¿Por qué queman los coches y se entregan al vandalismo los adolescentes de Francia?
Las tres revueltas que ha sufrido Emmanuel Macron tuvieron un detonante y una sociología distintas
«Lo tuyo no tiene nombre», le reprocha un día Santiago a su amigo Pepiño. «Primero fuiste radical, después te afiliaste al socialismo, más tarde estabas en la derecha, cuando el Alzamiento asegurabas ser falangista. ¡Cambias continuamente de idea!»
«No lo creas», responde Pepiño, «mi idea fue siempre ser concejal».
Fernando Vizcaíno Casas reproduce este diálogo al frente de De camisa vieja a chaqueta nueva, advirtiendo que «se suele contar como un chiste gallego, aunque vaya usted a saber». La novela, publicada en 1976, denuncia la velocidad a la que se vaciaron las filas franquistas. Los «cientos de miles» de ciudadanos que apenas un año antes habían formado una cola interminable ante el féretro del recién fallecido caudillo, renegaban ahora de él y se proclamaban demócratas de toda la vida.
¿Podía concebirse mayor deslealtad?
Lo escandaloso y lo racional
En descargo de mis compatriotas debo decir que no se trata de un rasgo exclusivo de España.
Los campeones de la especialidad son probablemente nuestros vecinos. Los millones de franceses que acataron callada y disciplinadamente el régimen de Vichy tras la invasión nazi, reclamaban airadamente en agosto de 1944 la condena a muerte del mariscal Henri-Philippe Pétain.
Aunque estos vuelcos de opinión escandalizaban a Vizcaíno Casas, son completamente racionales.
Muchas de las decisiones que adoptamos no se basan solo en lo que deseamos, sino en lo que creemos que desean los demás. Vivimos pendientes del otro. Antes de comprar un coche, de elegir un destino de vacaciones o de votar, nuestra mente no deja de interrogarse: ¿Qué opinarán los colegas? ¿Qué dirá mi pareja? ¿Qué hará el resto de los electores?
Nunca seas un pionero
En teoría de juegos se conoce como pensamiento estratégico y cobra especial relevancia cuando el objetivo que se persigue comporta peligro y requiere coordinarse con extraños.
«Toda empresa colectiva», escribe el politólogo neozelandés Douglas A. Van Belle, «se enfrenta con un sencillo obstáculo: el gorrón». Pensemos en la deposición de un tirano. En caso de éxito, todos se beneficiarán, hayan o no participado. ¿Para qué va uno a incurrir en riesgos innecesarios? «Nunca», recomienda el británico Saki, «seas un pionero. El primer cristiano es el que se lleva el león más gordo».
Lo sensato es sentarse a horcajadas de la valla y, en función de cómo evolucionen los acontecimientos, saltar de un lado o de otro.
Entre visillos
Volvamos ahora a la Francia ocupada.
Aunque muchos condenaban las políticas antisemitas del Tercer Reich, nadie hizo nada por impedir la redada de julio de 1942. En torno a 13.000 judíos fueron arrestados y confinados en el Velódromo de Invierno de París, antes de ser enviados a Auschwitz. Menos de un centenar sobreviviría. Familias enteras acabaron en las cámaras de gas, incluidos 4.000 niños de entre dos y 12 años.
¿Es justo exigir hoy responsabilidades por aquella pasividad?
Muchos franceses levantarían cautamente el visillo por una esquina y observarían cómo cargaban a sus vecinos en la caja de un camión militar. Alguno incluso tendría que esforzarse para contener su indignación, pero ¿qué podía hacer aquel solitario pionero, aparte de llevarse el león más grande? Años después, en cambio, tras comprobar cómo otros empuñaban las armas, una avalancha de resistentes se abalanzó contra los sorprendidos hombres de la Wehrmacht que custodiaban París. ¿De dónde salían tantos héroes de la liberación?
Del mismo sitio que los demócratas de toda la vida de Vizcaíno Casas: de detrás del visillo.
Los parias de la Tierra no se agrupan
Naturalmente, no todos comparten este explicación del activismo.
«La revolución se produce cuando no hay otra salida», decía León Trotski. Consideraba la agitación social una subespecialidad de la tectónica de placas: las infamias y las tensiones van acumulándose en los márgenes del sistema hasta que se desencadena el terremoto. Pero como reconocía uno de los diarios bolcheviques durante la guerra civil rusa, «ninguna ciudad se ha rebelado nunca solo porque estuviera hambrienta».
Para que los parias de la Tierra se agrupen en la lucha final, el sacrificio debe merecer la pena; si no, se quedan en casa.
