La era de la ansiedad
Es la era de la ansiedad. Una ansiedad que nos habita y nos corroe como una carcoma. Una ansiedad que no nos abandona en ningún momento. Una ansiedad que se ha convertido en un reflejo condicionado. Y esa ansiedad se ha agudizado desde que en el año 2007 llegó la crisis económica
Hay un gran mosquito revoloteando sobre la cama. El tamaño del mosquito es realmente descomunal, y de pronto me pregunto angustiado si será un mosquito tigre, ese mosquito recién llegado de los trópicos que puede trasmitir —según dicen— la fiebre amarilla y no sé cuántas cosas más. Me pongo muy nervioso y medio dormido empiezo a perseguir al mosquito, primero con una toalla, luego con una almohada. Por suerte no hay una cámara en la habitación, pero si alguien pudiera filmar esa escena y la colgara en YouTube, es seguro que tendría miles de visitas de gente que se burlaría cruelmente de mí. Y con motivo, supongo: ahí delante tendrían a un pobre diablo tropezando con la cama mientras daba golpes a ciegas contra la pared. Un idiota. Un histérico. Quizá un maníaco peligroso.
De pronto caigo en la cuenta de que una vez, en Tailandia, me picó un mosquito muy parecido a éste y tuve la fiebre del dengue que me mandó durante dos semanas al hospital. Desde entonces soy inmune al mosquito, pero eso no me quita la ansiedad. Aunque ahora ya no temo por mí, sigo temiendo por mi familia, por mis amigos, por mis vecinos, así que sigo persiguiendo al mosquito con la almohada en la mano, tropezando con la mesilla y con la cama, actuando como un demente, mientras mi propia sombra, avergonzada, también empieza a burlarse de mí.
Nos hemos vuelto alarmistas y no sabemos vivir sin presentir peligros por todas partes
Supongo que miles de personas, en estos días de finales de la primavera, han repetido esa misma escena en media Europa. ¡Atención, hay un mosquito tigre en el cuarto! ¡Peligro, epidemia! Inevitablemente, todos nos hemos vuelto alarmistas y no sabemos vivir sin presentir peligros por todas partes, a pesar de que vivimos en un mundo mil veces más seguro que el mundo que conocieron nuestros padres y nuestros abuelos. De hecho, ni mi abuelo ni mi padre, de estar vivos ahora, habrían perdido ni un solo segundo de su vida persiguiendo a un mosquito tigre, o elefante, o escorpión. Y la razón es fácil de entender.
Mi abuelo vivió la Guerra Civil, y aunque salió bien parado —a diferencia de millones de sus contemporáneos—, vio de cerca el horror de una guerra en la que uno se convertía de la noche a la mañana en una víctima acorralada o en el cómplice de los asesinos que iban a ejecutar a esa víctima acorralada. Y además, en agosto de 1936, mi abuelo tuvo que huir a toda prisa del pueblo mallorquín donde estaba veraneando, que de repente se convirtió en zona de guerra. En el transcurso de la huida, en el centro de Mallorca, un ataque de la aviación republicana le destrozó el coche, y para seguir camino, tuvo que rellenar con paja las ruedas agujereadas (quizá las cosas no fueron exactamente así, pero a él le gustaba contárnoslas de este modo, convirtiendo una escena de guerra en un episodio del Gordo y el Flaco).
Huir en tu propio coche era un privilegio extraordinario para la época, pero si aquella experiencia se compara con la experiencia de la realidad que tenemos los ciudadanos europeos de 2018, lo que vivió mi abuelo en un solo día equivale a lo que nosotros tardaremos toda una vida en conocer. Y eso que después de aquella escena bélica llegaron los asesinatos en Mallorca durante un largo verano de locura y de sangre, y luego la posguerra con la miseria y el miedo y el hambre. En estas condiciones, ¿qué importancia podía tener un mosquito tigre?
