THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

María Lladró: «El Estado debe ser más pequeño y hacer mucho menos, pero hacerlo bien»

«Algunos creen que los desórdenes del capitalismo se resuelven con más Estado», sostiene la heredera de Lladró, «pero la experiencia demuestra que no es así»

María Lladró: «El Estado debe ser más pequeño y hacer mucho menos, pero hacerlo bien»

María Lladró considera un escándalo «la complejidad del sistema tributario. Cada año aparecen nuevas casillas en los formularios de Hacienda». | Víctor Ubiña

En su ensayo Valuismo recuerda María Lladró (Valencia, 1961) cómo una vez contrató un vuelo convencida de que, si al final decidía viajar en otra fecha, no habría problema. En teoría, el cambio era gratuito en tanto en cuanto «hubiera plaza disponible en la misma clase», pero cuando fue a canjear el billete se encontró con que la clase estaba astutamente dividida en distintas subclases y, aunque había asientos libres en varios aviones, su subclase estaba siempre completa.

«Me tocó pagar», escribe desolada, y añade: «La letra pequeña se convierte en un gran aliado de los fines inconfesables».

O sea, nos toman el pelo.

Se supone que los ciudadanos del siglo XXI disponemos de la mayor capacidad de elección de la historia. Designamos a nuestros representantes parlamentarios y opinamos de lo divino y lo humano sin aparentes restricciones. Vamos al híper y nos encontramos con 200 marcas de galletas, 95 snacks, 40 pastas dentífricas y 300 champús. Tenemos Netflix, HBO, Filmin y los documentales de La 2.

Pero la libertad consiste además en «la garantía de no ser usados ni coaccionados por nadie» y hemos ido cediendo terreno ante «unos poderes a los que nadie vota».

Los orígenes

«Estudié empresariales y, en quinto de carrera, antes siquiera de acabar, me incorporé al consejo de Lladró», me explica María Lladró en la redacción de THE OBJECTIVE.

María Lladró. | Víctor Ubiña

La firma la habían fundado en los años 50 los hermanos José, Juan y Vicente Lladró (padre y tíos, respectivamente, de María). «Estaban empleados en una fábrica de cerámica y se les ocurrió: ¿por qué no hacemos porcelana?» Las formas alargadas y los colores pastel de sus creaciones alcanzarían pronto renombre mundial.

En 1991, se expuso una selección en el Museo del Ermitage de San Petersburgo, de cuya colección permanente forman parte desde entonces dos piezas: Carroza siglo XVIII y Don Quijote.

El declive

El cambio de siglo no le sentó bien a la compañía.

«Llegaron otros valores», dice María Lladró. «Ahora no decoras tu casa para toda la vida. La pones de Ikea porque, si hay que irse a otro lado, es más fácil de desmontar. Y las figuras de Lladró son para tenerlas y cuidarlas. Conviven mal con las mudanzas».

Para detener el declive y modernizar la gestión, se contrató a una nueva generación de directivos.

«Lo que a finales de los 90 se enseñaba en la universidad», sigue María Lladró, «era que todo proceso administrativo se divide en planificación, organización y control, un esquema demasiado rígido para encajar en él una labor creativa. Más adelante, en 2008, saldría Change by Design, el famoso libro en el que Tim Brown expone el design thinking, la idea de que la innovación requiere empatizar, probar, rehacer… Es una estrategia iterativa, en la que vas aprendiendo y corrigiendo, y así era como habíamos funcionado toda la vida».

A aquellos gestores les pareció, sin embargo, simplemente caótica.

«El comunismo pretendió, en su origen, ser más digno y justo. Eliminó la propiedad privada y la sustituyó por lo común, pero creer que lo común moverá el mundo es una ingenuidad»

¿Es esta una revista comunista?

Lladró acabaría en manos del fondo IPH en 2017, pero para entonces María llevaba una década fuera.

Había puesto en marcha una biotech y fue ahí cuando comprendió el enorme poder que habían acumulado determinadas compañías. «El capitalismo llevado al límite», reflexiona en Valuismo, «se ha convertido en salvaje, egoísta e inconsciente».

No se confundan, de todos modos.

