THE OBJECTIVE
Ferran Caballero

Entrevista con La Manada

Un miembro de la llamada Manada tendrá que declarar este domingo ante el juez para dar cuenta del presunto robo de unas gafas de sol y por embestir, también presuntamente, a dos vigilantes de seguridad cuando huía en coche. Es algo relativamente sorprendente. Desde que salieron en libertad, los chicos parecen haber recuperado con un desparpajo un tanto sorprendente lo que parecía ser su vida normal. Quienes con gran alboroto descubrieron que eso incluía salir de fiesta no parecen muy sorprendidos de descubrir que eso incluya robar gafas de sol y darse a la fuga. Tal capacidad de invertir lo común me reafirma en la idea de que estos tipos merecen una entrevista.

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Entrevista con La Manada

Un miembro de la llamada Manada tendrá que declarar este domingo ante el juez para dar cuenta del presunto robo de unas gafas de sol y por embestir, también presuntamente, a dos vigilantes de seguridad cuando huía en coche. Es algo relativamente sorprendente. Desde que salieron en libertad, los chicos parecen haber recuperado con un desparpajo un tanto sorprendente lo que parecía ser su vida normal. Quienes con gran alboroto descubrieron que eso incluía salir de fiesta no parecen muy sorprendidos de descubrir que eso incluya robar gafas de sol y darse a la fuga. Tal capacidad de invertir lo común me reafirma en la idea de que estos tipos merecen una entrevista.

Es una posibilidad que ya se discutió cuando salieron en libertad, pero que fue descartada con una ligereza inaudita. El debate dio un par de vueltas sobre la ocurrencia de que a alguien se le pudiese ocurrir semejante entrevista. Y se cerró con una condena unánime porque a quién se le ocurre. Los pocos que llegaron a plantearse su interés público y su adecuación al mítico código deontológico de la profesión procuraron dejar muy claro que una entrevista como esta debería hacerse bajo estrictas condiciones de seguridad moral.

Hoy me acordaba de una de esas precavidas periodistas. Defendía una entrevista con condiciones, y la primera y más importante de todas ellas era que no fuera una entrevista. Que no se les preguntase sobre los hechos ni sobre su punto de vista; que no se les dejase, en definitiva, defender aquello que se espera de todos los entrevistados y que suele llamarse «su verdad». Aquí «su verdad» ya no vale, y es un consuelo menor, porque aquí la verdad única e inapelable ya la ha establecido el juez, que es el pueblo, que son sus únicos y legítimos representantes políticos y mediáticos. Y lo que se espera, todo lo que se puede esperar de esta presunta entrevista es que sea una reproducción, una representación pública, del interrogatorio al que fueron sometidos a escondidas. Una representación, sin riesgo y sin sorpresa, porque aquí, en el circo mediático, su culpabilidad ya ha sido probada y no puede en modo alguno ser cuestionada. Por eso, para que la entrevista haga justicia a la verdad, que ya es lo mismo que hacer justicia a la víctima, hay que exigir y asegurarse de que el veredicto sea el mismo que el del juicio real. En el mejor de los casos, cabe incluso esperar que vaya un paso más allá en su carácter probatorio y arranque de los ya condenados una confesión. Cabe esperar, decía la radio, que un entrevistador que tenga lo que hay que tener, «les dé la soga para que se ahorquen ellos mismos». La cuestión fundamental era asegurarse que la presunta entrevista no fuese nada más ni nada menos que la continuación del linchamiento por los mismos medios. Por si a estas alturas alguien necesitase todavía confirmar que el pueblo tiene razón y que esta gente es el mal.

Por eso hay que mantener a la Manada como un espectro, simple y transparente, sin nada que esconder ni lugar donde poder hacerlo. Por eso hay que insistir en que ya sabemos lo que dirán, que la verdad ya ha salido a la luz, que toda desviación que se produjese en el discurso preestablecido sería mentira y engaño, propaganda en fin, y que todo repetición es innecesaria o contraproducente por cuanto mantiene abierta la herida, ya no de la víctima, sino de toda la sociedad. Por eso no hay que entrevistar a la Manada sino al mal mismo. Y el problema de entrevistar al mal es que nunca se presenta a la cita. Que el que se presenta es casi siempre un pobre diablo. Un hombrecillo. Un quinqui, en el más de los casos. Un ladronzuelo de gafas de sol. Con sus tonterías y sus debilidades y sus miserias y sus maldades, pero también con algo mucho más peligroso; con su humanidad.

