Cómo zafarte de la moralina con ayuda de tres grandes filósofos
«Nuestra atmósfera está saturada de un gas más dañino que el ozono y más calenturiento que el carbono. Ese gas es la moralina»»»
Nuestra atmósfera está saturada de un gas más dañino que el ozono y más calenturiento que el carbono. Ese gas es la moralina.
Pones la televisión y te topas con los chavales de Operación Triunfo, vertiendo sus opinioncitas sobre lo correcto (básicamente, ser como ellos) y lo incorrecto (muchísimas cosas, desde decir “mariconez” hasta los toros). Abres Twitter y Ana Patricia Botín se esfuerza en demostrarte que ella es partidaria de la Bondad y enemiga de la Maldad (o, al menos, eso insiste en tuitearte la doncella para ello contratada). Te convocan a una reunión de trabajo y el jefe, antes de endosarte la pejiguera que suele, se tira media hora explicándoos a sus subalternos cuánto le importa vuestra felicidad. Para huir de sus idioteces, te conectas a escondidas a Spotify o Apple Music y buscas alguna canción que te distraiga, pero ¡te creías muy listo! Tu servicio musical favorito te propone listas como “In Solidarity: Black Lives Matter”, o emite solo música negra bajo el hashtag #TheShowMustBePaused. Otros que ansían demostrarte cuán bondadosos son.
Siempre ha existido la moral, pero nunca habíamos estado tan rodeados de moralina como hasta ahora: televisiones, radios, redes sociales, oenegés, empresas, iglesias, sectas, predicadores individuales, comunicados, correos electrónicos, Anabel Alonso, páginas web, Policía, Gobiernos, bancos, asociaciones, artistas, actores, intelectuales, profesores, expertos en género, humoristas, dibujantes, escritores, periodistas, lonas, carteles, Anabel Alonso, anuncios, canciones, series, películas, sindicatos, partidos, coaliciones, la ONU, la UE, el AMPA, la CONCAPA. Todos enlazan sus brazos y avanzan hacia ti con cientos de consejos morales, millares de mandatos éticos, cien mil ideas sobre cómo debes portarte y qué te debe importar. ¡Oh, nostalgia de tiempos aquellos cuando solo el párroco del pueblo peroraba de estas cosas y apenas sus diez minutos semanales de homilía dominical!
¿Es posible calmar tanta hinchazón moral? Como profesor de Ética, curso tras curso aumenta ante mí cierto tipo de alumno. Es el que repele a priori cualquier asunto ético, ahíto de las monsergas que ya le endilgó su profe de mates, su entrenadora de bádminton o aquella activista que vino a disertar en su clase hora y media sobre vegafeminismo interseccional. También leo día tras día a usuarios de internet escandalizaditos por los asertos, no siempre convenientes, que me atrevo a publicar en redes sociales; ofendiditos que me reprochan “pero ¡cómo puede un profesor de Ética decir eso!”, mientras se cruzan la rebeca con gesto atrabiliario.
Todo ello nos coloca ante la pregunta que me gustaría abordar: ¿es posible usar la filosofía no solo para alejarse de la moralina presente, sino incluso para combatirla? Dicho de otro modo: ¿tenemos algo valioso que ofrecer los docentes de Ética para los alumnos que he empezado mencionando? ¿Y alguna mala noticia para los tuiteros que nos exigen limitarnos a imitar a las dos Anas citadas (Patricia Botín y Bel Alonso)?
La respuesta es jubilosamente positiva. Occidente no ha sido siempre tan tonto como lo es ahora. Sus intelectuales tampoco. Voy a seleccionar, de entre todos ellos, a tres. No tienen mucho en común. Uno era creyente (Maimónides), los otros dos, más bien réprobos (Spinoza y Nietzsche). Dos eran judíos (Maimónides y Spinoza), el otro venía de familia luterana (Nietzsche). Vivieron en siglos bien distintos: XII, XVII y XIX. Quizá entre lo poco que les acomune se halle esta nuestra península ibérica: Maimónides nació en ella, la familia de Spinoza provenía de aquí, y Nietzsche, bueno, adoraba la Carmen de Bizet porque le hacía sentirse “mejor filósofo” y “como después de un viaje por España”. (A ver si algún día nuestro ministerio de Turismo aprovecha para algún eslogan nietzscheano).
