THE OBJECTIVE
Ricardo Dudda

Un cigarro en Auschwitz

«’Crematorio frío’, de József Debreczeni, es una obra maestra de la literatura concentracionaria. Está a la altura de grandes como Primo Levi o Elie Wiesel»

Al mismo tiempo
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Un cigarro en Auschwitz

Auschwitz.

El periodista y escritor József Debreczeni nació en Budapest en 1905. En 1944, fue capturado por los nazis. En 1950 publicó Crematorio frío, que acaba de traducirse del húngaro por primera vez al español (por la editorial Debate). En ella cuenta sus meses en varios campos adyacentes a Auschwitz y Gross Rosen. Es una obra cruda, realista, impresionista, melancólica e irónica, una crónica descarnada y lírica. Debreczeni tiene un ojo especial para describir a personajes al borde de la locura, sus caprichos y crueldades. 

Y es una obra llena de tabaco. 

Hay decenas de anécdotas e historias sobre el tabaco, la adicción, el placer de fumar. En situaciones límite, en las que el hombre está arrodillado y postrado y reducido a la condición de animal, uno se agarra a aquello que le hace humano. Y el autor creía que lo que le hacía sentirse humano en Auschwitz era poder fumar un cigarrillo. «Un cigarrillo. Otra vez un cigarrillo. Un mensaje de humanismo en este mundo inverosímil». «Contemplo ávido las ascuas que bailan en la punta ardiente del cigarrillo entre los dedos del guardia». 

No es el único que piensa así. Varios personajes hacen lo que sea por un cigarro, hasta incluso donar la poca comida que tienen. Es pura adicción y, al mismo tiempo, también pura ilusión de que eso les permitirá recuperar cierta cordura y dignidad. «Tengo la impresión de que el viejo carpintero murió porque le despojaron sus cigarrillos», escribe Debreczeni. «Su ración había sido, durante sesenta años, de cincuenta cigarrillos diarios. Ningún mortal había visto al señor Mandel sin un cigarro encendido. En el campo de Topolya le habían confiscado, junto con las joyas y el dinero, su reserva de tabaco. Durante veinticuatro horas, el señor Mandel no hizo sino mirar hacia delante, obstinado, enloquecido. […] Su vieja mano, teñida de caoba y ajada por sesenta años de trabajo con la madera, se movía mecánicamente de vez en cuando. Lo hacía como si elevara un cigarrillo. Sosteniendo el vacío entre el dedo índice y el corazón, el señor Mandel se llevaba el cigarrillo imaginario a sus labios marchitos. Como un niño que imita fumar, incluso fruncía los labios para exhalar el humo inexistente». 

En la Yugoslavia comunista en la que se publicó Crematorio frío, este enfoque era una frivolidad. Debreczeni es escabroso e irónico. No escribe sobre la heroica resistencia antifascista en los campos, como exigía el régimen. Escribe de la realidad de los campos: los ríos de diarrea en el campo-hospital de Dörnhau, los enfermos mentales, las muertes por agotamiento y por enfermedades, las peleas por saquear a los cadáveres enfermos, la falta de solidaridad, los kapos y los arribistas: «El mejor esclavista es el esclavo aupado a una posición de privilegio». 

«Debreczeni se permite reflexiones e imágenes provocadoras. Siempre rehúye de lo kitsch y la fetichización de la tragedia»

Debreczeni es incluso clasista y racista con los internos judíos de oriente. En el campo, también se dan las diferencias entre los judíos asimilados y los ortodoxos, entre los askenazíes y los sefardíes o los judíos orientales. «Los griegos son los mercaderes del campo. Unos especuladores pasmosamente hábiles, hipócritas y ladinos. Se hacen con todo y exigen precios de usura. […] De pelo negro, embravecidos, inhumanos, llenos de instintos extraños e insólitos, que nosotros no podemos comprender y de los que quizá nos zafamos hace ya siglos. Me quedo mirándolos con incertidumbre y alarma, son la refutación viva de las estupideces que los nazis han pregonado sobre la solidaridad universal judía, las ostensibles características raciales y la homogeneidad internacional del alma judía». 

Se ha escrito mucho sobre Auschwitz, pero pocas veces tan bien. Debreczeni se permite reflexiones e imágenes provocadoras. Siempre rehúye de lo kitsch y la fetichización de la tragedia. En una escena, un jefe del campo le pide a uno de los kapos que le diga cuál es su mejor trabajador. Parece que lo quiere para una tarea especialmente exigente. «–46514 –grita el kapo sin titubear». El jefe entonces se acerca al interno 46514, un campesino ucraniano fuerte y joven, le pega un tiro en la sien y dice: «Una pequeña demostración. Una ilustración de que hasta el mejor judío debe diñarla». Debreczeni entonces escribe: «Una horterada. El horror siempre es hortera. Incluso cuando es real». Es una observación brillante, como de crítico literario que rechaza una escena por ser demasiado kitsch. Pero lo que está juzgando es aquello que vivió. 

Crematorio frío es una obra maestra de la literatura concentracionaria. Está a la altura de grandes como Primo Levi, Elie Wiesel, Aharon Appelfeld. A veces recuerda al humanismo de Vasili Grossman (en el intento de humanizar a sus personajes dando sus nombres, su profesión, sus manías y características, todo aquello que los hace humanos, como hace Grossman en su ensayo En el pueblo de Berdíchev), otras al cinismo melancólico de autores como Stig Dagerman. Su obra es un testimonio esencial, pero su valor va más allá de su carácter probatorio: es una obra literaria de alto nivel.

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