THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

Algoritmos

«Los algoritmos alienan algo que va más allá de la misma naturaleza: la intimidad del alma»

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Cualquiera que nos viese a mediodía charlando animadamente en la mesa del restaurante de Sevilla, entre necesarias cervezas heladas y risas, no sospecharía que estábamos muy preocupados por las amenazas de la tecnología y el big data (que es el Big bang postmoderno). ¿Nos reíamos? Bueno, que la muerte sea el remedio para el sueño etéreo del transhumanismo tenía su gracia.

Menos gracia tiene que los algoritmos puedan saberlo todo de nosotros. Google se entera de que una mujer está embarazada antes que ella misma, porque su feliz primavera hormonal altera subconscientemente sus patrones de búsqueda. Ya hay programas capaces de adivinar qué vamos a comprar, de modo que podrían enviar a un mensajero a casa con lo que queremos, aunque aún no lo sepamos: «Aquí le traigo, caballero, las botellas de amontillado que iba a pedirnos esta tarde». No lo aplican para no asustarnos. O para no advertirnos.

La biotecnología y las ideologías concomitantes aspiran a subvertir la naturaleza humana. Los algoritmos alienan algo que va más allá de la misma naturaleza: la intimidad del alma. «¿Cómo podríamos resistir los bio-conservadores?», nos preguntamos pidiendo otra ronda de combativas cervezas.

Julián Marías, pionero en verlas venir, propuso proteger nuestra asediada intimidad evitando todo lo que requiera un secretismo. Aunque la discreción y el pudor sean el hábitat natural de tantas cosas vitales, no tendríamos que temer que nada pudiese salir a la luz en cualquier momento.

Además, tenemos que cuidar más que nunca la esfera de libertad que la tolerancia y el derecho nos garantizan. Nos va la vida (civil) en ello. Cada persona que dice algo políticamente incorrecto (lo que sea) nos está defendiendo a todos, porque expande (a veces con gran coste personal) el ámbito de lo que escapa a la uniformización ideológica y al camuflaje intelectual.

En tercer lugar, burlemos a nuestro tiempo. Chesterton decía que la Iglesia nos libera de «la degradante esclavitud de ser hijo de su época» y el poeta Juan Antonio González Iglesias le pide a la musa: «No me dejes en manos de mis contemporáneos». La tradición, la memoria, la cultura, la ilusión y la esperanza nos permiten hacer regates al presente y, por tanto, al big data, al Zeitgeist y a lo que antaño se llamaba «el siglo».

No olvidemos, por último, la conciencia. Funciona como un doble fondo de armario de nuestra psicología. Si, como dijo San Pablo, uno es capaz de hacer el mal que no quiere, ay, y el bien que no se ha propuesto (felix culpa), tiene una herramienta excelente para defender el último reducto de su naturaleza y de su libertad. A ver cómo adivinan los algoritmos los aleteos del alma. Nuestros deseos, que son bastante elementales, vale, eso está chupado, pero queda un mundo por detrás, si lo tenemos y lo cuidamos.

El ser humano es inconmensurable, capaz, incluso, de mirar con una sonrisa a la hermana muerte, como hacía Francisco de Asís, tan contento. Pedimos otra de cervezas, chin-chín, riéndonos de la inmortalidad de plástico prefabricado y de la vanidad de los soberbios.

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