Michael Sandel: «La meritocracia es inmoral»
Genera odio y no acaba con la desigualdad, sostiene el filósofo estadounidense. Únicamente la sustituye por otra basada en el talento
¿Por qué Pedro Sánchez estaba tan ansioso por doctorarse que, con las prisas, se le olvidó citar en su tesis el origen de párrafos enteros? ¿Y por qué tantos diputados se afanan en incluir en sus currículums títulos que no poseen? Exhibir grados y posgrados se ha vuelto una obsesión en todo Occidente, no solo en España. Hoy no eres nadie si no has pasado por una universidad y, si puede ser de la Ivy League, mejor que mejor. Los padres saben que esa es la puerta que franquea el acceso a la riqueza y el prestigio y están dispuestos a hacer lo que haga falta con tal de colar a sus cachorros.
Lo que haga falta.
En 2019 el FBI desmanteló una trama que facilitaba la admisión fraudulenta en centros de élite como Stanford, Georgetown o Yale. Su cerebro era William Singer, un avispado emprendedor que sobornaba a los entrenadores de los equipos universitarios para que ficharan a los niños de sus clientes o retocaba sus exámenes. El escándalo concitó una condena enérgica y unánime. Fox News, The Wall Street Journal, The New York Times y otros medios coincidieron en que se trataba de una práctica intolerable, que atentaba contra la esencia del sueño americano. Los estadounidenses soportan enormes disparidades de renta y riqueza porque abrigan a cambio la esperanza de llegar alto si estudiaban. Barack Obama alardeaba de ello. Continuamente. Michael Sandel ha contado las ocasiones en que repitió en sus comparecencias la frase: «Puedes conseguirlo si te esfuerzas». Más de 140.
Sandel (Mineápolis, 1953) es filósofo político. Su curso sobre justicia ha sido el más atendido en la historia de Harvard y empezó a reflexionar sobre la meritocracia tras ver cómo había cundido entre sus alumnos. Cada año eran más los que pensaban que su éxito era fruto exclusivo del sacrificio y el talento.
Esta tesis no ha parado, sin embargo, de recibir golpes desde la crisis de 2008 y «suena ahora vacía», escribe Sandel en La tiranía del mérito. El ascensor social dejó de funcionar en Estados Unidos mucho antes de que desaprensivos como Singer irrumpieran. Apenas el 20% de las personas procedentes del quintil más pobre salta al quintil más rico a lo largo de su vida, según Pew Charitable Trusts. Existe más movilidad en Canadá y casi todos las naciones europeas, especialmente las escandinavas. «El sueño americano goza de muy buena salud… en Copenhague», ironiza.
Todo esto es triste, pero la crítica de Sandel va más allá. No es que haya fraguado una especie de aristocracia de los listos. Es que «es dudoso que una meritocracia, ni siquiera una perfecta, sea satisfactoria ni moral ni políticamente».
El reverso tenebroso
En diciembre Sandel intervino en un debate de la Fundación Ramón Areces y la primera observación que le hizo José García Montalvo, catedrático de la Pompeu Fabra y presentador del acto, fue lo mucho que le había sorprendido ver «en la misma expresión las palabras tiranía y mérito».
«Tiene razón», admitió Sandel. «Cuando la alternativa es contratar a la gente en base al nepotismo o el amiguismo, el mérito supone un progreso, una liberación. ¿Qué tiene de malo como procedimiento de asignación de roles? Es algo positivo. Ahora bien», siguió, «se convierte en una tiranía cuando alimenta actitudes que resultan corrosivas para el bien común».
Responsabilizar a cada uno de nosotros de todo lo que somos o hacemos alimenta la ficción de que llevamos las riendas de nuestro destino e invita a mirar a los menos afortunados con condescendencia. «Fomenta la soberbia entre los ganadores y la humillación y el resentimiento entre los perdedores», escribe Sandel. El lema de que puedes conseguirlo si te esfuerzas tiene doble filo, porque significa que si no lo consigues es que no te has esforzado. Y esta mortificación autoinfligida, fermentada durante décadas y convenientemente agitada, confirió a las protestas que estallaron a raíz de la Gran Recesión «una naturaleza más combustible». Ha sido un potente ingrediente del caldo de ira del que se han nutrido los populismos.
La tesis de Sandel no es original. En 1958 el sociólogo Michael Young publicó El triunfo de la meritocracia, un ensayo en el que se proyectaba mentalmente a la Inglaterra de 2033 y describía cómo sería un mundo en el que hubiera prevalecido una auténtica igualdad de oportunidades. Lejos de ser un paraíso, era completamente distópico. Young no defendía un régimen estamental, pero le reconocía una ventaja: todos en él sabían que su subordinación era arbitraria. Por el contrario, en la hipotética Inglaterra de 2033, «la élite es consciente de que […] sus inferiores sociales lo son también en otros sentidos; básicamente, en […] talento y nivel educativo». Y estos deben asumir que su estatus no es consecuencia de la mala suerte, sino que «realmente son inferiores» y «no disponen de una fortaleza en la que refugiar su autoestima».
Young vivió lo suficiente para ver cómo, de la mano de Tony Blair, el laborismo incorporaba el ideal meritocrático que él tanto había execrado y, en un artículo publicado en The Guardian en junio de 2001, meses antes de fallecer, no pudo por menos que deplorar su clarividencia. «Preví que, a estas alturas de la historia, se menospreciaría a los pobres y los desfavorecidos, y compruebo que, por desgracia, así es […]. A ninguna clase marginada se la había dejado nunca tan desnuda moralmente».
