THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Esplendor y fracaso de Jonathan Glazer

«Audazmente concebida y visualmente seductora, pero emocionalmente vacía e intelectualmente fallida: ‘La zona de interés’ es todas esas cosas a la vez»

Rancho Notorious
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Esplendor y fracaso de Jonathan Glazer

Una escena de 'La zona de interés' de Jonathan Glazer. | A24, Film4 Productions

Ha llegado por fin a nuestras salas la película que el londinense Jonathan Glazer ha concebido y realizado sobre uno de los asuntos más serios de los que puede tratar el cine: el Holocausto. Se trata de La zona de interés, que se inspira en una novela de Martin Amis y renueva —lo quiera o no— el apasionante debate sobre la «representabilidad» de los crímenes nazis. En buena medida, esa controversia es el resultado de malinterpretar la famosa admonición de Theodor Adorno: como el severo alemán dijo que no podía escribirse poesía después de Auschwitz y su compatriota Paul Celan había escrito ya la gran poesía sobre Auschwitz, el resto de disciplinas artísticas parecen obligadas a preguntarse si el exterminio judío es representable y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, a meditar acerca de cómo puede hacerse tal cosa. Dada la desenvoltura con que la literatura memorial —primero— y la ficcional —después— se han ocupado del asunto, cabe concluir que el problema atañe principalmente a las artes visuales. Y que así suceda tiene a su vez mucho que ver con el impacto perdurable de Shoah, monumental obra de Claude Lanzmann en la que el Holocausto es reconstruido por medio del testimonio de los supervivientes y sin recurso a imágenes de archivo.

Que el cine comercial presenta algunas contradicciones insalvables como vehículo para la reflexión moral, por lo demás, vino a recordármelo a las primeras de cambio el joven espectador con el que coincidí en una sala del malagueño Cine Albéniz el pasado domingo: durante los primeros 40 minutos de metraje hizo crepitar su ruidosa bolsa de patatas fritas, completando a su manera el fascinante soundscape de la película y arruinando las condiciones de recepción del film para todos los presentes. Llama la atención que esto suceda con una obra que exige concentración y recogimiento, aunque sea —lo veremos ahora— menos austera de lo que se anuncia. De lo que no cabe duda es de que la película debe verse en pantalla grande, a ser posible en silencio y bajo el amparo de la oscuridad; la fuerza plástica de La zona de interés quedará disminuida cuando se la reproduzca en el televisor o el teléfono.

Vaya por delante que nos referimos a la parte de la destrucción de los judíos europeos —por decirlo con el título del famoso libro de Raul Hilberg— que se desarrolla en los campos de exterminio a través de métodos burocrático-industriales, por oposición al más rudimentario sistema empleado por los Einsatzgruppen durante la campaña oriental del Ejército nazi. Y aunque el número total de judíos asesinados por medios tradicionales —sobre todo por arma de fuego— supera al de los gaseados y quemados en los campos, el problema de la representación artística se ha centrado en la práctica industrial del exterminio. Se diría que el contraste entre la organización racional de la actividad y su finalidad monstruosa no solo constituye un desafío para el entendimiento, sino también para el artista que desea narrar lo allí sucedido o transmitirnos lo que piensa o siente al respecto.

No se trata solo de dilemas estéticos; la cultura no siempre está preparada para enfrentarse a lo que el artista quiere plantearle. Recuérdese que Jerry Lewis no pudo terminar The Day the Clown Cried, película inconclusa del año 1972 en la que interpretaba a un payaso alemán que recala en un campo de concentración y actúa para los niños judíos que aguardan allí su muerte; 25 años después Roberto Benigni triunfaría con La vida es bella, cuyo protagonista también oculta a los niños de un campo nazi lo que sucede a su alrededor. Y bien puede decirse que la última película importante sobre el Holocausto, El hijo de Saúl del húngaro László Nemes, elige el camino contrario: pegando la cámara al preso que la protagoniza, un miembro de los Sonderkommando que ayuda a limpiar las cámaras de gas después de utilizadas, pone delante del espectador lo que pasaba en los campos con toda la crudeza posible. Eso es justamente lo que no hace Glazer en La zona de interés, que es la última película importante sobre el Holocausto —a la espera de la siguiente— pese a ser ella misma tan ambiciosa como discutible.

