Debacle en Afganistán… dos años después
«Por suerte para todos, la desbandada de EEUU de Afganistán no tiene por qué ser el prólogo de un hundimiento equivalente al que sufrió la URSS porque la Historia no se repite. Solo rima, o eso dicen»
No es la primera vez que una gran potencia sale derrotada de Afganistán. Es la segunda, en los últimos 33 años, y la tercera, en poco más de un siglo. La salida del Imperio Británico de Afganistán en 1919 queda un poco lejos; la retirada soviética, no tanto. Y puede ser una buena idea recordar olvidados detalles de aquel desastre por si pudieran arrojar alguna luz de futuro tras la debacle que empezamos a ver el 15 de agosto con la caída de Kabul.
En 1988 se suponía que había dos grandes potencias en el mundo: Estados Unidos y la Unión Soviética. En la URSS era el tiempo de Mijail Gorbachov, con su Perestroika (reformas económicas) y su Glasnost (apertura informativa). Dos años antes, en abril de 1986, se había producido el accidente nuclear de Chernóbil, y pocas cosas como aquella catástrofe demuestran tan a las claras que la publicitada eficacia soviética solo era un burdo embeleco.
Si Chernóbil fue la exhibición dramática de esa incompetencia, en agosto de 1987 el mundo vio su demostración más ridícula: un muchacho de la entonces Alemania Occidental, Mathias Rust, logró burlar todos los controles aéreos del bloque del Este y soviéticos, y volar en una avioneta Cessna hasta la Plaza Roja de Moscú, donde felizmente aterrizó para oprobio y bochorno de los militares de aquella presunta gran potencia. Como en agosto nunca pasa nada, la peripecia del joven Rust llenó los informativos del mundo.
En 1988, los soviéticos llevaban casi una década en Afganistán. No dos décadas, como ahora EEUU. Y, en lugar de inundar aquello con miles de millones de dólares, cooperación internacional y variados ensayos de institucionalidad democrática, los soviéticos lo llenaron con sus jóvenes, en su mayoría soldados de reemplazo, muchas veces engañados sobre el destino al que les conducían, o forzados a aceptarlo. Mal entrenados y peor equipados, sobre todo en el primer lustro de aquella guerra, fueron a morir a Afganistán.
Y los soviéticos contaron mal sus muertos. Como relata Svetlana Aleksiévich en su célebre “Los muchachos del zinc”, los fallecidos (o sus uniformes y un puñado de tierra, cuando el soldado había volado por los aires) volvían a casa en cajas de zinc precintadas con el argumento de que el soldado había muerto en accidente de tráfico, o en unas maniobras, sin que en demasiadas ocasiones se dijera a sus familias que había sido en Afgán.
«Desde el aire he visto centenares de ataúdes de zinc, el suministro para el futuro, brillan bajo el sol, es bonito y terrorífico», cuenta uno de los testimonios recopilados por Aleksiévich. Aún mal contados, las cifras oficiales de caídos soviéticos en aquella guerra es de 16.000.
En abril de 1988 quedaban 100.000 efectivos soviéticos en Afganistán. La ONU -entonces con Javier Pérez de Cuéllar como secretario general- propició un acuerdo de paz en Ginebra que firmaron los responsables de la diplomacia de cuatro países: no solo Afganistán (Abdul Wakil) y la URSS (Edvard Shevardnadze), sino también -lógicamente- Pakistán (Zain Noorani) y Estados Unidos (George Shultz). El Acuerdo de Ginebra del 14 de abril se celebró como un gran éxito de la diplomacia, de la paz frente a la guerra, de la cooperación frente al conflicto.
En realidad, Gorbachov llevaba intentando buscar una salida de ese avispero desde que llegó a la secretaría general del Partido Comunista de la URSS, en 1985. Y en esta última semana de 2021, tras la caída de Kabul, un anciano Gorbachov ha declarado: «Deberían haber admitido el fracaso antes» porque, en su opinión, estos 20 años de EEUU en Afganistán «fueron una mala idea desde el principio; un error». Puede ser una forma de justificarse a sí mismo; de defender, a posteriori, su propia retirada. Pero es interesante la coincidencia de criterio del nonagenario Gorbachov con el casi octogenario Biden. Incluso el penúltimo argumento del presidente Biden para justificar su salida, este viernes 20 de agosto -«¿Quieres que tus hijos mueran en Afganistán? ¿Para qué?»- parece más pensado para la guerra soviética que para la estadounidense.
Quizá veamos más similitudes entre dos líderes con una amplísima experiencia política, y de gobierno, en los próximos tiempos… Quién sabe.
El repliegue de tropas soviéticas empezó el 15 de mayo de 1988. Hasta el 15 de agosto se evacuó a unos 50.000 militares. Quedaba la otra mitad. La segunda fase del repliegue debía comenzar en noviembre. No pudo hacerlo hasta diciembre, y en lo peor del invierno. Debían llegar, por carretera de altísimas montañas, desde Kabul hasta el Puente de la Amistad, sobre el río Amu Daria, en la frontera con Uzbekistán, entonces parte de la URSS.
