Pero, ¿hubo alguna vez dos Españas?
Incluso en 2023, cuando la palabra del año fue «crispación», un 64% de los españoles nos definimos como moderados
El peor enemigo de un radical no es otro radical de signo opuesto, sino un moderado.
«Los ataques de Hamás contra Israel —observan los politólogos Andrew Kydd y Barbara F. Walter— no se reparten aleatoriamente en el tiempo». Están concentrados en torno a algún hito del proceso de paz: los acuerdos de Oslo en 1993, la concesión del autogobierno palestino y la normalización de relaciones con Jordania en 1994 o el memorando de Wye River para la transferencia de poderes a la OLP en 1998.
La salvaje carnicería del 7 de octubre tampoco fue casual: era la respuesta de los terroristas al tratado entre los Emiratos Árabes e Israel.
«La violencia extremista no es indiscriminada ni irracional», siguen Kydd y Walter. No brota de la rabia o la desesperación. Responde a un frío cálculo cuyo propósito es frustrar el diálogo, y en general funciona. «Entre 1988 y 1998, se celebraron 14 negociaciones de paz entre combatientes en guerras civiles. Si se producían atentados, solo una de cada cuatro prosperaba. En ausencia de violencia, seis de cada 10 concluían con éxito».
Un estereotipo desacreditado
Los radicales han sido siempre una minoría en todas las sociedades.
En 2023 la Fundéu escogió polarización como palabra del año «debido a su gran presencia en los medios de comunicación», pero incluso con un clima tan manifiesto de «crispación y confrontación» quienes se ubicaban en los extremos de la escala ideológica apenas superaban según el CIS el 30% (18,7% por la izquierda y 11,4% por la derecha). El 64% de los españoles, una mayoría más que absoluta, estamos instalados en las zonas templadas del barómetro.
Este panorama no es muy distinto en el resto de Europa. Un reciente estudio del sociólogo Matthijs Rooduijn estima en un tercio la proporción de simpatizantes populistas en la UE. Sin embargo, nadie habla de dos Europas, mientras que el mito de las dos Españas sale a relucir en cada convocatoria electoral.
«Cualquier estudio de la guerra civil de España —escribe el historiador Mark Lawrence— obliga a tratar con seriedad el estereotipo un tanto desacreditado […] de una España laica y progresista coartada por las fuerzas del tradicionalismo y el clericalismo».
Larra, Machado, Franco
La tradición se remonta, por lo menos, a Mariano José de Larra, quien sentenció el día de difuntos de 1836: «Aquí yace media España; murió de la otra media».
Posteriormente, Antonio Machado nos alertaría de que una de las dos Españas iba a helarnos el corazón, y prestigiosos investigadores han planteado que la Segunda República no tuvo ninguna oportunidad por falta de auténticos republicanos. Esta tesis fue implícitamente adoptada por los jerarcas franquistas (implícitamente, porque no hablaban de república ni en broma), que consideraban que los españoles éramos constitutivamente incapaces de entendernos y, por tanto, de reconciliarnos.
Aunque el casi medio siglo de democracia que llevamos desde 1978 los ha desmentido a todos, hay que reconocer que el animado período que va la restauración de Fernando VII a la Transición avala esta tesis, que ha llegado bastante viva a nuestros días. «En realidad —constata con fatalismo Lawrence—, las dos Españas nunca han desaparecido; de hecho, gozan de muy buena salud».
El propio Pedro Sánchez ha aludido en su discurso de investidura a la necesidad de levantar un muro frente a «las derechas retrógradas», de las que formaríamos parte quienes no comulgamos con sus ideas.
Los ciclos de la política
¿Cómo es posible que, siendo una minoría, los radicales prevalezcan a menudo sobre una mayoría deseosa de paz?
«Los politólogos llevan décadas estudiando la polarización», argumentan Geoffrey C. Layman, Thomas M. Carsey y Juliana Menasce Horowitz. Una corriente ha concluido que es la divergencia ideológica del electorado la que provoca el enfrentamiento de las élites. Otra considera, en cambio, que el interés de la mayoría de los votantes por los asuntos públicos es bajo y que son las élites las culpables de la crispación.
Ninguna de estas teorías satisface a Layman, Carsey y Menasce, que plantean una explicación alternativa.
De acuerdo con su modelo, la política está, como la economía, sujeta a ciclos. Originalmente, los radicales se encontrarían confinados en los márgenes del sistema, pero su intenso activismo, combinado con la pasividad de la mayoría silenciosa, iría poco a poco situando su relato en el centro de la agenda. Llegados a este punto, se abren dos opciones: la sociedad supera la división, como ha sucedido en la mayor parte de Occidente desde la Segunda Guerra Mundial, o la sociedad se rompe en dos mitades, como la España del XIX.
