Afganistán: el retorno de los bárbaros
«Nadie podía imaginar que los bárbaros saldrían de la misma cuna de Kant, Beethoven, Goethe o Thomas Mann para envolver a Europa en tempestades de acero»
La caída de Afganistán, calificada por algunos analistas como el mayor revés geopolítico del siglo, pone en evidencia el mito del progreso indefinido, tan arraigado en las jóvenes generaciones de Occidente, que desconocen a Hegel pero que tienen la retina cuajada de televisión y emojis y la falsa ilusión de que la vida es un videojuego, y la democracia y los derechos humanos -como el valor en la antigua mili- se suponen.
Es la segunda en la frente. La primera fue la pandemia. Pero seguimos sin aprender. Que un simple estornudo de unas diminutas criaturas microbianas puede poner en jaque a la civilización; y que, como el dinosaurio de Monterrosso, los bárbaros siguen ahí, porque nunca han terminado de irse. Ha pasado en Afganistán, pero ha pasado más veces en la historia. Nadie podía imaginar que los bárbaros saldrían de la misma cuna de Kant, Beethoven, Goethe o Thomas Mann para envolver a Europa en tempestades de acero; o que el Norte de África culto y civilizado que albergó la Biblioteca de Alejandría o que dio al mundo a Agustín de Hipona, sería barrido para siempre: primero por los vándalos y luego por los árabes.
Lo de los barbudos con metralleta que han tomado Kabul era más previsible, tras la retirada vergonzante de Occidente, pero resulta inquietante el contraste entre las afganas civilizadas y con minifalda de los años 70, durante el reinado de Mohamed Zahir Shah (1933-1973) y el futuro de burkas y opresión que les espera bajo la bota talibán. Con el rey Zahir, Afganistán tuvo democracia parlamentaria, y por primera vez en su historia, la mujer pudo ejercer derecho al voto y a la educación, y no se le obligaba a llevar burka. No era el colmo de la limpieza frente a la corrupción, pero se hizo un notable esfuerzo por modernizar el país. Una vez derrocado el monarca en 1973 por su primo Daud Khan, Afganistán se convirtió en un estado pro-soviético, hasta que la URSS la invadió en 1978. Esta no pudo con los talibanes; estos a su vez fueron derrotados por los invasores norteamericanos que apoyaron al gobierno frágil y corrupto gobierno de Karzai, hasta que lo han dejado solo y los bárbaros del burka y la sharía han vuelto al poder.
¿Qué es mejor: la enfermedad o el remedio? También la Cuba de Fulgencio Batista era un régimen corrupto e inestable, pero ¿realmente han compensado los 60 años de dictadura castrista?; ¿qué preferimos?: ¿el Irán del Sha Reza Pahlevi o la teocracia islamista de los ayatolás?
Este es otro mito cuestionable: la utilidad de las revoluciones. Llegan con su aura romántica, con la noble intención de provocar una catarsis purificadora que acabe con injusticias y tiranías, pero el orden nuevo que instauran suele ser tan tiránico como el anterior. No hay más que leer a Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba, y su juicio sobre (la sobrevalorada) Revolución francesa que guillotinó testas coronadas y, al cabo, alumbró a un Napoleón. Por no hablar de la rusa.
Con un registro menos solemne y más irónico, el autor polaco Slavomir Mrozek, se pregunta si compensa poner todo patas arriba para terminar volviendo a colocar todo en su sitio. Lo da a entender en un brevísimo cuento de apenas dos páginas titulado La revolución. Mrozek sabe de lo que habla, soportó la dictadura comunista y, parafraseando a Kafka, deja entrever que toda revolución es el germen de un monstruo burocrático e ineficaz.