THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Nombres escritos en el agua

«Lo pensé hace unos días al ver a Ángela Molina mientras hablaba […] Pensé que su larga y espléndida cabellera era la metáfora de aquella generación –la mía– que supo vivir el tiempo que le tocó en suerte y que no llegó a rendirse del todo»

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Nombres escritos en el agua

Miguel Córdoba | Cortesía de la Academia de Cine

Hace un mes se cumplieron dos siglos de la muerte del poeta John Keats y como el azar funciona como un mecanismo de relojería, hace un mes estaba tirando a la papelera correos antiguos cuando me topé con uno que llevaba adjunto una fotografía de la tumba romana de Keats: «Aquí descansa alguien cuyo nombre fue escrito en el agua». John Keats fue uno de los triunviros ingleses del Romanticismo –los otros serían Shelley y Byron (Wordsworth o Coleridge irían detrás en importancia)– y no sé hasta qué punto se celebrará ahora este centenario. Pero debería porque las deudas con el movimiento romántico siguen vigentes para bien y para mal. Uno de los residuos de nuestra civilización, por ejemplo, ha sido asociar el Romanticismo al sentimiento amoroso, desplazando el papel del amor en la Roma de Ovidio, en la literatura trovadoresca o en la pintura renacentista. Como si el amor moderno –si es que pueden ponerse adjetivos al amor que no sean hijos del atavismo– naciera con el Romanticismo o que lo más importante del Romanticismo fuera el amor, cuando no es así aunque así esté establecido.

El Romanticismo situó al artista en su sitio: le dio un centro destacado y en ese centro fue observado y apreciado por los demás. Ésta fue su virtud mayor: la valoración del lugar del artista en su sociedad y el abandono de una concepción servicial y artesana que lo colocaba a la misma altura que un buen talabardero o un fino maestro de armas. Un par de botas excelentes o el hermoso damasquinado y buen tino de una escopeta de caza, tenían para el duque de Weimar –y esto es sólo un ejemplo– el mismo valor o más que una pieza musical para clave. El artista es sólo un creador –no un cortesano, o no debería– y por primera vez se le reconoció este estatus gracias al Romanticismo. Esto y la gran revolución de la música que fijó inteligencia y emociones en el mismo nivel y dio un vuelco a la exploración de los sentimientos y su manifestación personal y colectiva, fueron los dos grandes logros del movimiento romántico. Y el segundo tiene algo que ver con la exaltación romántica del amor, aunque el amor se baste solo y no necesite adjetivos para exaltarse y ser exaltado.

Pero el Romanticismo tuvo su cara oscura, disfrazada de las mejores intenciones, como suele ocurrir en la vida. Fomentó el nacionalismo, al principio como reconocimiento y posterior idolatría de lo propio, y después –nunca suele tardar mucho ese después– como negación de lo ajeno y necesidad de sojuzgarlo. De escapar de un dominio –real o interesadamente exagerado– para crear otro también opresor por belicista. Porque el Romanticismo contribuyó de forma aplastante a que fuera el nacionalismo el que se instalara en la doctrina política europea, creando unas tensiones de tal magnitud que acabaron en guerras y rebeliones siempre bajo la bandera de la libertad –tan cara a los románticos y que es una diosa que a menudo se alimenta de resentimiento–. Acabó, pues, teniendo una pulsión fúnebre en lo social y como no podía ser de otro modo, en lo personal. Y esto se percibe sobre todo en los artistas, que son sismógrafos de lo que ha de venir o de lo que ya está entre nosotros aunque sea todavía invisible. Los grandes músicos románticos, por ejemplo, mueren casi todos jóvenes y víctimas del desequilibrio anímico.

Al obtener el artista su lugar en la sociedad, tanto tiempo negado –como negado era el reconocimiento del verdadero valor de su obra–, lograrlo provocó también que crecieran en él la soberbia y el envanecimiento y se desarrollara como en nadie el egotismo (como en nadie hasta tiempos recientes donde el cultivo del egotismo es norma).

Hace un mes celebramos un siglo de la muerte de John Keats en Roma, ya lo dije, y semanas después –semanas después de hallar la vieja fotografía de la tumba del poeta– moría en Woodstock la gran Sally Grossman, esa mujer de cabellera negra y vestido rojo, elegantísima pitillo en mano y recostada junto a la chimenea de su casa, que aparece en la carátula del LP de Dylan, Bringing it all back home. En esa frontera difusa entre la adolescencia y la primera juventud, yo me enamoré de Sally Grossman con la música de It’s all over now, baby blue, como me enamoré de la Sanseverina de La Cartuja de Parma o de Justine en el Cuarteto de Durrell. Sin que ninguna de las tres lo supiera o se enterara. Uno era muy enamoradizo entonces. Lo pensé hace unos días al ver a Ángela Molina mientras hablaba –con una sintaxis impecable– al recoger su Goya. La recordé en La Sabina, de Borau, donde caí rendido. La recordé en tantas y tantas de sus películas y pensé que su larga y espléndida cabellera era la metáfora de aquella generación –la mía– que supo vivir el tiempo que le tocó en suerte y que no llegó a rendirse del todo. Que sigue sin hacerlo y supo disfrutar de la herencia del Romanticismo y perderse, pero también ponerla en su sitio.

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