Nada más sentarnos a hablar, me ha empujado desde el otro lado de la mesa un ejemplar de una revista. Value, se llama. Está abierta por la página del editorial. Transcribo las primeras líneas:

«Sé lo que está usted pensando. ¿No será esta una de esas revistas comunistas? Pero escúcheme. Igual opina que no necesitamos un nuevo modelo económico. Algunos de ustedes hasta considerarán que el capitalismo es un gran sistema, y no van desencaminados. Al fin y al cabo, nos ha traído los coches, las lavadoras y la comida a domicilio. Bajo su égida, millones de personas han eludido la pobreza, se han curado cientos de enfermedades y hemos mandado un helicóptero a Marte. Si eso no es progreso, no sé qué puede serlo».

Etcétera.

«El tamaño de una empresa debe tener un límite. Cuando se hace muy grande y poderosa, sus abusos no encuentran reparo ni castigo y acabamos en una democracia ficticia»

Un cambio sustantivo

María Lladró comparte palabra por palabra el párrafo anterior.

«El comunismo», escribe, «pretendió, en su origen, ser más digno y justo […], pero fracasó», por una cuestión de incentivos. Eliminó la propiedad privada y la sustituyó por «lo común», pero creer que el altruismo moverá el mundo es «una señal clara de ingenuidad».

El capitalismo se basa, por el contrario, en el interés particular. Por eso funciona.

Aunque sus detractores le han reprochado a menudo este pecado original, no resulta incompatible con el bien común. María Lladró cita los casos «del fisioterapeuta que abre una consulta para ganar dinero, pero que soluciona un problema muscular», del agricultor que «vende sus cosechas para obtener un rendimiento» y de «tantos otros pequeños y grandes empresarios que buscan su beneficio, pero dan un servicio a la sociedad».

«La libertad no consiste solo en votar cada cuatro años, sino en la garantía de no ser usados ni coaccionados por nadie y hemos ido cediendo terreno ante unos poderes a los que nadie vota»

Así y todo, el capitalismo sigue siendo «sumamente imperfecto».

Se ha intentado recomponer añadiéndole algún calificativo: inclusivo, progresista, humano. Pero la transformación que necesita no es adjetiva, sino sustantiva. Hay que diseñar «un sistema basado no ya en el capital, sino en la generación de valor».

Lo que María Lladró llama valuismo.

Riqueza y valor

A diferencia del comunismo, el valuismo respeta la propia privada y la iniciativa individual, pero rechaza que los intereses de unos pocos prevalezcan sobre los de la mayoría. «La libertad de mercado», escribe María Lladró, «debe tener límites. Cuando una empresa es muy grande y poderosa, sus abusos no encuentran reparo ni castigo».

La culpa es en gran parte nuestra: nos hemos dejado seducir por el bombardeo continuo de tentadoras imágenes y mercancías.

«Necesitamos un cambio profundo, un sistema que no esté basado ni en lo común ni en el capital, sino en la generación de valor. Lo que yo llamo valuismo»

«A ver», me dice, «yo soy la primera a la que le gustan las cosas. Llevo esta mochila de Prada», añade levantándola en alto. «Pero todo tiene su medida. Kate Raworth dice en Economía rosquilla que las personas comprendemos mal la exponencialidad. No nos damos cuenta de que, si crecemos a un ritmo del 3%, al cabo de 25 años habremos duplicado la producción. Eso significa que tendremos el doble de electrodomésticos, el doble de plástico, el doble de ropa, el doble de todo».

Hay que crecer, pero con principios. Riqueza y valor no siempre coinciden. El cemento que vertemos sobre el paisaje aumenta el PIB y degrada su belleza.

María Lladró. | Víctor Ubiña

Una definición de locura

La primera transformación que plantea María Lladró es ampliar la perspectiva.

Debemos dejar de obsesionarnos con nuestra parcela y levantar la mirada para ver la foto general. «Aumentar la conciencia», escribe, «es ver la vida desde más niveles». A pie de calle, pero también desde arriba. Únicamente así seremos capaces de evaluar el impacto en el entorno, cuyo deterioro «resulta abrumador».