Y lo mismo podría decir de mi padre, que era un niño durante la guerra, pero que oyó contar en su casa historias terribles sobre un tío político suyo asesinado y torturado en los primeros días de la Guerra Civil, y que además, en su vida adulta, cuando ya era médico, estuvo mucho tiempo trabajando como voluntario, en condiciones lamentables, en hospitales africanos. Uno de sus recuerdos eran las duchas en el patio de la misión, con la cabeza envuelta en una bolsa de plástico para evitar las filarias que provocaban elefantiasis. ¿Qué le podía importar a él un mosquito tigre? ¿Por qué iba a asustarse por una cosa así?
Nadie había poseído nunca tantas cosas como nosotros, pero todos sentimos que hay algo muy importante que nos falta
Y sin embargo, cualquiera de nosotros se inquieta por la presencia de un mosquito tigre que probablemente es inofensivo. Y enseguida imaginamos epidemias, catástrofes o ruinas económicas, sólo porque hemos leído algunas informaciones inconexas que con toda probabilidad son inexactas o exageradas. Pero eso es algo que no podemos remediar: nos asustamos por la primera situación anómala que pueda parecernos una amenaza. Y no paramos de percibir amenazas, a pesar de que esas amenazas son más imaginarias que reales (hablo, repito, de los países desarrollados, y sobre todo de los habitantes de la Unión Europea).
Se mire como se mire, vivimos rodeados de seguridades, pero al mismo tiempo estamos convencidos de ser terriblemente vulnerables. Nunca nadie había disfrutado de más protección que nosotros, pero nos vemos asediados por toda clase de peligros. Y nadie había poseído nunca tantas cosas como nosotros, pero todos sentimos que hay algo muy importante que nos falta. Si lo pensamos bien, sufrimos una extraña variante del síndrome del miembro amputado: creemos notar la dolorosa ausencia de algo que era nuestro, aunque en realidad no nos falte nada que sea imprescindible. Algo nos duele, pero nunca sabemos muy bien qué es lo que nos duele ni dónde se sitúa exactamente el dolor. Y peor aún, tampoco sabemos por qué nos duele ese “miembro fantasma” que en realidad está sano. Pero nos duele –o más bien estamos convencidos de que nos duele-, así que el dolor inexistente también se convierte en un dolor real.
Pessoa, en el Libro del desasosiego, describió con frialdad de neurólogo esta patología del hombre contemporáneo. «Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor». Eso decía el oscuro oficinista Bernardo Soares, de quien podríamos decir con toda propiedad que fue nuestro primer contemporáneo. Pessoa llamaba “desasosiego” a ese curioso estado de ánimo, pero quizá sería más exacto hablar de ansiedad, ese trastorno que Freud describió a comienzos del siglo XX y que nos define más que cualquier otra característica social o moral. La ansiedad es un concepto relativamente reciente, aunque los romanos ya tenían el vocablo “anxietas” y Ovidio hablaba en su destierro de Tomis de la ansiedad que le producía la idea de envejecer (“anxietas animi continuusque labor”: en este sentido, Ovidio ya era nuestro contemporáneo).
Pero nuestra ansiedad es distinta. No se funda en el miedo a algo real como el envejecimiento y la muerte, sino en el miedo a lo irreal y a lo improbable. Y nuestra ansiedad no es angustia —un sentimiento tan antiguo que ya está presente en el Libro de Job—, sino una mezcla de recelo, compulsión, inquietud, sospecha y miedo. Nuestra ansiedad no es dolor, ni desdicha, ni angustia, sino algo que no sabemos qué es pero que se ha instalado en nosotros como un nuevo rasgo genético.
Algo que nos cansa sin que sepamos por qué nos cansa. Algo que nos impulsa a desear y a desear sabiendo que jamás podremos saciarnos. Algo que nos empuja a comprar y a culparnos de inmediato por haber comprado. Algo que nos impulsa a adoptar perros y gatos como si fueran niños huérfanos abandonados en la calle. Algo que nos impulsa a huir de los compromisos porque tememos fracasar ante los demás y ante nosotros mismos. Algo que nos impulsa a creer que los niños deben ser felices porque esto nos permite olvidar que hay que educarlos, cosa que exige trabajo y paciencia y determinación, y peor aún, cosa que nos exige saber qué queremos hacer con nuestros hijos y qué esperamos que sean en el futuro.