Es lo que dice que le pasó a Hannah Arendt, que fue a ver como interrogaban al mal y se encontró con un tonto. Y cuando eso pasa el mal se vuelve banal y, lo que es peor, la turba se vuelve innecesaria. Porque para vencer a cuatro tontolabas no hace falta ninguna revolución. Basta un juez e incluso de provincias. Basta incluso con una justicia lenta e ineficiente. Nos basta a nosotros, simples ciudadanos, pero ni le basta al periodismo ni le bastaba a la periodista.  A ella le interesaba saber, por ejemplo, qué piensan estos tipos de los derechos de la mujer y de su liberación. Y se sorprendería, imagino yo, de ver hasta qué punto podrían ellos, culpables de hecho y hasta que se demuestre lo contrario, coincidir con ella y con tantos otros inocentes indignados en el discurso feminista y su valoración. Están, y lo han lo repetido los periodistas en su nombre y hasta la saciedad, muy a favor de las mujeres liberadas. Liberadas en el sentido de las abuelas y en el sentido de la pornografía, donde la libertad de uno se mide por la cantidad de hombres y mujeres con los que se está dispuesto a acostarse al mismo tiempo. Mucho más liberadas, por lo tanto, de lo que parece razonable encontrar por ahí. De aquí su problema y de aquí que la discusión sobre la mujer, la libertad y el libertinaje, muy interesante en el plano teórico, sea simplemente irrelevante en el tema que nos ocupa. Por eso no hay que entrevistar a los de La Manada para conocer sus ideas, porque sus ideas sobre estas cuestiones son aquí tan irrelevantes como las que más. Hay que entrevistarlos para conocer su versión de los hechos, que es condición imprescindible para cualquier juicio justo, incluso de un presunto juicio mediático. La insistencia en desenmascarar su ideología al tiempo que se les niega el derecho a dar su versión de los hechos demuestra que aquí no se trata ni de buscar la justicia ni de buscar la verdad, sino de usar a los acusados y a su víctima como ejemplo, como excusa, para iluminar lo que pretende ser una realidad oculta de nuestra sociedad.

Por eso no hay que caer en el morbo de los detalles. Hay que trascender la anécdota, las gafas de sol, la diferencia técnica entre abuso y agresión… hay que dejar atrás el terrible caso que nos ocupa para abordar sin tapujos la categoría que ilumina y que, cabe suponer, no sería otra que una sociedad enferma de machismo. Por eso, bajo esta indignada negativa a darles la palabra en pública, a cederles un rato el micrófono para que den su versión de los hechos, para que participen, en definitiva, de su propio juicio, subyace el miedo a los efectos propagandísticos de su palabra, que demuestra que el problema que tienen no es con los miembros de La Manada sino con los miembros todos de esta nuestra sociedad. Es el miedo a que su defensa refuerce y extienda eso que ha venido a llamarse «cultura de la violación». Pero el poder propagandístico de la Manada es absurdo porque la cultura de la violación es puro bullshit, como demuestras, por lo demás, todas y cada una de las opiniones públicas o publicadas de las que yo haya tenido conocimiento sobre el caso. La mayoría, pidiendo la cabeza de los violadores. La minoría, pidiendo un juicio reposado de un caso complejo y un respeto digamos que mínimo, de cortesía, por la tristemente famosa opinión del juez discrepante. Nadie sale ni ha salido en defensa de la violación, algunos en defensa de la presunción de inocencia, de la mera posibilidad de la inocencia, y de los ritmos y protocolos de la ley, de la justicia, frente a la indignación y el afán de venganza de las masas. Por eso, el peligro de que la entrevista sea una herramienta de propaganda es, como la «cultura de la violación», es una mera excusa para no cargar con el enorme peso deontológico de respetar la presunción de inocencia.

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