Mala entraña
«Sabiendo todo lo que sabemos, es muy difícil comprender que todavía haya gente que defienda el comunismo o sus encarnaciones posteriores»
Hay asuntos difícilmente explicables y supongo que cada cual tendrá su colección de enigmas para llevarse a la tumba. En mi caso, no logro entender cómo es posible que queden comunistas en el mundo, sea bajo esa denominación o con las múltiples etiquetas que inventan grupos como Podemos para disimular el horror que ellos mismos se producen. Y no lo entiendo porque ya sabemos demasiado sobre los países que en algún momento pudieron gozar de la dictadura del proletariado. Muchos habrán leído Vida y destino de Vasili Grossman, una de las grandes novelas del siglo XX y el documento más escalofriante que conozco sobre aquel país desventurado que fue Rusia y su imperio de colonias esclavas.
Precisamente por la grandeza de su obra maestra, no había leído Todo fluye (Galaxia Gutenberg), lo último que escribió y su obra póstuma. Un amigo me dijo que no me la perdiera y, en efecto, es imprescindible. Trata, como la anterior, sobre el aplastamiento de los humanos en el imperio de Lenin y Stalin. Apenas hay peripecia o anécdota: todo el libro narra casos y ejemplos de la monstruosidad que fue aquel infinito campo de exterminio. Pero lo más relevante es que Grossman lo escribe, por así decirlo, «desde dentro», utilizando su propia experiencia y la de sus parientes y amigos más próximos. Como es fácil de entender, no hay ninguna explicación a semejante horror porque no hay posible explicación a episodios como la masacre de los campesinos que redujo al hambre, la locura, la muerte o el canibalismo a millones de ciudadanos por el sencillo motivo de que a Stalin le sobraban aquellas poblaciones campesinas. Por cierto, muchas de ellas, ucranianas.
«Grossman expone minuciosa y sagazmente el mecanismo de la sumisión»
Lo más extraordinario es que Grossman expone minuciosa y sagazmente, aunque sin dramatismo, el mecanismo de la sumisión. El proceso que condujo a una población entera de la subordinación religiosa a la esclavitud comunista sin protesta ni oposición. En realidad, piensa Grossman, es que son lo mismo: la adoración a Stalin y el aplastamiento de cualquier libertad es un fenómeno religioso. Bien es cierto que ese proceso hacia la esclavitud sólo fue posible en unos países casi por completo analfabetos y de una pobreza sin misericordia. Los escasos focos rusos de burguesía ilustrada fueron las primeras víctimas de Lenin y Stalin, incluso entre (o sobre todo entre) los miembros del Partido Comunista, en buena parte constituido por ciudadanos de clases medias y burguesas, empezando por los que lucharon junto a Lenin.
Por eso, sabiendo todo lo que sabemos, es muy difícil comprender que todavía haya gente que defienda el comunismo o sus encarnaciones posteriores. O quizás no. Quizás ese deseo de sometimiento, esa necesidad de estar bajo la bota del padre tiránico, esa religiosidad insatisfecha, sigue siendo lo que agita a la actual ultraizquierda. Para mayor escándalo, todavía creen que eso es el progreso y se llaman a sí mismos progresistas. Progreso ¿hacia dónde? ¿Acaso no ven la ruina económica y moral de todos aquellos países en los que ha llegado la plaga del arrasamiento de las libertades? Así, por ejemplo, en Venezuela, Cuba o Nicaragua, países admirados por los de Podemos. Es peor aún: ese arrasamiento lo creen progresista. Verdaderamente el desvarío es muy desconcertante.
Conviene no olvidar aquellas declaraciones de Otegi, puro funcionario de la esclavitud voluntaria, en la que aseguraba que cuando él y su gente llegaran al poder ya no habría muchachos trabajando con ordenadores sino correteando por los montes y respirando el aire puro de Euskadi. Frases que podía haber pronunciado cualquiera de los ministros de Stalin o de Hitler. Aunque no les dio tiempo a pronunciarlas: los asesinaron casi de inmediato.