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Real Madrid-Liverpool: la final de los hijos (naturales) del estadio

Ambos clubes forjaron su grandeza en una estrategia de crecimiento financiero a partir de sus recintos deportivos

Real Madrid-Liverpool: la final de los hijos (naturales) del estadio

El estadio Santiago Bernabéu. | Jonathan Moscrop (Europa Press)

En los tiempos de la máxima globalización, el hogar debería parecer una excentricidad, un último arrebato de nostalgia ante la desaparición del espacio propio. Sin embargo, la próxima final de la Champions League, producto culminante de la desorbitada industria del ocio, se antoja un canto a lo más parecido a la casa materna del fútbol: el estadio (la televisión sería algo así como la madrastra rica). La juegan dos equipos abonados a la épica, casi homéricos en tiempos de desborde utilitarista: el Real Madrid de las remontadas y el Liverpool del rockero Klopp. Y se disputa en París, escenario de la primera final de Copa de Europa, punto de partida madridista hacia la Historia del Fútbol. Los blancos ganaron aquel partido ante un club con nombre de estadio, el Estade Rennes. Lo hizo en el Parc des Princes, sede gala de competiciones internacionales hasta la construcción, a finales de siglo pasado (justo a tiempo para eludir lo que ahora es el escenario de un negocio catarí), de su sucesor en estas lides, otro estadio orgulloso de serlo desde la onomástica, el Estade de France. Justo ahí se juegan el trono mundial del fútbol dos equipos que forjaron su grandeza en un modelo de negocio basado en el crecimiento orgánico sobre la comunidad que genera un espacio físico concreto, con los cimientos bien enraizados en sus respectivas ciudades. 

Para mayor simbolismo, el Real Madrid llega embarcado en su proyecto más ambicioso de los últimos tiempos: la remodelación de… sí, su estadio. Igual que supo reconocer la ola de las camisetas y surfearla con los galácticos, Florentino Pérez se suma a la moda actual de reforzar el negocio que supone un recinto deportivo cuando se lo explota a fondo. Como de eso nadie sabe más que los estadounidenses, Florentino se ha aliado con la empresa Legends, que cuenta en su currículum con la gestión (bien exprimida) de las sedes de equipos top de la NFL (Dallas Cowboys, los más ricos de la liga), MLB (los míticos Yankees de Nueva York) y NBA (los clásicos texanos San Antonio Spurs). En el fútbol europeo, ya han trabajado con equipos como el Manchester City, la Roma, el Atlético de Madrid… o el Liverpool, precisamente. Su propuesta es más que sugerente: sacarle a la nueva casa blanca 200 millones de euros al año. La premisa: un estadio ya no se abre solo para los partidos, sino que funciona constantemente como centro comercial y escenario de todo tipo de eventos.

Un nuevo concepto que reabre el arsenal económico después de que la televisión le robara el protagonismo económico de los inicios del fútbol. Aunque el club se fundó oficialmente en 1902, el caso de éxito del Real Madrid arranca tras la devastadora Guerra Civil. Un tipo listo, ambicioso (lo que ahora llamamos un emprendedor) y apasionado por el fútbol supo ver la oportunidad en un país que empezaba de (casi literalmente) cero. Cuando Santiago Bernabéu asumió la presidencia, el club era un espejo del país: sin sus mejores jugadores, sin sede social y con el estadio destrozado. Don Santiago apostó fuerte. Como exjugador, conocía bien la fuerza del fútbol. La gente necesitaba pasión, orgullo, pertenencia. Y estaba dispuesta a pagar por ello. Solo había que ofrecerle un lugar para administrárselo por vía futbolística. 

Puestos a soñar, lo hizo a lo grande. En 1944 compró unos terrenos pegados al antiguo estadio, en Chamartín, y a finales de 1.947 lo estrenó con un partido ante los portugueses de Os Belenenses… ante 70.000 espectadores. Una auténtica barbaridad para la época. Pero lo realmente interesante, y definitorio de lo que sigue siendo el club (incluso hoy, con el fútbol hiperglobalizado), fue la fórmula financiera de la operación. En realidad, Bernabéu fue un simple médium del verdadero emprendedor: el socio. Un médium con los contactos y la capacidad de seducción adecuados, eso sí: convenció a Rafael Salgado, presidente del Banco Mercantil e Industrial, para que le concediera un préstamo respaldado por una emisión de bonos a cargo de los socios madridistas. Las colas de estos ante el banco para suscribir las obligaciones dibujan una épica modesta en apariencia que Bernabéu supo valorar como superior a y fundante de la que barrería del césped proyectos colosales como el del Chelsea, campeón vigente de la Champions, o el del City de Guardiola y los petrodólares, por ejemplo. La leyenda cuenta que, apostado en una esquina antes de que abriera el banco la mañana de la emisión de las obligaciones, contempló como espectador el partido de su vida: «Vi con alegría que se formaba una gran cola en cuestión de minutos. Supe que habíamos triunfado», narró después. 

