Soluciones Quebec
En algún lugar de la caja torácica, entre la aurícula izquierda y la arteria aorta, llevo en mi corazón el segundo país más grande del mundo: Canadá. En consecuencia, por ahí anda también Quebec, cuyas elecciones he seguido con atención. Como yo, tantos: son conocidas las concomitancias del caso quebequés con el catalán, causa del gran interés que despiertan en nuestro país las cosas de aquella provincia y que atestiguan centenares de artículos y crónicas que cada año la prensa española dedica a hablar de Canadá para hablar de España, de Quebec para hablar de Cataluña. Como cada uno intenta arrimar el ascua a su sardina, la imagen que se da –mi impresión– es a veces engañosa. Siguen unas líneas con mi punto de vista.
En algún lugar de la caja torácica, entre la aurícula izquierda y la arteria aorta, llevo en mi corazón el segundo país más grande del mundo: Canadá. En consecuencia, por ahí anda también Quebec, cuyas elecciones he seguido con atención. Como yo, tantos: son conocidas las concomitancias del caso quebequés con el catalán, causa del gran interés que despiertan en nuestro país las cosas de aquella provincia y que atestiguan centenares de artículos y crónicas que cada año la prensa española dedica a hablar de Canadá para hablar de España, de Quebec para hablar de Cataluña. Como cada uno intenta arrimar el ascua a su sardina, la imagen que se da –mi impresión– es a veces engañosa. Siguen unas líneas con mi punto de vista.
Podemos partir de unas declaraciones del presidente de Gobierno, en su reciente viaje oficial a Canadá, en las que ponía a Quebec como ejemplo de cómo es posible hallar soluciones políticas a conflictos territoriales enquistados. Es difícil no estar de acuerdo, pero se precisa saber antes cuál era el problema y cuál fue la solución. Porque lo cierto –y este es el dato que se suele hurtar a la opinión pública española– es que Quebec sigue sin firmar la Constitución de Canadá de 1982. Carta Magna en vigor porque en la hora de su aprobación, la Corte Suprema de Canadá dictaminó que no hacía falta la unanimidad de todas las provincias para «repatriar» un texto que hasta 1982 era formalmente una ley del parlamento de Westminster. Por tanto, si el problema se define como la falta de asenso de Quebec a la norma fundamental del país, fuerza es admitir que el problema sigue sin solución. Todas las negociaciones al efecto han fracasado hasta hoy.
Si, de modo alternativo, el problema lo definimos como la existencia de un alto número de independentistas en la provincia, entonces, ciertamente, el porcentaje ha bajado del 49% en la pleamar de 1995 hasta el 25% de hoy. Justo lo que querríamos sucediera en Cataluña. Ahora bien, ¿cómo se ha logrado? En mi opinión –discutible–, por la combinación de dos factores: la neutralización del agravio lingüístico a través de la Ley de Lenguas Oficiales que hizo de Canadá una federación bilingüe, y el paso del tiempo, porque las batallas de una generación no siempre son las de la siguiente.
Es decir, lo que no funcionaron fueron los intentos de atraer a Quebec a la Constitución a través de peliagudos pactos jurídico-políticos (Lago Meech, Charlottetown). Tampoco la clave estuvo en la celebración de los dos referendos, que, aun legales, no fueron fruto de acuerdo alguno, y cuyo resultado favorable, si se hubiese producido, es dudoso que hubiera llevado a Ottawa a negociar la secesión. Lo que sí funcionó fue convertir a Canadá en una federación ejemplarmente inclusiva, donde los derechos lingüísticos de todos –de los francófonos en Canadá, de los anglófonos en Quebec– son respetados. Aplicado el antinflamatorio lingüístico, el tiempo recondujo la convivencia. Algo parecido, mutatis mutandi, a lo que algunos proponemos en España. Seguiremos hablando de ello.