La falacia quizá más peligrosa de cuantas hoy circulan por ahí
La cosa es que Shackel detectó que mucha gente hoy defiende sus ideas (a menudo, inconsistentes ideas) justo del mismo modo que nuestros antepasados defendían sus motas castrales. Es un procedimiento que gusta en especial a los posmodernos, a ciertas feministas y a algunos teóricos “de género”.
Aunque muchos a menudo alberguen la impresión de que la filosofía es una disciplina que no avanza (por mor quizá de esta peculiaridad suya: que aún le estemos dando vueltas a cosas que dijeron Parménides o Platón hace más de dos mil trescientos años), lo cierto es lo contrario. Son tantos los hallazgos con que se ha encontrado este saber a cada paso, incluso cuando aún era un mero retoño allá por el siglo VI a. C. (el de Anaximandro), que por ello los filósofos volvemos a leer una y otra vez, a pensar sin descanso, nuestra propia historia. Algo que no suelen hacer los físicos con Galileo, los químicos con Lavoisier o los médicos con Vesalio: suerte tienen ellos (o quizá no tanta) al poderse quedar con solo lo más reciente; nuestra tarea es más larga.
Uno de los últimos y más útiles descubrimientos filosóficos se produjo en 2005. No abrió portadas de periódicos, no se ha emitido en esos programas de la tele que hacen “divulgación científica” (esa tarea que, Wittgenstein dixit, pretende hacernos creer que comprendemos una cosa… que de hecho no pillamos en absoluto). El mérito de esta aportación pertenece al británico Nicholas Shackel, hoy profesor en Cardiff. En un artículo publicado en la revista Metaphilosophy Shackel detectó que cada vez pulula más a nuestro derredor cierta estrategia de argumentación falaz, y le dio un pintoresco nombre: doctrinas de mota castral (Motte and Bailey Doctrines). ¿A qué se refería?
Con el fin de entenderlo, quizá convenga explicar primero qué son las motas castrales. Para ello habremos de dar un pequeño salto a la Edad Media: se trata de un tipo de castillos. En España apenas nos quedan los restos de uno (el de Trespalacios, en Cantabria). Su sistema de defensa consiste en una torre de piedra ubicada sobre un montículo (la mota) y rodeada, al menos en parte, por un área de tierra agradablemente habitable (el castro). Este castro se halla a su vez circundado por algún tipo de barrera protectora, aunque de escaso empaque, como por ejemplo una zanja. Puede observarse un buen esquema de tal mota castral en este enlace.
Y bien, aunque mota y castro sean dos partes del mismo castillo, no pueden resultar más diferentes. La fortaleza ubicada sobre la mota resulta fácil de defender, pero es demasiado oscura y húmeda como para vivir en ella de continuo. Todo lo contrario les ocurre a las tierras castrales: en ellas se puede habitar, cultivar y prosperar, pero cuando el enemigo ataca se vuelve arduo defenderlas con tan solo una zanja. Ahora bien, si combinamos la mota y el castro, que es lo que hace este tipo de castillo, podemos aprovechar los beneficios de cada una de sus partes: en días pacíficos, gozaremos y produciremos en los campos, talleres y establos del castro; cuando alguien nos ataque, correremos a refugiarnos en la casi inexpugnable mota. Incapaces de vencernos allí, los asaltantes se volverán más pronto que tarde por donde vinieron, y nosotros podremos de nuevo tornar al plácido castro, el paraje que verdaderamente nos interesa explotar. La mota castral es todo un lujo inmobiliario.
Y bien: ¿qué tiene que ver todo esto con la filosofía y con nuestros avatares contemporáneos? La cosa es que Shackel detectó que mucha gente hoy defiende sus ideas (a menudo, inconsistentes ideas) justo del mismo modo que nuestros antepasados defendían sus motas castrales. Es un procedimiento que gusta en especial a los posmodernos, a ciertas feministas y a algunos teóricos “de género”.
Esta gente defiende teorías que contienen dos tipos de asertos. Por una parte, afirmaciones difícilmente defendibles ante los demás, pero a las que les sacan mucho jugo: sería el equivalente a lo que antes hemos descrito como las tierras del fértil, pero un tanto desprotegido, castro. Ejemplos de estas frases rimbombantes, orondas, pero complicadas de defender, ejemplos de estas ideas-castro, serían cosas como “Toda la realidad es una construcción social”, o “El feminismo debe ser anticapitalista” o “La heterosexualidad mata”.