¿De qué depende que la balanza se incline de uno u otro lado?
El poder de la desconfianza
La violencia desempeña un papel fundamental, como Kydd y Walter apuntan en su artículo sobre Hamás e Israel.
En el caso de dos comunidades hostiles (árabes y judíos en Palestina, católicos y protestantes en Irlanda del Norte, liberales y absolutistas en España), la reconciliación solo es posible si existe confianza en el respeto de lo pactado. Mientras el consenso acaba de fraguar, «cada bando —dicen Kydd y Walter— teme que el otro traicione su parte del trato» y lo sorprenda con la guardia baja, arrastrándolo «de nuevo a la guerra en condiciones desventajosas».
Los terroristas lo saben y sus atentados están diseñados para persuadir a los moderados de un signo de que «la oposición aparentemente moderada [de signo contrario] no podrá detener la violencia» y no queda otra alternativa que seguir en la lucha hasta la victoria final.
La política como antagonismo
La radicalización se ve asimismo afectada por las fluctuaciones de la economía.
El éxito de Podemos habría sido impensable sin la crisis de 2008-2012. El capitalismo no es perfecto y su combustión genera ganadores y perdedores, pero en condiciones normales se puede compensar a los segundos con el excedente de los primeros. La Gran Recesión golpeó a una proporción desmedida de ciudadanos y, mediante la apropiación de conceptos vagos, pero sugestivos, como pueblo y democracia (los «significantes vacíos» de Ernesto Laclau), Pablo Iglesias logró articular la indignación en un gran movimiento.
Ni él ni Íñigo Errejón ocultaron nunca su vocación frentista.
Como aprendieron de Chantal Mouffe, esposa y colaboradora de Laclau, hay dos grandes modos de concebir la política. Uno es asociativo y se afana por buscar «un consenso completamente inclusivo». Este planteamiento le parece, sin embargo, ingenuo. «Lo político —afirma Mouffe— tiene que ver con el antagonismo», con «la hostilidad que existe en las sociedades humanas». Ciertos conflictos encuentran una solución racional, pero otros no y, en esas circunstancias, se impone la lucha descarnada por la «hegemonía».
Cabe preguntarse cómo esta lucha no ha degenerado en otra guerra civil, y la respuesta es el efecto Doolittle.
El basurero de ‘Pigmalión’
Hay una famosa escena de Pigmalión, la obra de George Bernard Shaw, en la que el profesor Henry Higgins recibe la visita del «maduro pero vigoroso» basurero Alfred Doolittle.
Higgins ha acogido la víspera a Eliza Doolittle, una florista a la que «ha sacado del arroyo para convertir en duquesa», y el basurero se presenta para reclamar sus «derechos de padre». «Supongo —le dice a Higgins— que no considerará justo que se la ceda de balde». «Usted no tiene decencia», exclama escandalizado el profesor. «¡Ay, caballero, mis medios no me lo permiten!», replica el basurero, que se engolfa a continuación en una breve disertación sobre cómo la pobreza «supone un conflicto continuo con la moralidad de la clase media» y concluye fijando el justiprecio por su hija en cinco libras. «Es una ganga», añade.
Higgins queda tan deslumbrado por su ingenioso cinismo, que no le ofrece cinco, sino 10 libras.
«¡Por Dios, no! —exclama Doolittle—. En serio. Mi socia [pareja] no tendría el alma de gastarse en un día 10 libras, y tal vez yo tampoco. Es mucho dinero. Una suma así, ya le inspira a uno ideas formales, ideas de ahorro, de no gastar, y entonces, ¡adiós alegrías, adiós felicidad! Nada, caballero, me da usted lo que he pedido; ni un penique más ni un penique menos».
El mejor antídoto contra la crispación
Bernard Shaw tenía probablemente en mente a Marx y Engels cuando escribió estas líneas.
Los autores de El manifiesto comunista eran conscientes de que, como Alfred Doolittle, los proletarios se sublevan cuando «no tienen nada que perder, salvo sus cadenas». Ahora bien, si se les procura un nivel de vida decoroso, no tardan en abrigar «ideas formales», que los alejan del tumulto de la revolución. Fue lo que sucedió en cada vez más países a lo largo del siglo XX y es lo que explica que los radicales ya no rompan sociedades en Occidente, aunque no dejen de intentarlo.
Porque en Estados Unidos, en el Reino Unido, en la Unión Europea trabajan sin descanso para socavar la fe de los moderados en el diálogo, levantar muros y resucitar el fantasma de las dos Españas.