Alberto Garzón y la tiranía de los incentivos
¿Por qué debe consentir el ministro que tomemos nuestras propias decisiones? Podríamos equivocarnos y él ya sabe lo que nos conviene
Steven D. Levitt cuenta en Freakonomics que no se ha descubierto un problema que un economista no sea capaz de resolver si le dejan elegir el incentivo adecuado. Puede ser una multa, una palmadita, un porro. En Quebec las vacunaciones se han cuadruplicado desde que las autoridades anunciaron que iban a exigir el pasaporte covid para entrar en las tiendas de alcohol y cannabis.
Para los promotores de esta moderna teoría de los incentivos, los humanos somos fríos optimizadores que seguimos el curso de acción que más utilidad nos reporta. Igual piensan: qué triste, somos maquinitas… Pero si los malos fueran malos por naturaleza, no habría redención. Deberíamos esperar a la segunda venida de Cristo para que reinara la justicia. Al responder el criminal a los estímulos, podemos disponerlos de modo que no compense delinquir. El Nobel Gary Becker expone en su famoso artículo Crime and Punishment: An Economic Approach que muchos se dedican a robar «porque les resulta más rentable […] que el trabajo legal, una vez consideradas las probabilidades de ser apresados y la severidad de la pena». Y en una entrevista posterior para The Chicago Maroon indica que se puede desalentar a los ladrones con una combinación de castigo, educación y oferta atractiva de empleos. «¿Es posible incluso suprimir por completo la delincuencia?», le pregunta el periodista. «Es posible», responde Becker, «pero no estoy seguro de que fuera deseable».
¿Por qué?
Agente y principal
«La mayoría de la economía», escribe el profesor de la Universidad de Rochester Steven E. Landsburg, «se condensa en cinco palabras: la gente responde a incentivos. El resto son apostillas». Muchos fenómenos se explican, efectivamente, mediante esa física elemental. ¿Por qué ha aumentado la proporción de jóvenes que viven con sus padres en Estados Unidos? Porque los pisos están por las nubes. ¿Cómo pueden cobrarte en el cine 10 euros por un cubo de palomitas y un refresco? Es una fórmula para extraer ingresos de los espectadores ricos: si el exhibidor se limitara a subir el precio de las entradas, perdería público. ¿Y quiere usted adelgazar? Dean Karlan, un economista de Yale, ha montado una web en la que suscribes un contrato por el que te comprometes a perder equis kilos o hacer una donación a la ONG que más te guste (o, mejor aún, que más te disguste).
Los contratos son el área donde con más provecho se ha aplicado la teoría de los incentivos. ¿Cómo pueden los dueños de una empresa asegurarse de que el administrador adopta las decisiones adecuadas? Los intereses no siempre están alineados. Una estrategia rentable en el corto plazo puede revelarse suicida en el largo, mucho después de que el directivo esté disfrutando en el Caribe de las rentas obtenidas. Este conflicto del agente-principal lo señala Adam Smith en La riqueza de las naciones. Al accionista (es decir, al principal) lo que le preocupa es cobrar sus dividendos y suele dejar las manos libres al equipo directivo (es decir, al agente), con lo que no es infrecuente que muchas gestiones se caractericen «por la negligencia y la prodigalidad».
Para evitar los peores desmanes se han diseñado instrumentos como las cláusulas malus, que supeditan el pago de parte de la retribución variable al resultado de ejercicios posteriores, o las clawback, que obligan a devolver sumas desembolsadas. Pero una cosa es alinear intereses en una compañía y otra pretender, como Levitt, que no hay problema que un economista no sea capaz de resolver si le dejan elegir el incentivo adecuado.
Para empezar, existe una restricción psicológica. Los humanos distamos de ser fríos optimizadores. Con frecuencia nos dejamos llevar por las emociones. No hay más que ver los saltos que da la bolsa. Y no solo es difícil prever la reacción de los hipersensibles inversores. El propio Levitt cuenta que hace años las guarderías israelíes impusieron multas para reducir los retrasos y estos se duplicaron. ¿Por qué? Los padres razonaron que ya resarcían económicamente el perjuicio y dejaron de sentirse culpables. Y cuando para controlar una plaga de cobras en Delhi las autoridades británicas ofrecieron una recompensa por cada serpiente que les entregaran, los indios se dedicaron a criarlas en granjas.
Las personas somos una caja de sorpresas y nadie está seguro de por dónde vamos a salir. Eso hace de los incentivos un arma de doble filo, pero el verdadero inconveniente es político. Como objeta Matthew McCafrey, «en una sociedad el esquema del agente y el principal no parece aplicable».
¿Quién es el agente y quién el principal?
El nivel óptimo
Desde Platón, muchos ideólogos creyeron poseer la receta del buen gobierno y la impulsaron sin complejos. Después de las tropelías de Stalin y Mao, esa ingeniería quedó por fortuna desacreditada, pero pervive la malsana noción de que la sociedad perfecta es factible. La diferencia es que, para arrearnos dentro de ella, no nos azotan con el látigo; únicamente lo restallan en el aire. Ellos son el principal y nosotros, los agentes. Lanzan campañas de concienciación o asignan etiquetas de colores a determinados artículos para que cuando los vean en nuestra nevera todos sepan qué clase de bestia insolidaria somos.
De esta tiranía insidiosa el más egregio representante es el ministro de Consumo, Alberto Garzón. ¿Por qué iba a consentir que cada cual tomáramos nuestras decisiones? Podríamos errar y él sabe perfectamente lo que nos conviene. Quizás preferiría cerrar los locales de apuestas, prohibir la carne y la bollería industrial y obligar a los niños a jugar a las muñecas. Como no le dejan, se ha apuntado a la dictablanda de los incentivos.
La moda no es un fenómeno local, como revela la política quebequesa de porros por vacunas. Y aplicada con mesura y precedida siempre del correspondiente debate, no creo que constituya una amenaza para la democracia. Lo alarmante es cuando emerge de oscuros conciliábulos ministeriales. Se supone que la inspiran los mejores propósitos y, en abstracto, ¿quién podría oponerse a que se erradique algo malo? En la práctica, sin embargo, todo tiene un precio. Eliminar la delincuencia, por ejemplo. Como le responde Becker al periodista de The Chicago Maroon: «Es posible, pero no estoy seguro de que fuera deseable». Y añade: «Para acabar de sacar a la gente de quicio, suelo decir que hay un nivel óptimo de crímenes. […] No merece la pena suprimirlos del todo, sale demasiado caro. Hay que buscar un equilibrio […] entre la ventaja de reducirlos […] y el coste que conlleva. Y ese equilibrio se encuentra en un punto en el que quedan infractores sueltos. En la China comunista no había delitos, pero […] a la mayoría no le gusta vivir en un régimen así».