Seguro que el lector conocerá a alguna que otra persona que sostendrá tan bizarras ideas; y seguro que se ha preguntado cómo es esto posible. Si la realidad es toda una construcción social, entonces ¿basta con que nos pongamos de acuerdo toda la sociedad para acabar con cosas tan ingratas como el sida, la muerte o los excrementos de paloma que, vaya, a veces van y caen sobre nuestra pechera? Si el feminismo debe ser anticapitalista y, por tanto, antiliberal, entonces ¿no fue feminista Clara Campoamor, principal responsable de la llegada del voto femenino a España, y liberal que huyó del Madrid republicano al estallar la guerra civil (este se había vuelto bien peligroso, decía, “incluso para las personas liberales –sobre todo, quizá, para ellas–”)? Por último, si la heterosexualidad mata, ¿por qué hay tantas personas con vigorosos deseos heterosexuales que no han matado a nadie en su vida (probablemente el lector sea una de ellas)?
Todas estas objeciones colocan a quien sostiene las ideas-castro en estrechos aprietos. Ahora bien, cuando alguien ataca sus endebles afirmaciones, quien las sostiene suele recurrir justo a la estrategia tramposa que nos ocupa: la mota castral. Concretamente se acuerda entonces de la mota, de la parte más fácilmente protegible de su teoría. Las ideas de la mota son, a diferencia de las ideas-castro, posiciones mucho más razonables: por ejemplo, que “nuestra sociedad influye en cómo vemos la realidad”, que “el feminismo es igualdad entre hombres y mujeres” o que “hay heterosexuales que matan”. Son ideas diferentes a las que se han sostenido antes en el castro; pero quien preconiza estas teorías trata de colarnos que solo está abogando por ellas, ya ves tú, qué desabridos somos al cuestionárselas.
De hecho, de puro razonables, estos asertos de la mota pueden incluso resultar obvios, pero eso no importa: su única función es refugiarse en ellos, como en una mota, cuando las cosas vienen mal dadas; es decir, cuando las ideas-castro han sido asaltadas con el inmisericorde filo de la razón. Es entonces cuando nuestro posmoderno, o feminista, o teórico de género dirá que hay que ver cómo nos ponemos; que él al fin y al cabo solo estaba defendiendo (con un lenguaje un poco raro, bien, es posible) esas posturas tan evidentes (su mota); y que por tanto debemos dejar de atacar su teoría (su castillo).
Ahora bien, en cuanto ceje tal ataque, los defensores de estas teorías de mota castral volverán a trasladarse a su fecundo castro y tratarán de endilgarnos desde él todas las ideas raras que se abandonaron corriendo durante el ataque (que lo real es social, que el feminismo es anticapitalista o que la heterosexualidad es asesina). Quién iba a decirnos que se pudiera sacar tanto jugo a la arquitectura medieval.
Hoy no solo usan mecanismos falaces como el de la mota castral individuos aislados, sino movimientos sociales y políticos enteros. Pongamos, por ejemplo, el caso del feminismo que propone acabar con la presunción de inocencia de los varones acusados de algún delito contra mujeres. Es este un claro ejemplo de propuesta-castro en nuestra civilización democrática, pues desde la Revolución francesa se ha ido asumiendo la barbaridad que olvidar tal presunción implicaría; y el artículo 11 de la Declaración Universal de Derechos Humanos así lo recoge. De modo que uno puede sentir confianzudo, al oírla, que cómo va a triunfar tal aberración. Parece peor protegida que un castro medieval con una zanjita poco profunda.
Craso error de exceso de fe, empero. Pues pronto notaremos lo peliagudo que se vuelve vencer esa postura: cuando la ataquemos, su defensor inmediatamente se refugiará en frases abstractas sobre lo deseable que es proteger a las mujeres (ideas-mota); obviedades que le tendremos que conceder. Y en cuanto nos demos la vuelta, volverá desde esas ideas-mota a tratar de cultivar su castro: que, si eres feminista, habrás de decir adiós a la presunción de inocencia de los varones. En la realidad estar a favor de la presunción de inocencia y de proteger a las mujeres es perfectamente compatible; pero, merced a la estrategia tramposa de la mota castral, algunos feministas pueden persuadir a incautos de que no es así.
Cabría prolongar indefinidamente este artículo exponiendo casos de mota castral en nuestros días (hay una buena recopilación de ellos, recomendada por el propio Shackel, en este post de Steve Alexander y sus comentarios). Bástenos, para terminar, con hacer alguna recomendación acerca de cómo derrotar a quien combate desde sus motas castrales. El método guarda pocos secretos: como con todo razonamiento falaz, el mejor modo de disolverlo es exponerlo a la luz. Post tenebras lux, decían los antiguos. Y eso es lo que humildemente hemos tratado de hacer en este artículo.