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Economía

¿Cuánto nos han costado los muertos por covid?

Todos decimos que la vida humana es sagrada y no tiene precio, pero en la práctica le ponemos uno, y no excesivo

¿Cuánto nos han costado los muertos por covid?

Un sanitario alrededor de un paciente ingresado en la UCI del Hospital Enfermera Isabel Zendal. | EP

«Una vida humana no tiene precio», se escucha a menudo. La frase está bien como modo de enfatizar su sacralidad, pero técnicamente significaría que habría que invertir todos los recursos disponibles para salvar a cada persona. ¿Quién haría algo semejante? Tampoco es cierto que todas las vidas valgan lo mismo. Los recursos son escasos y hace tiempo que los sistemas de salud han desarrollado criterios para establecer prioridades: quién ve antes al especialista, quién se lleva el próximo riñón, quién accede al respirador. Suena duro, pero los ciudadanos de a pie funcionamos igual: cuando se nos plantea si asignaríamos el último asiento de un bote salvavidas a un anciano o un niño, pocos dudan.

Así que la vida humana tiene un precio y calcularlo puede ayudar en la toma de ciertas decisiones. ¿Tiene sentido indicar que el gas de una botella es inflamable? ¿Habría que incorporar cámaras de visión trasera en los monovolúmenes? ¿Y en qué momento debe cerrarse la economía durante una pandemia

En Estados Unidos, cualquier norma que comporte un desembolso superior a 100 millones de dólares debe someterse a un frío análisis: ¿es su coste inferior al de las vidas ahorradas? En caso afirmativo, se aprueba. ¿Y en cuánto se tasa una vida?

El coste de la muerte

Hasta los años 80, jueces y aseguradoras fijaban sus indemnizaciones a partir del lucro cesante. Razonaban: esta persona ha fallecido con equis años de antelación y ha dejado de ingresar, por tanto, el equivalente a equis años de sueldo. A esto se le llamaba tétricamente el coste de la muerte y en Estados Unidos ascendía a 300.000 dólares (unos 800.000 actuales). 

Este criterio fue el que la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional americana (OSHA, por sus siglas en inglés) aplicó para responder la primera de las tres preguntas que hacía más arriba. ¿Tiene sentido indicar que el gas de una botella es inflamable? Ninguna ley obligaba a alertar a los operarios de que manipulaban sustancias peligrosas y que podían explotar si se acercaba con un cigarrillo encendido. Esto causaba muchos accidentes. La OSHA estimaba que podrían evitarse 4.750 muertes con un simple etiquetado. No parecía algo desmesurado, pero resulta que eran millones de recipientes y el presupuesto se iba a 2.600 millones de dólares. Y como el ahorro calculado mediante el principio del coste de la muerte (o sea, el producto de multiplicar 4.750 muertes por 300.000 dólares) se quedaba en 1.425 millones, la propuesta no salió adelante. La industria, que siempre había defendido que poner etiquetitas no valía para nada, quedó encantada, pero en la OSHA se revolvieron. «¿Cómo no iba a compensar?», decían. 

El asunto llegó a la mesa del entonces vicepresidente, George Bush padre, que encargó a William Viscusi, un economista de la Duke University, una revisión del coste de la muerte. Viscusi creía que el lucro cesante subestimaba el valor de la vida, pero ¿cuál era la alternativa? Si le preguntabas a la gente te soltaba el rollo de que cada vida era sagrada y no tenía precio, etcétera.

En la práctica, sin embargo, nadie se comporta somo si lo pensara en serio. De lo contrario, no saldríamos de casa. Asumimos riesgos cada vez que cogemos el coche, cada vez que comemos un pincho de tortilla, cada vez que cruzamos lejos de un paso de cebra. Nuestros hechos desmienten nuestras palabras.

