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¿Se puede ser jefe y tener buen corazón?

El capitalismo se basa en el egoísmo. «Por eso», añade cínicamente el filósofo André Comte-Sponville, «funciona tan bien»

¿Se puede ser jefe y tener buen corazón?

Campaign Creators (Unsplash)

«Acabo de descubrir que dos personas que he contratado no están a la altura del trabajo», comentaba un ejecutivo en el consultorio de management que Lucy Kellaway tenía hace unos años en el Financial Times. «Los dos son gente agradable y querida por los colegas», pero «sé que debo echarlos» y «me pregunto si se puede dirigir una firma ágil y en plena expansión y seguir siendo una persona agradable».

En los negocios, dice el psicólogo Robert Hare, «los psicópatas se desenvuelven como pez en el agua». Y otro profesional del ramo, Iñaki Piñuel, recoge en Mi jefe es un psicópata una arenga del banquero Alfredo Sáenz a los alumnos de una escuela de negocios. «Cuando yo pregunto por las capacidades de alguien y me dicen que tiene un excelente currículum, que es un magnífico profesional y que posee mucha experiencia, yo siempre pregunto: ¿tiene instinto? Por instinto entiendo las características que debe reunir quien está destinado a ejercer de líder en una organización de alto rendimiento. Instinto… Y perdonadme que os lo diga, yo empleo la expresión un poco más completa. Yo empleo la expresión instinto criminal». 

Tanto Hare como Piñuel y Sáenz consideran que el mundo de la alta dirección requiere una paleta emocional limitada. El exceso de empatía y la facilidad para sentir remordimientos o miedo dificultan la toma de decisiones drásticas. Cuando la suerte del pelotón peligra, el oficial al mando debe saber abandonar a quienes retrasan la marcha. Sin contemplaciones. 

¿Y no cabe la posibilidad de que esa insensibilidad te granjee la inquina de los subordinados y empañe tu liderazgo? Es lo que inquietaba al ejecutivo de Kellaway. «Si debo hacer lo correcto para la empresa», le escribía, «mi equipo dejará de apreciarme». En este punto conviene recordar, como observa Maquiavelo, que en la mano del príncipe no está suscitar la lealtad de los súbditos. Estos son volubles y olvidan pronto los favores otorgados. La huella que deja el miedo es, por el contrario, indeleble. De ahí la superioridad de la crueldad sobre la clemencia como instrumento de gobierno.

Poner la ética

El punto débil del razonamiento de Piñuel, Hare y Sáenz es que, para prosperar en una organización moderna, necesitas cooperar y no creo que mucha gente esté dispuesta a asociarse con alguien que te puede hundir el puñal en el quinto espacio intercostal en cuanto te descuides. Una cosa es ser un tipo frío y otra, un canalla. La dureza no está reñida con la justicia ni con la compasión. Uno de los ejercicios de las fuerzas especiales israelíes consiste en escalar una montaña con un compañero a cuestas después de una noche sin dormir. O sea, hay que saber abandonar a quienes retrasan la marcha del pelotón, pero después de agotar todas las posibilidades.

Igual ocurre en los negocios. Si un empleado no está a la altura de su tarea, hay que hablar con él, orientarlo, buscarle otro cometido. Por desgracia, no siempre es posible, así que «la respuesta es no», dice Lucy. «No puedes ser una persona agradable y dirigir una firma de éxito. Pero», añade a renglón seguido, «eso no significa que debas ser horrible. […] Significa que debes anteponer los intereses de la empresa a los de los empleados individuales».

A menudo se habla de la falta de ética del capitalismo y no puedo estar más de acuerdo. El capitalismo se basa en el egoísmo. «Por eso», añade cínicamente el filósofo André Comte-Sponville, «funciona tan bien». En cambio, «el socialismo, justamente porque se pretende moral, no funciona», o lo hace «por medio de la burocracia, de los controles policiales y, a veces, del terror». 

Nos encantaría vivir en un universo armónico, donde lo bueno lo fuese siempre y en todo lugar, pero la realidad es una yuxtaposición de ámbitos y los principios que rigen en unos no pueden exportarse a los otros. Por ejemplo, dice Comte-Sponville, la familia es el dominio del afecto y la empresa el de la eficacia, y a nadie se le ocurre confundirlos. A un hijo no lo despides cuando no está a la altura de sus tareas y a un empleado que protesta porque no le has pagado todo su sueldo no le dices: «Es que no llevo más dinero encima».

Pero no por ello debemos renunciar a ser exigentes con el hijo ni compasivos con el empleado. Precisamente porque el capitalismo carece de ética, nos toca ponerla a nosotros. «Su cargo», le responde Lucy al ejecutivo, «requiere hacer cosas horribles de vez en cuando. Debe concentrarse en hacer esas cosas horribles, aunque correctas, de la manera más humana».

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