THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Los límites en los tiempos del giro afectivo

«La de los límites es la cuestión de un tiempo, el nuestro, que muestra más interés por el ser del límite que por los límites de los seres»

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Los límites en los tiempos del giro afectivo

Barbara Zandoval | Unsplash

Conviene leer (de vez en cuando) a relevantes defensores de ideas con las que no estas (completamente) de acuerdo. A veces que sus libros se me caen de las manos, con lo cual mis prejuicios salen reforzados por incomparecencia del contrario. No faltan las ocasiones en que me encuentro con argumentos que ni comparto ni sé rebatir, lo cual me produce una molesta perplejidad, porque me lleva a preguntarme si en realidad comparto todas mis opiniones. De tarde en tarde descubro en el aparente rival ideológico un despistado que utiliza, sin saberlo, argumento propio de mi campo. Esto último es lo que me ha pasado con Giorgos Kallis, cuyo libro Límites, acaba de ser publicado por Arcadia. Kallis es un economista griego partidario del decrecimiento que enseña ecología política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

El libro me interesó nada más verlo porque la de los límites es la cuestión de un tiempo, el nuestro, que muestra más interés por el ser del límite que por los límites de los seres. Si somos inevitablemente posmodernos es porque no podemos evitar preguntarnos qué es Dios (y por eso hemos perdido la fe de nuestros padres), qué es la ley (y por eso somos ciudadanos desorientados) y qué es el límite (y por eso somos cada vez más escépticos).

La antigüedad consideraba que el límite es la condición de la figura, la belleza y el sentido; para la posmodernidad, el límite es una barrera arbitraria intolerable. Para los antiguos el Bien era el principio delimitante y el mal, la indefinición; para los posmodernos, el mal está en la definición. «No me etiquetes», dicen hoy los adolescentes. Sorprendentemente, el binarismo se ha convertido en un insulto en una sociedad cada vez más digitalizada. El laberíntico filósofo Alain Badiou llama, en su «Segundo manifiesto para la filosofía», a «la igualdad en la arena de la ilimitación». Parece haber un creciente número de partidarios de la transgresión… que acaba creyendo liberadora cualquier insignificancia pretendidamente provocadora.

«Respice finem» (presta atención al límite), decía un anónimo hexámetro medieval que podría haber sido firmado por Goethe o Nietzsche. «No se llega a ser nada», defendía mi admirado Amiel, «si no es limitándose, no se adquiere una autoridad sino adoptando una forma» (Diario íntimo, 9-IX-1850). Pero hoy pasa por reaccionario todo aquel que se atreve a dirigirle al presente las tres ofensas capitales: el respeto al pasado, el amor a sus particularismos culturales y el sentido de los límites.

Así que abrí con el mayor interés el libro de Giorgos Kallis y pronto descubrí con cierta satisfacción que al autor no se le escapan algunas relevantes evidencias:

  1. Que «la cultura occidental está obsesionada con el sueño de vencer los límites».
  2. Que necesitamos límites. «Los buenos padres establecen límites dentro de los cuales sus hijos pueden actuar libremente. Sin límites, los hijos se encuentran en un mundo infinito en el cual su libertad se convierte en miedo» (pág. 149). En la actualidad, los necesitamos con urgencia para hacer frente al calentamiento global. «Nunca hasta ahora habíamos necesitado una cultura de los límites» (pág. 131). En realidad, nunca ha habido cultura sino dentro de unos «limes», pero vamos a pasar esto por alto.
  3. Que establecer límites «está plagado de complejidades». Efectivamente, por eso los antiguos consideraban imprescindible la prudencia. Me ha gustado que Kallis se pusiera aquí a favor de los antiguos.
  4. De lo anterior concluye con un arrebato de optimismo que confunde los límites de la realidad con los de su deseo, que los límites están de vuelta. Para reforzar esta tesis aduce el ejemplo, que no sé si es muy consistente, de la filósofa del «limitarismo», Ingrid Robeyns.

Pero Kallis, que es una buena persona y se comporta como un buen hijo de lo que Leonor Arfuch ha bautizado, con acierto, como el «giro afectivo» (the affect turn), no quiere imponer límites, sino convencernos de que colectivamente nos los autoimpongamos. No cree que necesitamos ninguna autoridad divina para que nos entregue el decálogo de la limitación, sino asambleas democráticas que acuerden la autolimitación, porque «la autolimitación es autonomía». Una y otra vez insiste en que la suya es «una defensa de los límites autoimpuestos». Y cada vez que le leía esto, me venían a la memoria las imágenes de aquellas interminables asambleas universitarias en las que nos consumíamos la paciencia votando si había que votar, de manera que para el momento de recoger las conclusiones ya nos habíamos ido todos al bar de la esquina. El mismo Kallis, por otra parte, se encarga de darme argumentos para mi escepticismo asambleísta cuando reconoce que «la cientificación de la cuestión ambiental» no favorece los debates colectivos. Añade que «es potencialmente antidemocrática», ya que la gente tiende a delegar en manos de los expertos la solución de sus problemas. ¿Pero en quién delegar, si «experto», como diría Aristóteles, se dice de muchas maneras? Tanto es así, que el premio Nobel William D. Nordhaus, experto en energía y economía del clima, ha defendido que la gente bien podría amar el paisaje que produjera un aumento de dos grados de temperatura media en la Tierra. Kallis no aclara cómo podríamos llegar a «establecer una democracia genuina de autolimitación» (pág. 133) que es, en el fondo, la piedra angular de su «limitarismo».

No me sorprende que Kallis sostenga que la ideología partidaria de la ilimitación es el neoliberalismo y, en general, el capitalismo. Es este, en el fondo, un pecadillo venial de unas universidades que se permiten ignorar hasta qué punto Platón, mucho antes de la aparición del capitalismo, consideraba el deseo de traspasar los límites (la «pleonexía») una característica esencial del ser humano.

Lo que sí me sorprende es que no deduzca las consecuencias pertinentes de los datos que él mismo ha puesto sobre la mesa. Defiende, por ejemplo, que en la religión hay «un sentido común de lo límites» (pág. 142). Incluso reconoce una cierta simpatía «por la religión, la tradición y las doctrinas y rituales que tanto recuerdan a los padres y que las comunidades humanas han creado para trasladar los límites de una generación a la siguiente» (pág. 150). Añade que las normas, para funcionar, además de conocidas deben estar interiorizadas (pág. 146). Su lógica parece empujarlo a una conclusión de carácter conservador. Sin embargo, se revuelve contra su propio hilo argumental y sostiene que «cuanto más participamos y reflexionamos sobre la ley y aceptamos su lógica como nuestra […], menos probable será que necesitemos transgredirla. Pero también tenemos que transgredirla, al menos ocasionalmente, a no ser que queramos que la ley se cosifique transformándose en opresión» (pág. 147). Confieso que al llegar aquí perdí de vista los límites de la reflexión de Kallis. Si hoy el que desprecia los límites (el «homo illimitatus») parece más noble que el que los pone (el «homo limitans»), no sé como el segundo va a convencer al primero para que se pase a su campo de modo voluntario… a no ser que, a falta de una autoridad trascendente, el miedo, tan inmanente, se convierta en la autoridad que decida de forma inapelable nuestros límites y qué expertos son dignos de confianza.

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