Si supiéramos qué controles impiden las crisis financieras, ya los habríamos habilitado
La defensa del mercado nunca se ha basado en que sea perfecto. Se ha basado en que el control gubernamental ha sido siempre peor
A finales de 1997 el Banco de España llamó a capítulo a los responsables de una pequeña entidad regional. La implosión del baht tailandés los había sorprendido con la cartera llena de bonos taiwaneses y coreanos, infligiéndoles cuantiosas pérdidas.
—¿Cómo se os ocurre invertir en Asia? —les preguntó el inspector con un tono educado, pero condescendiente.
Al otro lado del escritorio el director financiero de la entidad no se inmutó. Levantó el maletín que había depositado junto a su silla, lo abrió tlac, tlac y extrajo un grueso manojo de informes.
—Son de las agencias de rating —explicó, y empezó a recitar a medida que los depositaba sobre la mesa uno por uno, como naipes—: Aa3, A1, A1… Este último —se interrumpió— es de agosto—. Y reanudó la salmodia—: A1, A2…
No eran las máximas calificaciones, pero sí de grado alto y medio superior y, en teoría, razonablemente seguras.
El inspector pareció desconcertado unos instantes. Empezó a analizar los papeles, pero se hartó en seguida. Los alejó de sí, se recostó en su butacón, se acarició el caballete de la nariz.
—No os metáis en camisas de once varas —exclamó al fin recuperando la actitud paternal. Y añadió—: Dedicaos al ladrillo, como hace todo el mundo.
Una gigantesca mesa de billar
La realidad no es una masa inerte, que soporta pasivamente nuestra actuación.
A medida que los problemas nos salen al paso, los humanos vamos urdiendo remedios, pero estos y aquellos no se cancelan mutua y definitivamente. Como en un gigantesco tapiz de billar, nuestra bola golpea al resto de las bolas, reordenándolas en un desafío nuevo. La solución de hoy se convierte así en el quebradero de cabeza de mañana.
Los ejemplos son numerosos.
El motor de combustión abarató radicalmente el transporte. «Todavía a mediados del siglo XIX», escribe el divulgador Matt Ridley, «el viaje en carroza de París a Burdeos le costaba a un empleado medio el salario de un mes; hoy supone el equivalente a un día de trabajo y es 50 veces más rápido». La contrapartida es el calentamiento global.
Las buenas intenciones
La economía no es diferente.
Las personas que diseñaron los derivados que acabarían arruinando a Lehman Brothers lo hicieron animadas por las mejores intenciones. Fannie Mae y Freddie Mac, dos agencias creadas para dotar de liquidez a las cajas y que estas pudieran seguir prestando a las familias más humildes, se financiaban emitiendo bonos respaldados por esos créditos, pero el mercado nunca mostró excesivo entusiasmo por unos instrumentos que no eran ni tan seguros como la deuda pública ni tan rentables como la bolsa.
«La mayoría de estos inconvenientes los resolvieron […] en 1983 Larry Finch y su equipo de First Boston», cuenta el exbanquero Charles R. Morris.
Explicaron a Fannie y Freddie que transfirieran los préstamos a una sociedad, los lonchearan en tres tramos y emitieran luego los títulos correspondientes. «El truco consistía en que los bonos de mayor calidad, que suponían, digamos, el 70% del valor total, tenían prioridad a la hora de cobrar. Como resulta impensable que el 30% de una cartera de hipotecas normales entre en mora, obtuvieron sin dificultad latriple A».
Estos CDO (obligación garantizada por deuda, por sus siglas en inglés) fueron ganando aceptación en la década de 1990, pero su demanda se desbocó tras el fiasco de las puntocom en 2000.
Escaldados por los disgustos de la bolsa y con la renta fija por los suelos, los inversores se refugiaron en unos valores que aunaban un atractivo rendimiento y la seguridad del ladrillo (cuyo precio, todos insistían, nunca cae).
A qué llamamos burbuja
Hubo, por supuesto, voces que, antes de 2008, alertaron del peligroso rumbo tomado. ¿Por qué se ignoraron?
John Cochrane, investigador de la Hoover Institution, sostiene que gritar histéricamente que viene una burbuja es inútil mientras no se aporte una teoría capaz de establecer en qué punto se vuelve insostenible. De momento, nadie lo ha conseguido y a Cochrane no le extraña, porque el supuesto central de una economía libre es que nadie puede determinar el precio de las cosas. «Si alguien supiera lo que debe pagarse por un tomate, y no digamos ya por una acción de Microsoft», argumenta, «el comunismo habría funcionado».
Así que vamos probando remedios sobre la marcha.
En 1866, por ejemplo, en respuesta al pánico provocado por la quiebra de Overend, Gurney & Company, se facultó a los bancos centrales para que actuaran como prestamistas de última instancia. Y tras las fugas de depositantes vividas durante la Gran Depresión, Estados Unidos instauró en 1933 un sistema de garantía de depósitos.
El último parche lo acaba de introducir la Reserva Federal.
El Programa de Financiación Bancaria a Plazo (BTFP, por sus siglas en inglés), habilitado a raíz del hundimiento de Silicon Valley Bank, «es de una generosidad sorprendente», escribe The Economist. «Un bono de 30 años emitido en 2016 vale hoy un 25% menos, pero la Fed lo valora a su precio nominal para prestar a las entidades en dificultades».
«El ladrillo nos mató»
El otro día oí en la radio a un tertuliano quejarse de que estamos encadenando una crisis detrás de otra y que «algo debemos estar haciendo mal».
Seguro que sí. «En un intento por hacer el sistema financiero más seguro, los responsables políticos pueden haber plantado las semillas de la próxima burbuja», dice The Economist refiriéndose al BTFP. Si este pasa efectivamente a formar parte de la caja de herramientas habitual, los bancos descuidarán la gestión, porque ganarán si los bonos se revalorizan y, si se deprecian, no perderán.
Tender redes de seguridad plantea el dilema del riesgo moral, pero ¿qué alternativa nos queda?
Como señalaba hace años el catedrático de la Universidad de Bentley Scott Sumner, «si supiéramos cómo incorporar las mejoras que impiden las crisis ya lo habríamos hecho». Y Cochrane remacha por su parte: «La defensa del mercado nunca se ha basado en que sea perfecto. Se ha basado en que el control gubernamental […] ha sido siempre peor».
Porque los reguladores, ay, no son más listos que los banqueros.
Me encontré con el director financiero de la entidad regional años después de la caída de Lehman Brothers. «Sobrevivimos a la crisis asiática», me contó, «pero, atendiendo a las recomendaciones del inspector del Banco de España, nos dedicamos al ladrillo y eso nos mató».