Las crónicas de aquellas fechas relatan que -pese al acuerdo de Ginebra- la presión de los muyahidines no aflojó ni por un momento; hubo muertos en combate hasta el último día de retirada.
El 15 de febrero de 1989, el general Boris Bromov fue el último militar soviético en cruzar el puente de la frontera con la URSS. En Kabul, el enviado especial de la AFP relataba indiferencia por parte de la población afgana: «Se fueron’, se contentaban con decir, alzando los brazos al cielo». Se fueron y se llevaron sus armas, sus blindados, sus aviones, sus helicópteros… incluso sus ataúdes de zinc. Esta vez no ha sido así.
Tras la retirada soviética estalló el conflicto civil, aunque los islamistas no se hicieron con todo el poder en Afganistán hasta 1996. La espeluznante muerte que causaron al depuesto presidente afgano -que se refugiaba en las instalaciones de la ONU- llevaba la marca de las atrocidades que desparramaron allí; un terror que en septiembre de 2001 (vía salafistas saudíes) exportaron hasta las Torres Gemelas y el Pentágono.
Eso fue entonces. Ahora todo va mucho más rápido.
En aquellos tres años, de 1989 a 1992, el mundo cambió radicalmente. El 9 de noviembre de 1989 los alemanes derrumbaron el Muro de Berlín. Ya sin Muro, alemanes orientales, y también checos y húngaros… iniciaron un éxodo hacia Occidente. El movimiento humano no equivocaba la dirección de salida.
En 1990 se pusoen marcha la reunificación alemana, con Helmut Kohl como canciller. Y empezó a caer, como un castillo de naipes, toda ficción de apoyo ciudadano al comunismo impuesto a los países del Pacto de Varsovia: solo les ataba la represión.
Pero volvamos a Moscú. Como en agosto nunca pasa nada, podemos viajar a agosto de 1991, dos años después de aquella debacle soviética en Afganistán. Hace ahora 30 años. La noticia saltó en la madrugada del 19 de agosto; era lunes.
Entonces no había internet, ni televisión por satélite. Fue la agencia oficial soviética de noticias TASS la que informó aquella madrugada de una supuesta enfermedad que estaría aquejando a Gorbachov y que habría obligado a su sustitución por Guenadi Yanayev, su vicepresidente y uno de los comunistas menos partidarios de perestroika, glasnost o zarandaja alguna.
«En relación con la incapacidad de Mijail Gorbachov, por razones de salud, para desempeñar sus deberes como Presidente de la URSS, he asumido esos deberes desde el 19 de agosto de 1991 de acuerdo con el artículo 127 de la Constitución soviética», replicaba muy temprano la agencia EFE, con la firma de Yanayev.
Gorbachov había sido secuestrado por los suyos. Unos suyos que temían, con motivo, por la desintegración de la Unión Soviética y su universo comunista. Ahora sabemos que, con el golpe de agosto, aceleraron su final.
Para evitar ese temido final desplegaron tanques por los sitios clave de Moscú y obsequiaron a sus habitantes con música clásica como sintonía obligatoria. Pero no reprimieron el acceso a los corresponsales extranjeros al lugar de la noticia. Y en las teles de todo el mundo, y en todas las portadas de prensa de aquel mes de agosto, se vio a un nuevo líder, Boris Yeltsin, entonces desconocido para el gran público pero que acababa de ganar las primeras elecciones rusas en muchos años, encaramado a uno de esos carros blindados frente al edificio del Parlamento..
Aquel golpe duró tres días: del 19 al 21 de agosto. Gorbachov y la URSS solo unos pocos meses. Yeltsin salvó y hundió a Gorbachov. Y el 25 de diciembre de 1991, dos años después de la retirada de Afganistán, Gorbachov firmó el decreto de renuncia como presidente de una URSS que se disolvía.
En el Kremlin se arrió la bandera roja comunista y se izó en su lugar la bandera tricolor de Rusia. 74 años después de la revolución de febrero de 1917, esas Navidades se esfumó el mundo bipolar.
Sólo quedaba una gran potencia, Estados Unidos, y un modelo de éxito: la democracia liberal con economía de mercado. Esa gran potencia acaba de ser derrotada en Afganistán. Como lo fueron antes los soviéticos, y mucho antes el Imperio Británico. Pero ya tenemos otra super-potencia: se llama China.
EEUU ha decidido replegarse a sus asuntos internos. Es demasiado costoso ser el gendarme del mundo. Y más costoso aún ser fiable a largo plazo. En palabras del presidente Biden: «¿Quieres que tus hijos mueran en Afganistán? ¿Para qué?». Para nada, señor Presidente. Dígale, por favor, a sus militares que han muerto para nada.
No sabemos cómo será el mundo dos años después de la debacle de Afganistán de agosto del 2021. Lo probable es que sea muy distinto y, posiblemente, peor. Ojalá no mucho peor. Por suerte para todos, la desbandada de EEUU de Afganistán no tiene por qué ser el prólogo de un hundimiento equivalente al que sufrió la URSS porque la Historia no se repite. Solo rima, o eso dicen.