencia, que no tiene por qué ser religiosa (…)».
Y en cuanto al interrogante central, en una línea que podríamos definir entre escéptica y existencialista con algunas reminiscencias de El mito de Sísifo de Camus, Tubau considera que la filosofía nos enseña que la felicidad no es el estado emergente del cumplimiento de un propósito, aquello que se obtiene cuando alcanzamos la meta. Se trata, más bien de la trama más que del desenlace, de ese camino hacia el conocimiento que, como el horizonte, se mantiene siempre lejano aun cuando creamos que estamos avanzando.