«Las personas comprendemos mal la exponencialidad. No nos damos cuenta de que, si crecemos a un ritmo del 3%, al cabo de 25 años habremos duplicado todo. Tendremos el doble de electrodomésticos, el doble de plástico, el doble de ropa…»

Y me ilustra la idea con la definición de locura del coach argentino Fred Kofman.

«Kofman es un experto en teoría de juegos y cuenta en un vídeo que el fútbol es un juego que se divide en varios subjuegos. Uno de ellos es el subjuego de ataque, que consiste en marcar. Sus responsables preferirán, en principio, una opción A, en la que meten cuatro, que una opción B, en la que meten uno. Pero en la opción A el equipo contrario te ha metido cinco y en la opción B, ninguno. ¿Qué es mejor, entonces? Una sociedad de compartimentos estancos, en la que el responsable del subjuego de ataque va a lo suyo y se limita a producir goles, elegirá la opción A y perderá el partido».

Eso es lo que Kofman llama locura: comportarse de forma tal que se gane el subjuego y se pierda el juego.

Un sistema colapsado

Toda esta denuncia de la insolidaridad y el consumismo, de la gran corporación y el deterioro del planeta suena muy izquierdosa, pero insisto: no se confundan.

«Algunos creen que los desórdenes del capitalismo se resuelven con más Estado», escribe María Lladró, «pero la experiencia demuestra que no es así». Como enseña la teoría de la elección pública, el Estado sirve los intereses «de quienes lo dirigen y controlan», no los del público. Por eso, es fundamental que tenga un tamaño manejable.

«El Estado tiene que ser más pequeño y hacer mucho menos, pero hacerlo bien».

Hay que simplificarlo todo. Sobran leyes y sobran trámites. «Se nos ha ido la cabeza. Es alucinante la cantidad de formularios que tiene que presentar una compañía. Y cuando vas al banco a abrir una cuenta, te ponen delante una pila increíble de papeles y te dicen: es por una directiva que viene de Europa, firme aquí y aquí».

«La complejidad del sistema tributario es un escándalo. Cada año aparecen nuevas casillas en los formularios de Hacienda. Llegaremos al siglo XXII y seguiremos añadiendo casillas»

Se ha perdido el respeto por el tiempo del contribuyente.

«El sector privado aprobó esa asignatura hace tiempo. Vas a una tintorería y te tienen la ropa en 12 horas, pero solicitas algo a la Administración y vete tú a saber cuándo te contestan». Hay listas de espera en la sanidad y en la justicia. Está todo colapsado. «Lo estamos viendo con las ayudas europeas. Tenemos un montón que no llegan porque el sistema no funciona».

A pesar de ello, el Gobierno no deja de elaborar normas y requisitos.

«La complejidad del sistema tributario es un escándalo. Cada año aparecen nuevas casillas en los formularios de Hacienda. Llegaremos al siglo XXII y seguiremos añadiendo casillas».

Tirar del hilo

Les confesaré que hay muchos aspectos de Valuismo que no comparto.

Por ejemplo, su aversión a la especulación. «¿En qué consisten los futuros sobre maíz o sobre soja o sobre lo que sea?», le digo a María Lladró. «Son un contrato por el que alguien se compromete a comprar la cosecha. Si esta sale adelante, cobra su buen dinero, pero si no, lo pierde. El especulador es, al final, un señor que se queda con el riesgo. Si se les prohibiera operar, se cultivaría menos».

«Así explicado», responde, «me parece muy bien».

Y a continuación argumenta que nada más lejos de su intención que dejarlo todo claro desde el primer momento. «La gente me dice, a ver, María, dime exactamente qué vamos a hacer, qué va a pasar con el empleo, con el crecimiento, con las finanzas… Y no lo sé. Yo soy más de lo que comentábamos antes del design thinking, de hacer pruebas y ensayos hasta dar con la solución. Como decía Bill Gates en 1995, no existe un mapa fiable para un terreno inexplorado».

«¿Por dónde empezamos?», le preguntó la directora de la revista Value.

«Por promover el valuismo como una alternativa», contestó. Y a mí me dice: «Igual que si tiras del hilo de lo común te sale el comunismo y si tiras del hilo del capital te sale el capitalismo, lo único que propongo es ¿qué tal si ensayamos con la generación de valor?»

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