Nuestra ansiedad es distinta. No se funda en el miedo a algo real como el envejecimiento y la muerte, sino en el miedo a lo irreal y a lo improbable
Y lo que es peor, esa ansiedad no es una reacción ante un estímulo negativo, sino una condición permanente que ahora es nuestra única seña de identidad. Somos seres ansiosos, compulsivos, atemorizados. Somos seres que temen algo que no ha sucedido ni probablemente vaya a suceder jamás. Somos seres que odian sin tener motivos reales para el odio y que desean sin tener motivos reales para desear. Somos seres que huimos de no se sabe qué y que buscamos algo que tampoco sabemos qué es. Y sufrimos por ello ese insoportable dolor imaginario que no nos deja vivir en paz.
Es la era de la ansiedad. Una ansiedad que nos habita y nos corroe como una carcoma. Una ansiedad que no nos abandona en ningún momento. Una ansiedad que se ha convertido en un reflejo condicionado. Y esa ansiedad se ha agudizado desde que en el año 2007 llegó la crisis económica y nos despojó de todas las certezas sobre las que se había edificado la prosperidad de los años de la posguerra europea: la seguridad de poseer un trabajo para toda la vida y una casa en propiedad; y al mismo tiempo, la certeza de vivir en una sociedad acogedora y estable que formaba parte de un mundo seguro. Y desde que ese mundo se hizo añicos, la ansiedad se ha agudizado y se ha transformado en un sentimiento mucho más dañino. Los hombres antiguos sentían angustia: «No refrenaré mi boca; hablaré desde la angustia de mi espíritu, y me quejaré con la amargura de mi alma», decía el Libro de Job en la versión de Reina y Valera. Pero esa angustia era inseparable de la idea de alma y de la idea de espíritu. Nuestra ansiedad, en cambio, es la angustia del hombre que ya ha olvidado lo que es el espíritu y lo que es el alma. Nuestra ansiedad es la angustia del hombre que prefiere vivir sin memoria y sin ninguna idea de culpa. Nuestra ansiedad es la angustia del hombre que no recuerda, que no siente, que no sueña. Es la angustia del hombre que quiere vivir acorazado en una burbuja impermeable al mal y al dolor y a la adversidad, sin saber que nadie puede vivir jamás acorazado contra el dolor y la adversidad.
El hombre de la era de la ansiedad es el que no quiere sufrir ningún mal real, pero no deja de sufrir todos los males imaginarios
Ése es el hombre de la era de la ansiedad: el que no quiere sufrir ningún mal real, pero que no deja de sufrir todos los males imaginarios. El que sospecha y desconfía porque no sabe vivir sin sospechar ni desconfiar. El que no sabe controlar sus emociones porque cree que sus pequeñas emociones —su resentimiento o su envidia o su placer o su enfado— son el centro del mundo, y por eso mismo el mundo debe girar obligatoriamente alrededor de su pequeño y monstruoso ego. El que ha hecho del narcisismo y de la irritación las únicas emociones permanentes. El que no sabe perdonar, ni comprender, ni escuchar, pero está dictando continuas sentencias morales que tienen la contundencia inexorable de una condena a muerte. El que ríe pero no sabe por qué se ríe. El que llora pero no sabe por qué llora. El que cree tener razón cuando ni siquiera se ha parado a pensar en lo que ha dicho en un tuit o en una conversación de WhatsApp. Ése es nuestro contemporáneo. Ése es el hombre ansioso que habita en cada uno de nosotros. Ése es el que persigue a ciegas un mosquito tigre en mitad de la noche porque cree, estúpidamente, que ese mosquito forma parte de una plaga que va a exterminarlo.