THE OBJECTIVE
José Carlos Rodríguez

Democracia y amistad civil

«La democracia de masas soluciona algunos problemas, crea otros, pero se ha autoimpuesto como lo posible, aunque aquél lugar pueda quedar lejos de lo deseable»

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Democracia y amistad civil

Dani Duch | EFE

Sobre los hombros de los madrileños pesa la enorme carga de la defensa de la democracia. Por un lado se nos dice que debemos elegir entre el comunismo y la libertad; pero no nos lo hemos tomado muy en serio. A Pablo Iglesias le sobra entusiasmo, pero le faltan medios para implantar una dictadura del proletariado. Tampoco podría implantar en Madrid un régimen con elecciones sin incertidumbre, como el de su añorada Venezuela. Por otro lado, una mayoría absoluta de Isabel Díaz Ayuso no nos otorgará la libertad de elegir entre los servicios nos los preste la Administración Pública, con el preceptivo pago de los impuestos, o preferimos organizarnos al margen; ignorando al Estado, como proponía Herbert Spencer. De modo que no; ni comunismo, ni libertad. 

Por otro lado se nos informa de que estamos ante la disyuntiva entre la democracia y el fascismo. La erosión del uso ha deformado la faz del fascismo hasta dejarla totalmente irreconocible. Los fascistas creían que lo eran, y llegaron a pensar que tenían sus propios motivos fascistas para serlo: un nacionalismo exacerbado, un socialismo basado en la unidad y contrario a la lucha de clases, una filosofía que ha leído a Gentile, a Hegel y a Anaximandro, una acción política basada en la violencia, una crítica lacerante y sin contemplaciones hacia el liberalismo. Pero, quitando el lanzamiento de piedras en Vallecas y, sí, alguna referencia malintencionada hacia el liberalismo, no he visto nada de eso en la campaña.

De modo que tendremos que conformarnos con lo que sí hay, que es la democracia. La democracia ha sido muy mal vista por los pensadores políticos desde Grecia, y sólo su unión con los principios liberales le ha otorgado un respeto. La democracia de masas soluciona algunos problemas, crea otros, pero se ha autoimpuesto como lo posible, aunque aquél lugar pueda quedar lejos de lo deseable.

La convivencia política de todos nos obliga a aceptar ciertas normas. Y a aceptar, incluso, ciertos valores previos a la ciénaga de la política. Por ejemplo, el hecho de que existe un «nosotros» que vota, una comunidad política organizada, que se reconoce como continuadora de una historia en común. Por ejemplo, que lo más a que podemos aspirar es a algo que nos viene dado, que es nuestra condición de ciudadanos. Y que, como tales, somos titulares de un acervo de derechos que, idealmente, no sólo son comunes sino que son también iguales. Que para ser ciudadano no es necesario pertenecer a una raza o clase social, no es preciso defender determinada ideología o profesar una religión. Basta con demostrar que eres de aquí, para saber que eres uno más.

Otro valor pre-político es el reconocimiento de que una sociedad amplia, abierta, libre, es una sociedad plural, y que estamos rodeados de personas que piensan de un modo diametralmente opuesto al nuestro. Y vivir en la confianza de que esas diferencias no afectan a los lazos sociales e institucionales que permiten una vida en común. E incluso pensar que la amistad civil es un bien precioso, que hay que cuidar. Y que debemos retirar el voto, pero nunca el saludo, a aquellos políticos que nos hablan de enfrentamientos insalvables, y que están dispuestos a salvarnos de quienes no nos han agredido, y muy probablemente nunca lo harán.

Nos hemos olvidado de lo básico; la convivencia, el respeto a las diferencias de pareceres, y el resto de valores que permiten que la técnica de la democracia no acabe en una nueva tiranía legitimada por las urnas. 

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