Magia, sueños, vida
Mi nombre me condiciona desde pequeño. Tardé en entender cómo yo podía llamarme como uno de los tres Reyes Magos que cada seis de enero asaltaban mis sueños haciéndolos realidad.
Mi nombre me condiciona desde pequeño. Tardé en entender cómo yo podía llamarme como uno de los tres Reyes Magos que cada seis de enero asaltaban mis sueños haciéndolos realidad.
Me daba mucha cátedra con los niños con los que compartía escuela en materia real, y presumía de proximidad e influencia con mucho verso con la concurrencia de pequeños que confiaban en que mi mediación tuviera efecto. Aunque me entristecía que al compartir fecha con mi santo me perdía mil felicitaciones y los consecuentes regalos, que se entendían asumidos por Sus Majestades.
Me pareció siempre que los Reyes Magos practicaban la magia más bella y cautivadora que pueda imaginarse. El ritual comenzaba con la escritura de la carta, y el envío. Quizá me influyó después para ganarme la vida con los teclados. Lo que es seguro es que me aplicaba con mucha prosa, un punto mentirosa, ensalzando virtudes y obediencias que escondían alguna mentira piadosa. Me apasionaba el juego nocturno de dormir el día 5 de enero sabiendo qué iba a soñar esa noche. Y aunque anidaba mucha certidumbre, lo incierto del resultado de mis sueños generaba una intriga que estimulaba mi imaginación. Por eso me esperaba en los preparativos y era generoso con sus majestades y con los camellos. Me parecía esencial cuidar a los animales, porque pensaba que merecían calor tras tanto esfuerzo en repartir alegrías.
Y al amanecer, recuerdo como yo, el pequeño de diez hermanos, despertaba a toda la casa, y me penalizaban obligándome a una espera que siempre me pareció la eternidad, hasta que mis padres se levantaban. Y cuando abríamos la puerta del salón, un estruendo inmenso. Pura vida de dos generaciones que estallaban de ilusión en la modestia, pero la ilusión no depende de los posibles, sino del corazón que se pone en el empeño.
Y recuerdo con una sonrisa el día que mi hermano Pedro-Pablo, también mi padrino, me sumergió en un baño de realidad. Después de un relato oblicuo que terminaba, lógicamente, mal, mi respuesta, con una sonrisa de quien se siente conocedor de algún secreto insondable, y con línea directa con los protagonistas, fue instantánea: «Que no pico padrino, no pico». Y sigo sin picar, porque hay que aprovechar cada instante que te da la vida para ser feliz. No pico y no quiero picar nunca. Por eso cada año le escribo la carta a Melchor, Gaspar y Baltasar, y espero de su generosidad, con otra mirada, pero con la misma ilusión, sabedor de que no siempre los sueños se cumplen, pero perito en lunas de empeño en que cada año se hagan realidad.