THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Lo que no se puede decir

«Sobre el Holocausto sólo son éticamente aceptables los relatos de las víctimas o de los supervivientes, y no los que pergeñan los guionistas de Hollywood»

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Lo que no se puede decir

Entrada al campo de exterminio de Auschwitz. | Wikimedia Commons

Leí con sumo interés y reconocimiento el artículo del otro día de Antonio Muñoz Molina (en adelante MM) en El País, «Donde no llega la ficción«, que trata de un tema fundamental: los excesivos derechos, que a su juicio (y al mío) se arrogan la industria del entretenimiento y la ficción novelesca, o podríamos llamarlo la maquinaria general de generación de relatos, y que conduce a una manipulación aprovechada, más o menos pornográfica aunque a veces esté movida por buenas intenciones, de la experiencia ajena, generalmente la más traumática, que es, naturalmente, la más atractiva para el público.

MM da varios ejemplos de temas adonde no llega o no debería llegar la ficción, temas que por el mismo hecho de abordarlos como ficción se incurre en obscenidad. El más evidente es el exterminio de los judíos europeos, catástrofe incomparable sobre la que se ha puesto en marcha una ya llamada «Industria del Holocausto», con toda clase de historias lacrimógenas sobre niños con pijamas a rayas y violinistas de Lager. Yo mismo tengo escrito varias veces que el Holocausto y la tragedia de los judíos no deben, no pueden usarse como metáfora de otras cosas, y que sobre el Holocausto sólo son éticamente aceptables los relatos de las víctimas o de los supervivientes, y no los que pergeñan los guionistas de Hollywood.

En apoyo de su tesis MM cita al autor de Shoah, el documental decisivo sobre el tema —como en Sobibor, 14 de octubre de 1943, hablan y hablan los supervivientes—, y a Primo Levi, el autor de la pavorosa trilogía autobiográfica sobre el infierno de Auschwitz Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados:

«Claude Lanzmann sostenía que no son lícitas las ficciones sobre la Shoah en el cine, y ni siquiera las imágenes documentales, porque también estas tergiversan lo que está más allá de toda reconstrucción. En las más de 12 horas del documental solo hay testigos que hablan delante de una cámara, o imágenes tomadas al cabo de muchos años de los lugares en los que sucedió el exterminio. A Primo Levi lo atormentó siempre la necesidad de contar lo vivido en Auschwitz y la conciencia de que era imposible conocerlo o imaginarlo para quien no hubiera estado allí. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver». (Aquí se abre otro tema, derivado del anterior, que es el de lo inefable, o sea aquello que el lenguaje no alcanza a describir, tema sobre el cual la última palabra exacta yo creo que la dijo Hoffmansthal en su justamente famosa Carta de lord Chandos).

MM reconoce limitaciones personales: por ejemplo, no puede, no quiere ver películas o series de ficción sobre el terror de ETA, «porque cualquier complacencia estética se me hace intolerable, cualquier sospecha de esa épica inevitable con la que el cine tiende a representar la violencia y el crimen». Bueno, esa limitación no es tan personal, pues a mí me sucede lo mismo, sin que ello sea óbice para que mi biblioteca esté bien nutrida de libros documentales y testimonios personales sobre esta tragedia tan decisiva, tan asombrosa, tan incalificable. No puedo ni ver la charla de Évole con Ternera, no ya porque me parezca inútil, o porque me repugne el entrevistado, sino porque la misma iluminación caravaggesca del plató me parece ornamental. Y creo en el apogtema de Loos: «El ornamento es delito».

«Me incomoda la trivialidad de aplicar esquemas narrativos manidos a heridas que aún están abiertas»

¿Tengo que explicarme más? Me parece que se me entiende. MM pone más ejemplos de temas que la ficción no debería abordar, o que le incomodan viéndolos tratados a partir de la ficción, inevitablemente estilizadora —como por ejemplo los horrendos crímenes de Pablo Escobar, hoy día carne de mil series y películas más o menos críticas o hagiográficas—. En mi caso, a pesar de toda la admiración que siento por Roberto Saviano no he querido leer su novela Los valientes están solos (Anagrama), sobre la vida y muerte violenta, sacrificial, del heroico juez Falcone, porque ya leí un libro que a priori me parece más valioso y fiable que una novela, por documentada que ésta esté: Chi ha paura muore ogni giorno. I miei anni con Falcone e Borsellino, testimonio de primera mano, sin literatura, del fiscal Giuseppe Ayala, que fue amigo personal y estuvo trabajando mano a mano con los dos jueces y mártires de la lucha contra la Mafia. Un libro de valor excepcional que extrañamente no se ha traducido al español…

Como ejemplo paradigmático de sus tesis, cita MM la película sobre los crímenes de la dictadura militar Argentina, 1985, que no he visto (precisamente por los motivos expuestos) y que, a su juicio, tiene «todos los méritos y todas las convenciones de una película de juicios, de una película en la que un equipo de gente joven, inexperta, entusiasta, alcanza un triunfo inesperado gracias a la inspiración de un líder que además resulta ser Ricardo Darín. No hay lugar común que no nos sea familiar gracias a décadas de cine: las oficinas llenas de gente fervorosa y caótica, el fiscal resuelto a cumplir su deber a pesar de todos los pesares, el que regresa muy tarde a casa y apenas puede prestar una atención fatigada a la esposa y a los hijos, la tensión de la espera, el triunfo final, el plano fraternal del equipo caminando enérgicamente por un corredor del palacio de Justicia, la fotografía brumosa de esos lugares llenos de humo de tabaco de los años setenta y ochenta. Los militares malvados tienen las adecuadas caras, el pelo engominado, la sonrisa jactanciosa de los culpables».

Quizá copiando el párrafo anterior me estoy excediendo en el derecho de cita, pero es que si alguien se ha tomado la molestia de describir con tan exacta precisión esa banalidad gramatical y esa convencionalidad argumental de tantas películas, y la trivialidad de aplicar esos esquemas narrativos manidos a heridas que aún están abiertas, a heridas que aún sangran, ¿para qué voy a tomarme la molestia de repetir el trabajo? Personalmente yo también tengo mis limitaciones, y no puedo ver Diarios de motocicleta ni ninguna hagiografía del Che Guevara, ni posters, ni camisetas con la icónica fotografía de Alberto Korda, gracias a la cual pasa como icono pop para las sucesivas generaciones juveniles quien fue nada más que un conspicuo asesino.

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