¿De qué manera se representa el Holocausto, o se lo narra, en la película de Glazer? Solo hay una respuesta posible: fuera de campo. Durante su mayor parte, La zona de interés nos presenta la vida cotidiana que la numerosa familia de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, lleva en la vivienda anexa al campo. Höss (Christian Friedel) está acompañado por su esposa, la ambiciosa Hedwig (Sandra Hüller), y sus cuatro hijos; en algún momento reciben la visita de la madre de Hedwig, quien no obstante es incapaz de soportar la cercanía del campo y se marcha dejando una nota que su hija —énfasis— introduce en la estufa de la cocina. La trama es delgada, pero hay trama: el idilíco hogar que Hedwig ha conseguido montar en un lugar tan improbable —cuartos infantiles pintados de azul, piscina con tumbonas para el verano, serviciales domésticas polacas— se ve amenazada por la decisión de la superioridad de nombrar a Höss inspector de campos radicado en Uraniemburg.

«Un rumor permanente llena la pantalla de tensión gracias al primoroso trabajo de Mica Levi con la banda sonora»

Su mujer se rebela y decide quedarse en Polonia, forzando a Höss a pedir el permiso correspondiente para la familia. Tras asistir en Berlín a una reunión en la que se hacen preparativos para el traslado forzoso de 700.000 judíos húngaros a los campos diseminados por el Este, sin embargo, la decisión es revertida: Höss seguirá al mando de Auschwitz. Entretanto, asistimos al tráfago ordinario en la casa del suboficial: juegos infantiles, conversaciones íntimas en la noche matrimonial, meriendas junto a la piscina. También hay visitas oficiales en el despacho profesional, desde donde Höss dicta cartas por teléfono a su secretaria: los subordinados celebran el cumpleaños del jefe y unos representantes de IG Farben presentan la solución definitiva para ser eficientes en el rápido gaseamiento y posterior remoción de las «cargas» que el campo vaya recibiendo.

Todo esto sucede mientras Auschwitz desarrolla su acitividad ordinaria, que solo se nos hace presente a través de la banda sonora y gracias al conocimiento que el espectador tiene acerca de lo que pasaba detrás de los siniestros muros de piedra gris; tal es el «concepto» sobre el que descansa la película. Oímos gritos, disparos, incidentes; un rumor permanente llena la pantalla de tensión gracias al primoroso trabajo de Mica Levi con la banda sonora del film. Pero además de oír, vemos al fondo la chimenea que expulsa al cielo las cenizas de los judíos asesinados —que el viento lleva hasta el río donde Rudolf está de excursión con sus hijos— y el tren que trae a los deportados. En alguna ocasión, un trabajador del campo —sospechamos que judío— trae comida a la casa; los oficiales entran y salen por la puerta que da acceso al complejo donde residen los trabajadores del campo. Cada uno de estos indicios es traducido por el espectador de manera automática; como si ejerciese de detective encargado de identificar las huellas del campo de exterminio más allá de sus confines.

Para reforzar la vocación realista, el estilo visual de la película —rodada en digital en las cercanías de donde estaba el campo— imita el de la telerrealidad: planos fijos del interior de la casa que parecen estar registrando lo que allí sucede sin que medie ninguna puesta en escena. Solo abandonamos ese registro cuando la imagen vira a negativo y vemos a la hija mayor del matrimonio —¿recordando, imaginando, soñando?— dejar fruta en el lugar donde trabajan los judíos que gozan de buena condición física. Junto a la abuela que prefiere marcharse a las primeras de cambio, es el único personaje del film al que la cercanía de Auschwitz le produce angustia o rechazo; el resto vive como si el campo no existiera.