Lo que siguió es bien conocido. Con las recaudaciones de semejante alud de espectadores y una astucia legendaria para la negociación, Bernabéu fichó a jugadores como Di Stéfano, Puskas, Gento, Rial… Y, cuando vio que la competición local se le quedaba pequeña, dio alas a la idea de un periodista francés de L’Équipe de crear una competición europea. De ahí a Florentino Pérez y la renovación del estadio, tanto física como conceptualmente, el fútbol ha confirmado la visión de don Santiago convirtiéndose en el espectáculo de masas por antonomasia, y el Real Madrid se ha mantenido siempre en la cresta de la ola. Financieramente, por supuesto, las cosas han cambiado. También la situación del club. Ahora son los bancos los que hacen cola. Finalmente se ha escogido a lo más granado del mundo, los estadounidenses Merill Lynch y JP Morgan, aunque también colabora músculo nacional, como el Santander o Caixabank. Los socios no han tenido que esperar en las aceras a dejar sus firmas, ha valido su voto en la asamblea. Y el dinero brota ahora también de otros acuíferos. Florentino, el pulso acelerado por los acontecimientos, firmó un acuerdo con el fondo Ipic de Abu Dhabi para incluir el nombre de la compañía Cepsa en el del estadio, como hicieron los vecinos del Atlético con el Wanda Metropolitano. Sin embargo, como si el viejo espíritu del Bernabéu (el estadio adquirió el nombre de su muñidor en 1955) se resistiera lanzando algún tipo de maldición financiera, los nuevos socios se echaron atrás y, de momento, el templo madridista renacerá sin apellido. 

Decoraciones navideñas en Anfield. | Foto: Darren Staples 

Tampoco lo tiene el estadio del Liverpool. Para el club inglés, Anfield es sagrado hasta límites genéticos. Porque en el principio fue John Houlding. Hombre hecho a sí mismo, su relato simboliza el paso del football desde sus inicios aristocráticos a su actual condición de solaz y orgullo de la working class. La serie de Netflix Un juego de caballeros, del creador de Downton Abbey, refleja muy bien esa encrucijada, propiciada por la profesionalización de los clubes. Significativamente, Houlding consiguió prosperar a finales del siglo XIX gracias a la otra gran pasión del pueblo inglés, la cerveza. Su fabricación y venta le permitió mantener una confortable situación financiera desde la que se lanzó a la política (su indisimulada pertenencia a la masonería probablemente contribuyó), que culminó con su nombramiento como alcalde de Liverpool en 1897. 

Entre ambos eventos, enriquecimiento y éxito político, Houlding manejó los hilos de lo que se iba constituyendo como una de las fuerzas vivas de la ciudad: su primer equipo profesional de fútbol, el Everton, bautizado en honor a distrito natal dentro de Liverpool. Los partidos movían masas de espectadores cada vez mayores, hasta el punto en que las autoridades tuvieron que prohibirle al club jugar en el parque público en el que solían hacerlo y conminarle a buscarse un lugar cerrado y acondicionado para el nuevo fenómeno. Houlding medió para que el Everton alquilara un terreno en Priory Road, pero el dueño, de poca visión empresarial, les pidió al poco que se fueran con la pelotita a otra parte. Houlding se fijó entonces en otro terreno, en Anfield, propiedad de un colega cervecero que (pintas de cerveza mediante, suponemos) le dejó el alquiler muy barato. Cuando se empezaron a construir gradas, los partidos en seguida alcanzaron los 8.000 espectadores, y en 1888 el Everton se convirtió en uno de los orgullosos fundadores de la Football League. Tres años antes, Houlden, que se olía el negocio, le había comprado el terreno de Anfield a su colega (muchs pintas de cerveza mediante, suponemos), y se lo alquilaba al club. Varios de sus miembros le afearon que hiciera dinero con el Everton y que maniobrara para quedárselo junto a un pequeño número de grandes accionistas. El motín tuvo éxito y el club se mudó a Goodison Park dejando a Houlding con un bonito estadio con nada que enseñar. 

