THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

El temporal financiero obliga a los banqueros centrales a reconsiderar sus prioridades

La crisis bancaria se hace más sistémica con los problemas de Deutsche Bank, y la Fed y el BCE seguramente se vean forzados a aplazar la lucha contra la inflación

El temporal financiero obliga a los banqueros centrales a reconsiderar sus prioridades

Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal, atiende a los periodistas al término de una reunión. | TO

En el imaginario popular, no hay tarea más sencilla que la del banquero central. Tiene una palanca. Si tira de ella, los tipos suben y la economía se frena; si la suelta, los tipos bajan y la economía se acelera.

El único mérito consiste en decidir cuándo hay que hacer el qué.

Hasta hace tres semanas, nadie parecía abrigar dudas. Con la inflación en niveles que no se recordaban desde finales de los años 70, había que tirar de la palanca tan enérgicamente como entonces lo había hecho Paul Volcker. En menos de un año, la Reserva Federal y el BCE han pasado del 0% al 5% y al 3,25%, respectivamente.

Entonces, tres bancos medianos de Estados Unidos y uno gigantesco de Suiza colapsaron en rápida sucesión.

Clientes con el gatillo fácil

Podía tratarse de una desafortunada coincidencia.

Cada uno de ellos arrastraba su peculiar pasado. Silicon Valley Bank tenía una proporción de cuentas no garantizadas del 93%, Signature estaba demasiado expuesto a las volátiles criptodivisas y Credit Suisse había sufrido una serie de catastróficas desdichas: inversiones fallidas, escándalos reputacionales, multas por lavado de dinero…

El único que no cuadraba (del todo) en este análisis era First Republic.

«Es el típico ejemplo de un banco que puede hundirse y no debería», declaraba en CNN Business una fuente involucrada en su rescate, «un banco de primera división». Sus directivos habían sido especialmente cuidadosos a la hora de seleccionar a su base de depositantes, integrada fundamentalmente por «gente adinerada».

Y ese era en parte el problema.

«Estos clientes tienen el gatillo particularmente fácil», comenta la profesora de la Universidad de Boston Patricia McCoy. «Son sofisticados, saben que existen otras opciones y disponen de mecanismos para mover sus fondos rápidamente».

¿Y qué es lo que descubrieron que tanto los inquietó?

Que el tamaño importa.

Fuga a la calidad

«Salvo los más grandes», escribe The Economist, «todos los bancos estadounidenses están sufriendo las consecuencias del encarecimiento del dinero». Las pérdidas latentes de sus carteras de renta fija no son en principio dramáticas, pero no hay animal más cobarde que un millón de dólares y, ante la duda, los inversores han buscado cautamente refugio en una entidad mayor o en los fondos del mercado monetario.

Esta fuga a la calidad no está siendo irrelevante.

Ignacio de la Torre y Leopoldo Torralba, analistas de Arcano Research, calculan que los fondos monetarios «vieron crecer su patrimonio [la semana pasada] en los Estados Unidos en 120.000 millones de dólares». Para preservar la liquidez, las instituciones se han visto obligadas a pagar más por los depósitos, lo que está deteriorando su rentabilidad.

Dadas las circunstancias, las autoridades no pueden seguir tirando de la palanca impunemente.

Y mientras, en el frente de los precios…

«Recortar los tipos de interés ayudaría a los bancos [medianos]», opina The Economist, «al mismo tiempo que apuntalaría el sistema financiero. Pero cualquiera de las dos opciones estimularía la actividad y empeoraría la inflación».

Y en el frente de los precios no andan las cosas para bromas.

En la eurozona, el IPC cerró febrero en el 8,5%, muy lejos del objetivo oficial del 2%. Y en Estados Unidos lo hizo en el 6%, lo que para Michael R. Strain, del think tank American Enterprise Institute, supone «una emergencia que hay que afrontar con la debida agresividad».

No todos opinan igual, sin embargo.

