Porque está ahí
«Las razones para llegar a la Luna tenían más que ver con las estrategias de la Guerra Fría que con ese impulso atávico por satisfacer la curiosidad»
Hemos conmemorado estas semanas el 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna. También, a su manera, quienes no creen en que eso sucediera. Al fin y al cabo, el mundo se configuró desde entonces dando por cierto ese hecho, y la realidad cambió, sin importar mucho si Armstrong dijo eso de que estaba dando «un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad» desde un estudio de grabación en el desierto de Mojave o desde nuestro satélite natural. Y, entre los documentales y reportajes que las televisiones han ido emitiendo durante esos días, pudimos ver a un joven y lozano presidente Kennedy explicando sucintamente en un discurso por qué, bajo su presidencia, se comenzaría a diseñar aquel viaje sideral que llegaría a buen puerto menos de una década después: «¿Por qué ir a la Luna? Porque está ahí».
A nadie se le escapa que las razones tenían más que ver con las estrategias de la Guerra Fría que con ese impulso atávico por satisfacer la curiosidad por encima de la necesidad inmediata de seguridad, alimento y reproducción. Pero también estaba presente esa verdad de fondo que nos sigue impulsando y condicionando en todos los ámbitos de nuestra vida, aun a riesgo de nuestro bienestar e incluso de la propia supervivencia. Tal vez, y pese a los aparentes motivos comerciales y cartográficos, es algo que influyó en el viaje de Magallanes y Elcano para circunvalar el globo, hazaña de la que ahora conmemoramos 500 años. También en la fallida expedición británica que, durante la segunda mitad del siglo XIX, intentó encontrar un paso navegable por el Ártico. La serie The Terror —que toma su nombre de uno de los barcos de dicha expedición— nos habla bien del impulso de ir a por lo que «está ahí», y uno de sus protagonistas resumió la esencia de estas aventuras ineludibles en una frase memorable: «En estos lugares, la tecnología todavía hinca la rodilla ante la suerte». Como lo hacía en 1924, cuando varios supervivientes británicos de las trincheras de la Primera Guerra Mundial se empeñaron el escalar el Everest. Lo cuenta magistralmente el antropólogo Wade Davis en En el silencio, uno de los mejores libros —y el más extenso— que he leído en este año del que ahora, bañado por una faulkneriana y recién estrenada luz de agosto, hago balance de todos mis frentes.
Observo una foto de 1912 en la que aparece el nutrido grupo de accionistas de la joven compañía eléctrica que había empezado a abastecer de luz a Málaga y a los pueblos del interior de la provincia. En ella hay curas, hombres de negocios, profesionales liberales y señoritos que posan con el gesto adusto de quienes todavía están viendo un avance tecnológico ante el que aún no se muestran del todo relajados, en este caso la cámara fotográfica. Y es difícil no imaginarse el ruido seco de la pequeña detonación del disparo del flash y el humo ligero que saldría por encima de la cámara tras las últimas instrucciones del fotógrafo. Uno de esos hombres es mi tatarabuelo, el señor Paco, que aparece en la parte superior derecha, cerca de una columna blanca, con sus abundantes patillas plateadas y un gesto que no sé identificar si es de hastío por haber tenido que salir de su cómoda finca, La Noria, o de seria conmoción por un progreso inconcebible.
Estuve hace unos días viajando con gente muy querida por dos de los pueblos que ellos electrificaron, Coín y, sobre todo, Tolox, en el interior de la provincia de Málaga. En este pequeño municipio, colgado de la Sierra de las Nieves, entonces la economía era de subsistencia agraria. Los olivos y los almendros, las cabras y los cerdos, ofrecían todo aquello que sus moradores necesitaban o que creían necesitar en un mundo sencillo, austero y duro que vivía de espaldas a los fascinantes inventos y las grandes promesas que se anunciaban en diarios que solo llegaban a las capitales. Ni siquiera había una carretera asfaltada para llegar, sino apenas un carril tosco para carruajes tirados por mulos. La electricidad no era urgente en Tolox, pero allí la llevaron, supongo que por la misma razón de fondo que nos llevó a circunnavegar la Tierra o ir a la Luna, más allá de otros intereses económicos o políticos.
Ese impulso me sigue impresionando e intrigando. Las cosas más determinantes de nuestras vidas ocurren de una manera difícil de discernir. No se trata de percibirlo a través de grandes aventuras, intentando descubrir un paso por el Ártico o dando con la fórmula para colonizar Marte. O no sólo. Quizá baste con pensar por qué nos atrae una persona a la que queremos sin remedio y encontrar solo una respuesta tentativa pero suficientemente clara: «Porque está ahí».