¿Solución? Crear un nuevo club para llenarlo. La bilbainada quizá fruto de demasiadas pintas, pero el caso es que funcionó. Aunque Houlding se pasó de listo al llamarlo Everton Athletic, para aprovechar el tirón de la marca. La Football Association, organizadora de la liga, rechazó el nombre por plagio y tuvo que inventarse lo de Liverpool F.C. (tampoco se rompió la cabeza), que jugó su primer partido en Anfield en 1892. Desde entonces, la historia de los ‘Reds’ se ha forjado a base de gloria deportiva, tradición y mucha iconografía, especialidad del fútbol británico. Todo ello entró en crisis a principios de este siglo. La idea de reemplazar el viejo Anfield surgió en 2002. Desde el Ayuntamiento de la ciudad propusieron crear un estadio común para los dos clubes de la ciudad. Evidentemente, no prosperó. Tenía toda la lógica urbanística y económica, pero fútbol es fútbol. Dos años después, el Liverpool se planteó crear uno nuevo por su cuenta, e incluso consiguieron un préstamo de los terrenos a largo plazo por el Ayuntamiento. Sin embargo, las cosas empezaron a torcerse en 2007 con la venta del club, hasta entonces en manos de familias locales, a dos estadounidenses, George Gillet y Tom Hicks, que rediseñaron el nuevo estadio tirando la casa por la ventana… justo a las puertas de la crisis financiera global de 2008. El proyecto se paralizó y el Liverpool pasó por una travesía del desierto que también incluyó la parcela deportiva –no ganaba una liga desde 1990–, hasta que llegó la solución, también estadounidense. 

En 2010, la compañía estadounidense Fenway se hizo con el Liverpool. Aunque nacida en 2002, debe su nombre al centenario hogar de los Boston Red Sox, Fenway Park, el más viejo del béisbol profesional americano. Desde la explotación del estadio –recordemos que los americanos son pioneros en exprimir su uso más allá de los partidos de un club– han ido extendiendo una red de negocios deportivos que incluye los Pittsburgh Penguins de la NHL o carreras de coches de la Nascar. Uno de sus fundadores, John Henry, que ejerce actualmente de presidente del Liverpool, demostró al año de llegar al club, la sensibilidad hacia el espíritu de los estadios que sugiere el nombre de su negocio madre. Después de presenciar unos cuantos partidos de los ‘Reds’ y escuchar el eco del memorable You’ll Never Walk Alon en sus piedras centenarias, dijo: «The Kop no tiene rival. Sería complicado replicar ese sentimiento en cualquier otro sitio». The Kop es la grada fetiche de Anfield, bautizada en honor a una épica batalla de la Guerra de los Boers de 1900. Los planes del nuevo estadio fueron a la basura y se tomó el rumbo del Real Madrid con el Bernabéu: una reforma del antiguo estadio. La primera fase comenzó en 2014, y la tercera, la más ambiciosa, comenzó el año pasado y debe terminar el que viene. 

Como decíamos, el resultante seguirá llamándose Anfield, sin ningún apellido, de momento. Pese a los cantos de sirena, la propiedad sabe bien que el encanto de la tradición también cotiza. Como mal menor, se planteó vender el nombre de la remodelada grada principal, pero al final el patrocinio se limitó a sus salas interiores. Hasta ese punto es Anfield celoso de su identidad.

Casualidades de la vida, los campos de los otros dos finalistas de la Champions sí que tienen apellidos. El del Villarreal, originalmente conocido como El Madrigal, pasó a llamarse Estadio de la Cerámica en 2017, en honor al sector industrial en el que ha prosperado económicamente su presidente, Fernando Roig. A nadie se le escapa que el club de una población de 50.000 habitantes no habría llegado a donde ha llegado sin el esfuerzo concreto y muy personal de Roig. Es su proyecto, impulsado por él mismo y su visión empresarial, si bien la comunidad y su tradición (el Villarreal cumple el año que viene su centenario) lo asumen y arropan. Por su parte, el Manchester City, fundado en 1880, jugaba desde 1923 en el tradicional Maine Road, que no cumplirá su centenario el año que viene porque en 2003 los citizens se mudaron (de alquiler) al City of Manchester Stadium, construido por la ciudad para la candidatura (fallida) a los Juegos Olímpicos de 2000. Por entonces, el club mantenía su perfil bajo a la sombra del United, el hermano rico de la ciudad. Apenas había ganado un par de ligas, una en los años 30 y otra en los 60. En 2001 incluso llegó a bajar a Segunda (no era la primera vez), y se sucedieron los líos financieros, que culminaron con el estrambote de la compra por un ex primer ministro de Tailandia perseguido por corrupción. Hasta que, en 2008, llegó al rescate el fondo soberano de Abu Dhabi con sus petrodólares. Desde entonces, los seguidores citizens disfrutan de los mejores jugadores del mundo, ganan ligas y han estado a punto de ganar la Champions (fueron finalistas el año pasado). Pero en 2011, los nuevos dueños exigieron un peaje: el estadio pasó a llamarse Etihad Stadium, por el patrocinio de la aerolínea de los Emiratos. Por supuesto que el fútbol profesional es hoy por hoy, negocio. Pero un negocio cuyo éxito está muy vinculado a las emociones. ¿Hay algo con menos sabor de hogar que un aeropuerto?

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