Sería ingenuo confundir esto con el realismo, sin embargo; no van por ahí los tiros. La cámara no «registra» lo que sucede en la casa de la familia Höss a unos pasos de Auschwitz, sino que el realizador «selecciona» cuidadosamente aquello que vemos en pantalla. Pero ¿qué es el realismo? Pongamos que es una forma de representación en la que se persigue crear un efecto de realidad, dándose así lugar a narraciones que apuestan por «parecerse a la vida» tal y como la experimentamos fuera del cine. El realismo está reñido con la fantasía, el onirismo, el melodrama; si somos estrictos, tampoco hay en él lugar para la música extradiegética —esa que sale de ninguna parte— o los actores profesionales. Pero no conviene exagerar; si llevamos este planteamiento hasta el final, ninguna película sería posible. Al fin y al cabo, todas son un artificio. De manera que el realismo es un tipo particular de artificio; uno que obtiene su legitimidad buscando el parecido con la realidad. Desde ese punto de vista, tanto El hijo de Saúl como La zona de interés son películas «realistas» que obedecen a planteamientos opuestos: Nemes trata de suprimir la distancia entre protagonista y espectador; Glazer, en cambio, quiere marcarla. Y con todo, Auschwitz es la zona de interés de La zona de interés; sin Auschwitz y lo que sabemos sobre Auschwitz, la vida de la familia nazi carece de toda relevancia.

«Por momentos, se diría que estamos leyendo un libro de historia que se detuviese en los aspectos más destacados del Holocausto»

Ya se ha dicho que Glazer lo apuesta todo al contraste entre la normalidad de la familia y la excepcionalidad de las circunstancias que la rodean. Pero él mismo renuncia a llevar este interesante planteamiento hasta el final; si el director británico hubiera sido consecuente, el espectador lo habría visto todo desde el punto de vista de Hedwig, sin asistir a las reuniones profesionales de su marido y mucho menos a su desempeño lejos de casa. De hecho, el artificio dramático se deja ver con claridad en el conjunto de ítems historiográficos que Glazer va introduciendo en el transcurso del film con objeto de explicar lo que estamos viendo.

Por momentos, se diría que estamos leyendo un libro de historia que se detuviese en los aspectos más destacados del Holocausto nazi: Hedwig se prueba un abrigo de pieles requisado a una judía que va camino de la muerte en el campo y reparte ropa de niños muertos entre las sirvientas polacas (apropiación material en el Holocausto); Rudolf Höss recibe en su despacho a una mujer —suponemos que polaca— obligada a prostituirse para él (explotación sexual y doblez moral en el Holocausto); los empresarios de IG Farben visitan al comandante y, en otro momento, se menciona a Siemens (colaboracionismo de la élite económica en el Holocausto); la madre de Hedwig revela que limpiaba la casa de una burguesa judía que, especula, bien podría estar en el campo (papel de la envidia y el resentimiento en el antisemitismo); cuando su marido le dice que van a trasladarlo, Hedwig invoca el llamamiento del Führer a vivir en el Este como nuevo Lebensraum o espacio vital de los alemanes (influjo de las tesis expansionistas y biologicistas en el Holocausto).

Y aunque Höss no es retratado como amante de la música o lector de filosofía, manera frecuente de plantear la paradoja de que el nazismo triunfase en un país avanzado lleno de individuos cultivados, sí que se establece un marcado contraste entre su desempeño profesional —el asesinato masivo de seres humanos— y su amor por los animales (los judíos son deshumanizados para hacer posible el Holocausto). Estas astutas inserciones nos alejan un poco más del radicalismo conceptual que se nos había prometido: sí, pero no tanto.

En última instancia, La zona de interés triunfa como una experiencia visual y sonora que nos fascina durante el primer contacto con la película, sobrecogiéndonos de manera algo ventajista con el contraste entre la doméstica ordinariez de sus protagonistas y la magnitud histórica del acontecimiento —el Holocausto— que se desarrolla en off. Al mismo tiempo, si quiere decirnos algo con eso, Glazer fracasa: que los nazis que administraban los campos son personas como nosotros constituye una tesis poco original. Y cuando parece querer decirnos algo distinto, cae en el hermetismo: la inclusión de tomas documentales del Museo de Auschwitz en el momento de la limpieza diaria de lo que fueron sus cámaras de gas resulta más sensacionalista que elocuente. Audazmente concebida y visualmente seductora, pero emocionalmente vacía e intelectualmente fallida: La zona de interés es todas esas cosas a la vez. Hay que verla. Y luego, quizá, olvidarla.

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