Francia no va mal
La literatura académica corrobora la falta de conexión entre injusticia e insurrección.
En un citado artículo de 1972, los sociólogos Charles Tilly y David Snyder analizaron los disturbios ocurridos en Francia entre 1830 y 1960 y no descubrieron ninguna relación con el malestar de la población. Y no parece que las recientes algaradas por la muerte de Nahel a manos de un policía puedan achacarse a un deterioro de las condiciones materiales.
En términos agregados, Francia va bien.
Los ingresos reales disponibles de los hogares llevan creciendo de forma sostenida desde 2014 y el índice Gini de igualdad se mantiene en unos decorosos 30 puntos. «Ya», objetarán, «pero se trata de medias y no son incompatibles con la degradación del extrarradio».
Pues tampoco.
¿Guetos dejados de la mano de Dios?
«Miles de millones de dinero público se han destinado a renovar los inmuebles [de las banlieues]», argumenta The Economist.
Las líneas de metro y tranvía se han extendido a las afueras, se han ampliado los programas de formación y se ha reducido a la mitad el tamaño de las clases de primaria. La revista cuenta que Nahel fue abatido en Nanterre y allí, en una calle bordeada por los esqueletos carbonizados de coches volcados, se ve a un lado «una oficina de correos y una biblioteca pública» y, enfrente, «un polideportivo y un frondoso parque».
La imagen de guetos dejados de la mano de Dios simplemente «no es verdad», coincide Alberto Arricruz en El Confidencial.
Quién manda de verdad
Arricruz es un emigrante español que presenció cómo se levantaban las banlieues en los años 60.
«Se habla de estas barriadas como algo muy negativo», dice, pero «se trataba de darle a la gente humilde […] condiciones mejores». El propio Arricruz pasó de habitar una portería («cinco personas en un cuarto») a disfrutar de dormitorio propio, comedor, cocina, aseos. «Y rodeados de servicios públicos. La escuela estaba al lado».
¿A qué atribuye él los disturbios, entonces?
«Un factor», sostiene Arricruz, «es la adolescencia», como revela que las revueltas las protagonice una «población de 14, 18, 20 años como mucho». Son chavales que no tienen nada que hacer. Han abandonado los estudios y, en una economía moderna como la francesa, existe una dotación limitada de empleos no cualificados a los que pueden incorporarse. Se aburren y su frustración se ve enardecida «por mensajes, por ideologías» que los retratan como víctimas.
Entonces estalla la chispa (matan a Nahel) y se produce el contagio. «Unos empiezan y otros les siguen».
El riesgo para estos pioneros es mínimo, porque «la policía ha desaparecido de barriadas enteras y se opera con impunidad total», pero hasta los piratas tenían reglas y límites que no se podían traspasar. «¿Sabes cuándo se han parado estas últimas revueltas?», dice Arricruz. Cuando llegaron señales de que «los jefes de la droga se estaban hartando». En 2015 se vio algo parecido en el barrio donde él trabajaba. La primera noche los chavales quemaron por error el coche de un capo y «les dieron una paliza que casi los matan».
Ahí se acabaron las reivindicaciones para ellos.
El milagro acompaña a Francia
Mi querida Raquel Villaécija ha rememorado en El Mundo las tres crisis que Emmanuel Macron ha sufrido desde que llegó a la presidencia: los chalecos amarillos, las protestas contra la reforma de la jubilación y la ira por la muerte de Nahel.
Cada una de ellas tuvo un desencadenante y una sociología diferentes, pero todas coinciden en el vandalismo. Macron habla de un «proceso de descivilización»; Sebastian Roché (Universidad de Grenoble), de la «normalización de la violencia»; Molly O’Brien Castro (Universidad de Tours), de la llegada de «una era postpolítica». La agitación se ha convertido en un fin en sí. El mensaje es el cabreo.
¡Todo esto es tan francés!
Me refiero a los polisílabos rebuscados (descivilización, postpolítica), pero también a las rabietas con destrozo de mobiliario urbano. «El francés se alumbra en las tinieblas y se organiza en el caos», ironiza Pierre Daninos. Ha alcanzado las más altas cotas de civilización a base de organizar pollos y revoluciones y ha tenido siempre la fortuna de que, cuando todo parecía abocado al colapso, surgía una Juana de Arco o un Napoleón que lo conducía a la victoria, a la excelencia cultural o a ambas cosas.
«El milagro acompaña a Francia en su historia», sentencia Daninos. ¿Por qué debería renunciar a un método que tan buen resultado le ha dado?