Decir tonterías
«Dos ejemplos recientes de genialidad corrosiva: Peter Handke, al que reprochamos sus caprichosas loas a un genocida, y Cristina Morales, que dice preferir ver arder todo en una gran pira a que las tiendas abran»
A mi amigo Jorge Freire le gusta citar una frase de un amigo suyo: «Un tonto con novia y trabajo es casi un listo». La frase contiene una gran verdad y haría las delicias del filósofo Javier Gomá, que dentro de su programa educativo nos tiene dicho que «casa» y «oficio» son, en todo tiempo y lugar, las dos categorías que nos convierten en adultos funcionales y miembros útiles de la comunidad. La idea se resume en que solo haciéndonos cargo de algo que no somos nosotros mismos adquirimos una visión ordenada de la existencia: dejamos de creernos «más grandes que la vida», cambiamos la estética por la ética y nos dejamos, en definitiva, de tonterías.
Así es la norma, sin duda. Pero como un suplemento necesario, existe también el caso, bien documentado, del listo con estudios y muchas lecturas que, a fuerza de permanecer en el estadio estético de su vida, es casi un tonto. Un tipo de persona a quien damos una suerte de dispensa de razonabilidad para que pueda, en el altar de su individualidad genial, pregonar su gaya ciencia en frases tan brillantes como hueras. Desde hace un par de siglos, cumplen esa función casi sacerdotal ciertos artistas y, más en concreto, ciertos escritores. Gente a la que colmamos de honores y cuya opinión buscamos como quien sube a una cima para preguntar a un oráculo. No es infrecuente que digan una tontería, que a veces es una tontería peligrosa —Orwell ya nos advierte de que hay necedades que solo puede creer un intelectual—, pero tiendo a creer que no es su culpa: forman parte de algún tipo de equilibrio y de ellos cabe decir: «Su reino no es de este mundo».
Hemos tenido dos ejemplos recientes de genialidad corrosiva. Por un lado, el Premio Nobel Peter Handke, al que reprochamos sus caprichosas loas a un genocida. Por otro, la Premio Nacional de Narrativa Cristina Morales, que dice preferir ver arder todo en una gran pira a que las tiendas abran. Handke y Morales no me engañan: ninguno me parece idiota, más bien lo contrario. Cumplen el papel del escritor que dice una tontería y satisface el soterrado deseo de excentricidad que nos pide el cuerpo. Milena Busquets (que tampoco tiene un pelo de tonta) lo decía el otro día: necesitamos que haya gente libre de ataduras, capaz de ir contra todo. Pero ¿dónde está el límite? Y más interesante: ¿qué proporción de personas podemos liberar del tedioso deber de sostener con hechos y palabras las cotidianas verdades civilizatorias? (Esta, por ejemplo: que las tiendas están mejor abiertas que ardiendo). No sé si me explico… En todo caso, no creo que las palabras de Morales fueran particularmente heréticas; más bien me parecieron de un tipo de incorrección bastante convencional estos días. Incorrecto y subversivo fue Pasolini cuando, en un trance similar, se puso del lado de los policías, hijos de los pobres. Por eso la fuerza de su poema nos llega intacta hasta hoy y no hemos podido olvidarlo.