El consabido ya-te-lo-dije

En una pieza titulada «Otra predecible quiebra bancaria», el Nobel Joseph Stiglitz entona el consabido ya-te-lo-dije. Era inevitable, dice, que «las bruscas alteraciones en los precios de los activos financieros acabaran ocasionando algún dolor en alguna parte».

Peor todavía: era innecesario.

Como él mismo había alertado en enero, «existe una evidencia abrumadora de que la principal fuente de inflación han sido las perturbaciones de la oferta relacionadas con la pandemia y los cambios en el patrón de la demanda». De un lado, el aluvión de ahorro embalsado durante el confinamiento desbordó la cadena de suministros; de otro, los consumidores volvimos a desplazarnos y a frecuentar bares y restaurantes, y todo ello disparó los precios de las importaciones, de la energía y de los servicios.

El perro de Stiglitz

«A medida que se resuelvan estos problemas», argumentaba Stiglitz, «cabe esperar que la inflación caiga igualmente».

Es, de hecho, lo que estamos viendo. Aunque el IPC sigue alto, ha empezado a ceder, y hay signos de que continuará haciéndolo: las materias primas y la energía han caído, la demanda agregada se ha debilitado, los salarios ralentizan su alza…

¿Y no es ello justamente fruto de la decidida actuación de las autoridades?

«Mi perro Woofie», se burla Stiglitz, «podría llegar a idéntica conclusión cada vez que ladra a los aviones que sobrevuelan nuestra casa. Probablemente crea que los ahuyenta y que, si deja de ladrar, aumentará el riesgo de que nos caigan encima».

El blanco de los ojos de la crisis

Los sarcasmos de Stiglitz no hacen mella en Strain.

«Las quiebras de Silicon Valley Bank y Signature Bank son acontecimientos relevantes», admite. «Pero […] la Fed debe actuar agresivamente contra la inflación mientras no le vea el blanco de los ojos a la crisis bancaria sistémica».

¿Y qué sabemos de esta nueva bestia?

«Si las entidades más pequeñas siguen perdiendo depósitos o se ven forzadas a reunir capital porque los inversores o los reguladores dudan de su seguridad», advierte The Economist, «concederán menos préstamos y frenarán el crecimiento». Hay signos de que algo de esto ya está sucediendo. «La rentabilidad que se exige a los bonos high yield [que son los que emiten las empresas con peor calificación crediticia] ha subido y, en algunos mercados, el crédito podría estar agotándose».

De aquellos polvos…

Para colmo de desgracias, el viernes Deutsche Bank se sumaba al festival de instituciones sospechosas.

Por la mañana se habían puesto por las nubes los credit default swaps sobre su deuda (literalmente, «permuta de incumplimiento crediticio» o CDS, un derivado con el que los bonistas se cubren ante el impago de una compañía). Así había empezado la pesadilla de Credit Suisse y el pánico prendió como la yesca en los baqueteados parqués europeos.

De seguir así, nos vamos a librar de la inflación, pero por el procedimiento del caos financiero y la subsiguiente recesión.

Christine Lagarde, la directora del BCE, no se dejó arredrar por los mercados y, hace una semana, mantuvo la subida de tipos programada. Unos días después, Jerome Powell, el presidente de la Fed, optaba por una solución intermedia: siguió endureciendo su política, pero a un ritmo más suave. Las recientes turbulencias seguramente los obliguen a reconsiderar del todo su estrategia.

¿No podrían hacer más?

«Ya es tarde», les recriminan algunos comentaristas, para quienes los problemas actuales son fruto de la irresponsabilidad con que se han dedicado a regar de liquidez el sistema estos últimos años. Aquellos polvos trajeron estos lodos… Pero ¿qué alternativa les quedaba? ¿La restricción fiscal y monetaria que arrasó Grecia?

En el imaginario popular, ya les digo, no hay tarea más sencilla que la del banquero central.

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