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Argemino Barro

Cuba: la vanidad y el sesgo

«La historia del comunismo está llena de intelectuales crédulos que resultaron muy útiles a los diferentes regímenes»

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Cuba: la vanidad y el sesgo

ADALBERTO ROQUE | AFP

«Dos horas y veinte minutos permanecimos sentados frente a él. Dos horas y veinte minutos ante la viva lección política sin debilidades ni claudicaciones que representa el camarada Stalin», observó María Teresa León, escritora y activista española, tras su encuentro con el dictador soviético en 1937.

Ese año, el régimen estalinista ejecutó sumariamente a casi 700.000 personas. Unas veces por sus ideas políticas y otras para rellenar las cuotas fijadas por Moscú. Así funcionaba el Terror: por cuotas. Una represión mecánica y estructural, una purga para excitar la paranoia y tensar las correas del Estado. Si sumamos las muertes del Gulag, el número de víctimas se duplica. Y solo estamos hablando de 1937.

«Ante los que sostienen que Ucrania está devastada por el hambre, permítanme que lo ponga en duda», dijo Édouard Herriot, ex primer ministro de Francia, en el verano de 1933. Las autoridades soviéticas lo habían invitado a visitar las rebosantes granjas colectivas y los primorosos orfanatos de Ucrania. Herriot admiró los escaparates de Kyiv (llenados la noche anterior), los espléndidos coches que circulaban por sus calles (traídos de otras provincias) y los saludables y sonrientes peatones (agentes del NKVD disfrazados) paseando con una barra de pan bajo el brazo.

El invierno anterior, entre tres y siete millones de ucranianos habían fallecido en una hambruna causada por la dictadura. El Partido Comunista, decidido a eliminar la resistencia campesina al programa de colectivización, requisó los alimentos de las provincias díscolas y acordonó las ciudades para que los hambrientos no fueran allí a mendigar. Como cuenta Anne Applebaum en su libro Hambruna roja: La guerra de Stalin contra Ucrania, cuatro o cinco meses bastaron para despoblar las regiones rurales del este y del sur, abandonadas al canibalismo y a la muerte.

Aún así, dos décadas después, el entusiasmo continuaba. Rafael Alberti, que había admirado junto a María Teresa León «el mejor país del mundo», es decir, la Unión Soviética de Stalin, se despedía del fallecido líder con un poema. «Padre y maestro y camarada/quiero llorar, quiero cantar/Que el agua clara me ilumine/que tu alma clara me ilumine/en esta noche en que te vas».

La historia del comunismo está llena de intelectuales crédulos que resultaron muy útiles a los diferentes regímenes. Una ecuación de dos factores repetida muchas veces. Por un lado, esa mitología progresista del siglo XX que sigue siendo añorada y que se resiste a descansar en los libros de historia. Por otro, la astucia con que las dictaduras apelaban a esta mitología, a esos apetitos utópicos, para mantenerse en buenos términos con una parte de la intelectualidad de Occidente.

Uno puede matizar que León y Alberti no sabían, en 1937, lo que nosotros sabemos hoy (pese a las abundantes pistas que tenían a su disposición). O que, en su contexto, con una guerra civil en España y Hitler y Mussolini ladrando como dos perros rabiosos, el comunismo gozaba de una simpatía hoy inimaginable. En Europa le esperaba una victoria épica sobre el nazismo y medio siglo más de vida.

La URSS aprovechó lo que pudo esta coyuntura. Como dijo Eric Hoffer, el punto débil de los hombres de letras es su vanidad, y por ahí atacaron los bolcheviques: invitaron a León, a Herriot, a Alberti, a Zweig, a Steinbeck, a Dreiser y a Gidé y les mostraron lo que estos querían ver. Los agasajaron y los pasearon por granjas ideales y escenas coreografiadas en las que los obreros vestían de blanco y el trigo no cabía en los sacos. Los adularon, los emborracharon, les concedieron entrevistas.

En otras palabras, los países comunistas accionaron el sesgo de confirmación de sus visitantes. Los untaron de mantequilla. Eran una especie de Facebook en modo analógico. Un túnel de pequeñas recompensas psicológicas y fantasías de estatus a las que se acostumbraba el intelectual crédulo, que luego acudía en ayuda del régimen cuando este necesitaba que le echasen un capote sobre los hombros.

Pero los defectos del comunismo son grandes y la balanza se fue inclinando, año a año, del lado de los escépticos. En 1968, a la vista de los tanques rusos aplastando las manifestaciones de Praga, la fe de los próceres de las letras en Francia o Reino Unido se tambaleó. En 1973, Archipiélago Gulag erradicó lo que quedaba del prestigio soviético y en 1989 las estólidas burocracias del este se vinieron abajo con un soplo de brisa, y fue como si nunca hubieran existido.

Uno puede creer que esta ideología milenarista y gazmoña, que persigue el paraíso y se obsesiona con ocultar sus problemas e hipocresías, había quedado rigurosamente desacreditada. Pero las protestas en Cuba nos han vuelto a recordar que todavía resisten esos mitos del siglo XX, esa nostalgia por un mundo que nunca existió, pero que sigue proyectándose en las pantallas mentales de una parte de la izquierda.

No importa la cantidad de testimonios que nos lleguen sobre la carencia, la represión o la falta de derechos básicos. No importan las evidencias de un país económica y moralmente destruido, como el hecho de que un dictador y su hermano gobernasen durante seis décadas y hayan dejado en su lugar unas élites extractivas que se importan bienes de lujo mientras el pueblo no tiene ni aspirinas. El crédulo siempre tendrá algo a lo que agarrarse, un filamento que le permita mantener encendidas, en medio del mar, las débiles ascuas de sus convicciones.

Cuando era obvio que la Unión Soviética era un sistema represivo y anquilosado, los simpatizantes de fuera le echaron la culpa a Stalin, el Termidor, el responsable de envenear el proyecto original, el sueño de Lenin. Si solo este hubiera vivido unos años más, o si Trotsky le hubiera sucedido, otro gallo habría cantado. Como si los campos de concentración, las hambrunas y la mano de hierro no hubieran nacido ya con el propio régimen. Un régimen que Stalin solo llevó a sus esencias.

El clavo al que se agarran los escasos simpatizantes de hoy, en esa anacronía que es Cuba, es el de la sanidad y la educación, pese a que llevan décadas arruinadas por la bancarrota, la carestía y la fuga de talento. Y el embargo. Siempre el embargo. Como si fuera el único país comunista económicamente hundido. Como si también hubiera que recurrir a un embargo para explicar las colas del pan y la falta de zapatos en la Unión Soviética, el país más vasto y con mayores recursos naturales del planeta.

Los defectos del comunismo pesan mucho, y la balanza continúa inclinándose. Un día se caerá la junta militar que gobierna Cuba y de sus archivos y testimonios emergerán miles de culebras. Pero siempre quedarán personas crédulas empeñadas en mirar hacia otro lado con tal de mantener vivas las tenues brasas de sus prejuicios.

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