Qué pasa cuando contradices a un extremista
Finkelkraut se ha convertido en una controvertida voz en Francia que aboga por la existencia de un “fanatismo igualitario”
“¡Violad, violad, violad! Pido a los hombres que violen a sus mujeres. Por cierto, que yo violo a la mía todas las noches y está ya harta”. Tal fue la respuesta que Alain Finkelkraut, filósofo y ensayista francés, dio a la militante feminista Caroline de Haas cuando ésta defendió en el plató de televisión de ‘La Grande Confrontation”, con cifras y pruebas, la existencia de una cultura de la violación asociada a la violencia sexual.
Finkelkraut se ha convertido en una controvertida voz en Francia que aboga por la existencia de un “fanatismo igualitario” que, afirma, estaría poniendo en peligro el debate público. Dicho de otro modo, Finkelkraut forma parte de aquel grupo de intelectuales y creadores de opinión pública que, como vemos en España con una asiduidad creciente, tratan de vehicular con pataletas públicas la falsa idea de que las acusaciones de misoginia nacen de la perversa voluntad de limitar la libertad de expresión de alguien con una opinión “irreverente”.
El programa en cuestión lleva por título “¿Todas las opiniones son aceptables?” dando por sentado que los datos que instituciones solventes aportan sobre mujeres asesinadas o violadas (esto es, la realidad) son tan debatibles como cualquier punto de vista, y lo que es aún más grave: que los discursos de odio son aceptables como eso, una opinión más.
La frivolización de la violencia de género, —calificar al feminismo de cáncer y o apelar al empoderamiento cosiendo botones— perpetúa la idea de que empujar el machismo hasta el extremo convertiría al ignorante en un rebelde, alguien autocalificado como “políticamente incorrecto”, con la bravura que se le atribuye al que navega contra la corriente mayoritaria.
Al peinar con detalle los discursos de Trump, de Le Pen o de cualquier miembro de VOX, encontramos trazas de ese halo de heroicidad en la defensa de ideas retrogradas que incitan al odio; una especie de nostalgia de lo que siempre quisimos, pero nunca pudimos decir. ¿Cómo logramos que una idea inaceptable se vaya abriendo paso en el espectro de lo debatible en el espacio público? El extremismo tiene la respuesta: creando pertenencia en el derrumbe de límites hasta entonces insospechados. Impulsando una identidad común en torno a ideas vendidas como prohibidas y causar así un efecto arrastre de otras tantas que también dormían en el cajón de las vergüenzas.
Y en algo sí tienen razón: violar a tu pareja, tachar la violencia machista de ideología de género, la homosexualidad como enfermedad o el racismo de chascarrillo humorístico no son ideas aceptables socialmente. Lo que ignoran es que esa inaceptabilidad no deriva de una “dictadura de lo políticamente correcto”, sino porque la igualdad es y debe seguir siendo uno de los pilares de cualquier democracia.
Esa mal llamada “incorrección”, que atraviesa Europa y mueve sus garras hacia la derecha de la derecha, asoma la cabeza en el debate público e impone su agenda a través de las rendijas de la “Ventana de Overton”.
La teoría política de Joseph P. Overton sugiere que existe un marco de lo aceptable dentro de ese espacio que conforma la opinión pública. Para romper con el corsé y forzar nuestros límites de tolerancia, quien quiera imponer su agenda expandirá paulatinamente ideas que se alejen notablemente de los marcos de esa ventana. Y se limitará a esperar. Esperar a que sea la propia opinión pública quien las condene por distar demasiado de lo asumido socialmente como normal, o a que les haga un hueco dentro de la ventana de lo admisible. Sea como fuere, la apuesta será un éxito, porque el espacio público ya se habrá dilatado unos centímetros y ya estaremos más cerca de tolerar lo intolerable.
Lo realmente desolador no es tanto comprobar que esta estrategia sigue funcionando allá donde los extremos deciden hacerse un hueco, sino ser testigos de lo frágiles que son logros que creíamos consolidados. Vayamos a un ejemplo concreto. Los datos del CIS muestran que el aborto no es una preocupación esencial de los españoles. Sin embargo, estamos condenados a encender la televisión y escuchar a Rocío Monasterio calificar los abortos interrumpidos de ‘’penas de muerte’’. Una vez más, la ventana de Overton.
En 2011, Renaud Camus, autor de “El gran reemplazo”, comenzó a defender en medios y foros una teoría según la cual las poblaciones nativas de Europa Occidental estarían expuestas a su desaparición ante una invasión de “no europeos”. La idea, absolutamente disparatada, caló con fuerza en círculos de la extrema derecha. Tanto que ese mismo concepto —El gran reemplazo— dio título al manifiesto de 74 páginas del autor del atentado de Christchurch, en Nueva Zelanda, donde un supremacista blanco asesinó a 50 personas en marzo de 2019.
Voces acreditadas habían tratado en vano que el discurso de odio se instaurase como verdad alternativa. Ocurrió, por ejemplo, en junio de 2017 en France Culture, cuando el demógrafo Hervé Le Bras desmontó con datos las afirmaciones de Camus, que sostenía que la totalidad de recién nacidos en Francia eran “árabes y negros”.
“El año pasado, [2016, nldr] se registró un 10% de nacimientos en los que los dos padres eran inmigrantes. Inmigrantes significa: extranjero nacido en el extranjero, lo cual no presagia su nacionalidad actual. Contabilizamos 70% de nacimientos en los que ni los padres ni los abuelos son inmigrantes y un 30% en los que un padre o un abuelo es inmigrante. (…). No es un reemplazo de un pueblo por otro pueblo, sino de una población relativamente sedentaria, que tenía por costumbre reproducirse en un círculo relativamente cerrado, por una población cuyas uniones se producen a una escala planetaria”.
Puesto que las cifras contradecían su teoría, Renaud Camus comenzó a ignorarlas y a vehicular su tesis apocalíptica en algo mucho menos tangible, pero que, (la Historia lo atestigua), puede tener más impacto que las cifras: la percepción, el sentimiento, lo que revoluciona el pathos, el miedo.
Ante los datos, eso sí, sólo silencio.
Qué incomoda resulta la realidad para quien no quiere vivir en ella.