Esta contradicción se pone igualmente de manifiesto a la hora de elegir ocupación y Viscusi empezó a recoger información de distintos profesionales: albañiles, enfermeras, mineros, abogados. No todos cobraban lo mismo y parte de la diferencia era atribuible al nivel de peligro. El peón de la construcción y el cajero de supermercado tenían empleos igualmente poco cualificados, pero el primero recibía un plus de siniestralidad.

Tras controlar por otras variables (edad, educación, población, etcétera), Viscusi fijó la prima en 300 dólares. Eso era lo que un estadounidense consideraba compensación suficiente por aceptar la probabilidad de sufrir un accidente letal. ¿Y cómo de alta era esa probabilidad? En aquella época, afectaba a uno de cada 10.000 trabajadores. Dicho de otro modo, para atraer a 10.000 personas a una actividad de riesgo el empresario debía desembolsar 300 dólares adicionales por cabeza, o sea, tres millones. Ese era el precio en que implícitamente valoraba la economía estadounidense cada muerte. Se conoce como valor estadístico de la vida (VEV) y alteró radicalmente el análisis de las sustancias peligrosas: su etiquetado ahorraba ahora 14.250 millones (tres millones por 4.750 fallecidos), bastante más que los 2.600 que debía aportar la industria.

Limitaciones

El VEV se ha ido ajustando con los años en Estados Unidos. La siniestralidad ha caído: solo muere uno de cada 25.000 trabajadores y, como la prima ha subido a 400 dólares por efecto de la inflación, Viscusi tasa ahora cada vida perdida en 10 millones (400 dólares por 25.000). Esa cifra es, de todos formas, una estimación y, de hecho, varía dentro de la propia Administración estadounidense. La Agencia de Protección Ambiental usa 9,1 millones; la del Medicamento, ocho; el Departamento de Transporte, seis…

La diferencia entre países es aún más pronunciada. Un estudio financiado por la Dirección General de Tráfico recogía el VEV de varios países europeos y oscilaban entre los 1,4 millones de euros de España y Francia y los 6,82 de Bélgica, pasando por los 1,56 de Alemania o los 3,01 de los Países Bajos.

Esta riqueza ilustra las deficiencias del análisis de costes-beneficios. Tomemos la segunda de las tres preguntas que hacía más arriba. ¿Habría que incorporar cámaras de visión trasera en los monovolúmenes? El asunto se planteó a raíz de una serie de trágicos atropellos infantiles en Estados Unidos. Parecía algo sensato, pero las matemáticas no salían, porque tampoco eran tan frecuentes, y la medida se rechazó. Hicieron falta 16 años de activismo para que el Congreso aprobara la Cameron Act, que lleva el nombre del niño de dos años arrollado por su padre cuando daba marcha atrás.

¿Y qué ocurre con la tercera pregunta? ¿En qué momento debe cerrarse la economía durante una pandemia? Aquí pasa todo lo contrario: los números se disparan. Pensemos en España. Desde que estalló el brote de covid, han muerto 90.000 personas. Si aplicamos el VEV de 1,4 millones de euros que fija la DGT, se traducen en pérdidas de 126.000 millones, una cifra considerable. Pero si utilizamos el de Viscusi (10 millones de dólares u 8,7 de euros) nos vamos a los 785.000 millones, el 70% del PIB.

Al final, como dice el economista Julian Jessop, hay tantas opciones que «puedes usar los números para apoyar casi cualquier conclusión». Por eso, el Gobierno británico recomienda restringir el análisis de costes-beneficios a determinados ámbitos. Funciona razonablemente para calcular cada cuánto hay que cambiar de coche o para adjudicar riñones, pero no en situaciones de emergencia. Ese es el terreno de la política pura y ahí la caja de herramientas de la economía es de escasa ayuda. «Nunca», observa Jessop, «habríamos sopesado los pros y contras de entrar en la Segunda Guerra Mundial de esa manera». Tiene razón. ¿Se imaginan a Churchill decidiendo si combatía el nazismo en base al lucro cesante o el VEV de cada recluta enviado a Normandía?

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