THE OBJECTIVE
María Jesús Espinosa de los Monteros

No existía la pena alguna, yo era la pena

«Narrar la pesadilla no es tarea fácil y la minuciosidad de notario que Lançon despliega en la escena de la masacre en Charlie Hebdo es, probablemente, una de las más descorazonadoras de un libro profundamente amargo»

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No existía la pena alguna, yo era la pena

Siempre que la ocasión me lo permite me gusta recordar un concepto fundacional del poeta Joan Margarit. Se trata de la idea de que existen dos tipos de intemperies: la física y la moral. La primera apenas existe en el mundo occidental porque la técnica lo ha solucionado. Pero, ¿qué sucede cuando  una tragedia como la muerte, el desamor o la enfermedad nos ataca? Dice Margarit que aquí la ciencia de nada sirve, no hay botón que apretar. Para el poeta, las únicas herramientas de las que uno dispone para luchar contra la intemperie moral es la poesía, la música, la pintura o la filosofía. Y todas ellas tienen una característica común: uno debe conocerlas profundamente para que le sean verdaderamente útiles. 

He pensado de nuevo en la intemperie moral leyendo el tristísimo y brillante libro de Philippe Lançon, El colgajo, publicado por la editorial Anagrama. Este libro, escrito por el periodista de Charlie Hebdo y Libération que logró sobrevivir a la matanza de París el 7 de enero de 2015, intenta responder a una compleja pregunta: ¿qué supone seguir viviendo cuando se ha estado en el infierno en la tierra? 

Narrar la pesadilla no es tarea fácil y la minuciosidad de notario que Lançon despliega en la escena de la masacre en Charlie Hebdo es, probablemente, una de las más descorazonadoras de un libro profundamente amargo. ¿Cómo sobrevivir? Cuando su carne se está pudriendo o cuando la herida le ocupa medio rostro y le impide hablar, beber o comer, entonces Lançon recurre desesperadamente a los libros, a la música, a la pintura y al cine. A Proust, a Kafka, a Thomas Mann, a Bach, a Coltrane, a Chaplin o a Velázquez. Lo hace, por ejemplo, antes de entrar en la mesa de operaciones, a la que acude con demasiada frecuencia, siempre escoltado por Chloé, su cirujana, un personaje por el que Lançon siente absoluta fascinación: “Sobre las 21:30 pasa Chloé. Cuando viene de noche, es cariñosa como saben serlo las personas inteligentes y sensibles cuando dejan de estar sobrepasadas”.

Sobre el dolor se ha escrito a lo largo de una tradición literaria profusa que el periodista francés recoge con especial cuidado cuando rememora los primeros momentos tras el atentado, cuando ve a sus padres ancianos ejerciendo más que nunca de padres, es decir, de vigilantes o guardianes: “Ellos sufrían, lo veía, pero yo no: yo era el sufrimiento. Vivir por completo en el interior del sufrimiento, estar determinado solo por él no es sufrir; es otra cosa, una alteración completa del ser”. Sin embargo, no hay autocompasión ni autocomplacencia en un libro que, tal vez, merecería tenerlos. Únicamente hay espacio para la constatación de un dolor que se revela inabordable (“No existía pena alguna, yo era la pena”) pero que, finalmente, muta en una nueva existencia llena de luz que irradia a quien la lee.

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