Los relegados por la globalización no solo sufren apuros económicos, sino una lacerante pérdida de reconocimiento que ha disparado las «muertes por desesperación»: suicidios, sobredosis, cirrosis. Los economistas de Princeton Anne Case y Angus Deaton calculan que cada dos semanas mueren más estadounidenses por estas causas que los que cayeron en las guerras de Afganistán e Irak.
La nueva desigualdad
El verdadero problema de la meritocracia no es que aún no la hayamos alcanzado, sino que el concepto es en sí defectuoso. Genera odio y no acaba con la desigualdad. La sustituye por otra basada en el talento, que suele mirarse con mejores ojos, pero que tampoco es fácil de justificar. «Leo Messi», argumentó Sandel en la Ramón Areces, «es uno de los mejores jugadores del mundo» y nadie discute que se entrene con tesón, pero «si hubiera nacido en la Florencia del Renacimiento no hubiera ganado millones porque allí a nadie le importaba el fútbol».
Hasta Friedrich Hayek niega en Los fundamentos de la libertad que «las recompensas materiales» que otorga el mercado se correspondan con «lo que los hombres reconocen como mérito». La riqueza depende de los vaivenes de la oferta y la demanda, que no tienen nada que ver con la virtud. Pensemos en el protagonista de Breaking Bad, un profesor de instituto que aprovecha sus conocimientos de química para montar un laboratorio de metanfetamina. Sus ingresos como narcotraficante superan ampliamente lo que gana dando clases, pero pocos discutirán que su aportación como docente es éticamente superior.
Sandel incluso cuestiona que deban dirigirnos los técnicos mejor preparados. ¿Qué evidencia existe de que los mejores Gobiernos son los que más doctores por metro cuadrado tienen? «[John] Kennedy», recuerda, «reunió a un equipo de personas con títulos del máximo relumbrón que, pese a su destreza en el plano tecnocrático, metió a Estados Unidos de cabeza en el sinsentido de la guerra de Vietnam». Para dirigir un país se necesitan «sabiduría práctica y virtud cívica, y ninguna de esas capacidades se fomenta particularmente en la mayoría de las universidades». Y concluye: «La noción de que los mejores y más brillantes son preferibles como gobernantes a los conciudadanos con peores credenciales académicas es un mito» y no ha convertido el Congreso en un órgano más eficaz; «solo lo ha vuelto menos representativo».
Los remedios
En la Fundación Ramón Areces, la cuestión más enjundiosa se la planteó a Sandel otro panelista, el catedrático de derecho José María Beneyto: «¿Y cuál es su alternativa a la meritocracia?» Como jurista, Beneyto tiene una comprensible querencia por los aspectos prácticos, pero los filósofos entienden a menudo que su labor consiste en formular las preguntas, no en responderlas, y el lector de La tiranía del mérito buscará en vano un programa coherente de acción. A Beneyto le explicó que «asignar la dignidad y las retribuciones» en una democracia debe ser el resultado de un debate ciudadano. Es un debate difícil, que confronta valores e ideales, pero «no podemos decir sencillamente a los mercados que nos resuelvan el problema».
Aparte de esta invocación al diálogo, la propuesta más detallada de su libro es una reforma del sistema de selección de alumnos universitarios, alarmantemente sesgado en favor de los retoños de las clases altas. ¿Qué sugiere Sandel? «De los cuarenta y pico mil solicitantes separemos a aquellos que es improbable que progresen adecuadamente en Harvard o Stanford» y «en lugar de perder el tiempo con la sumamente complicada e incierta misión de intentar predecir quiénes de los [25.000 o 30.000] restantes serán los más meritorios, ¿por qué no elegir por sorteo a toda la promoción entrante?»
Aparte de esta iniciativa, hay otras recetas familiares: devolver la dignidad a los trabajos menos intelectuales, gravar el capital y no la renta de las personas y, por supuesto, meter en cintura a los financieros que con su codicia nos han metido en el lío actual. En general, Sandel respalda buena parte del ideario antiglobalización, incluido algún sofisma como el estancamiento de los salarios en Estados Unidos desde los años 80. Este es un bordón que resuena una y otra vez a lo largo de la obra, pero es falso. Y me temo que el empecinamiento en el error no es inocente. Es una pieza esencial de la argumentación altermundialista. Si de la libre circulación de bienes y servicios no se hubieran derivado más que perjuicios para la mayoría de la población, tendría mucho sentido limitarla. Pero todos hemos mejorado. Ciertamente, unos lo han hecho más (incluso mucho más) que otros, pero ¿justifica la creciente desigualdad por sí sola el desmantelamiento del régimen responsable de la mayor reducción de la pobreza en la historia de la humanidad?
Todo es manifiestamente mejorable, por supuesto, y no está de más apear de su pedestal de cuando en cuando a los triunfadores, por su propio bien más que nada. Los estudiantes de las universidades de élite padecen unos niveles de estrés sin precedentes y ya hemos visto cómo, en su afán por doctorarse, a nuestros políticos se les olvida citar sus fuentes. Pero la ansiedad por el estatus es consustancial a cualquier organización humana. Ignorar el resentimiento, como han hecho los viejos partidos, es imprudente y Sandel acierta al señalarlo. Pero alentarlo, como están haciendo los partidos nuevos, puede resultar aún más desestabilizador.