Comencemos por este tal Nietzsche. Mucha gente sabe que criticó acerbo la moral judeocristiana, que consideraba un mero invento de perdedores para vengarse de la gente que tiene éxito en la vida. “Sí, tú serás más rico, más sano, tendrás mayores motivos de orgullo que yo”, dirá el moralista cristiano o sus epígonos actuales; “¡pero yo sé que lo verdaderamente bueno es la pobreza, la debilidad, la humildad! ¡Tú serás más feliz, pero yo soy santo! ¡Tú disfrutas de esta vida, pero yo de la siguiente!”.
Ahora bien, no olvidemos algo esencial para captar a Nietzsche: lo que de veras le importaba no era acertar o no con sus teorías. Muy al contrario, él pensaba que no debería preocuparnos la verdad absoluta. Debíamos examinar más bien cómo afectan las pequeñas verdades o mentiras a nuestra vida corriente. Así pues, la pregunta ciertamente relevante no es “¿cómo surgió la moral?” (dejemos a los antropólogos estudiarlo), sino “¿cómo afecta a tu vida esa moral que sostienes?”.
Miremos a todos los partidarios de una u otra moralina, nos diría Nietzsche. ¿No tienen vidas más resentidas, más pobres, menos hermosas? ¿De verdad quieres copiarles, pasarte la vida señalando con tu dedito a otros para sentir esa triste superioridad? ¿Les imitarías si tu vida fuese a repetirse una y otra vez, incesante, la eternidad entera? ¿No desearías más bien otra cosa? ¿Quieres pordiosear el beneplácito ajeno? ¿Llamarte Anabel o Ana Patricia? ¿No prefieres ese “sentimiento de plenitud, de poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir”? ¿Socorrer “al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso que surge de tu exceso de potencia»?.
Con todo, si la crítica de Nietzsche a la moral cotidiana parece fuerte, eso es porque se conoce aún menos la de Maimónides. Este médico cordobés llegó a pensar que tenemos que elegir entre dos vías. Una, la de ocuparte de la verdad. Otra, la de preocuparte por el bien. Esta segunda es la más baja. Dedicarte a criticar las cosas como buenas o malas es tarea solo para los ignorantes, que hallan como los críos placer en pronunciar: “Esto gusta al nene”, “esto no gusta a la nena”. Los hombres sabios, en cambio, se deleitan al conocer las cosas, no tanto al juzgarlas.
Basta mirar al batiburrillo actual de gentes valorando de todas las formas posibles todo tipo de actos (desde una canción de Mecano a una tradición milenaria; desde el último acto de Trump al chiste que ha osado soltar el tuitero de al lado) para sentir deseos de cerrar tu teléfono móvil, abrir algún libro sabio y alejarte de tanto bullicio ignaro. Dos siglos más tarde Tomás de Kempis lo expresaría así: “Por doquier busqué la paz, sin hallarla más que en un rincón y con un libro”. Y, si te aplicas, también hallarás ahí la verdad, habría añadido Maimónides.
Fijémonos, por último, en Spinoza. Sin duda nos ofreció un buen motivo para dejar de lanzarnos recriminaciones morales los unos a los otros: no servirá prácticamente de nada. Los seres humanos no actuamos movidos por esta o aquella prédica, sino por mil y un factores que apenas podemos dilucidar. Y mucho menos controlar. Ahora bien, aunque no puedas ser libre, en el sentido de decidir sobre tu vida como si fueras una pluma que elige por dónde le soplará el viento, sí puedes ser libre en otro sentido. Puedes dejar de depender de la opinión de los demás. Puedes dejar de depender de la opinión que tus opiniones susciten en los demás. Incluso de la opinión que generen a terceros las opiniones de los demás sobre las opiniones tuyas. Deja de temer o de ansiar todo eso; libérate.
El propio Spinoza aplicó esta idea a rajatabla: con solo 23 años ya había sido expulsado de su comunidad judía en Ámsterdam. No fue una excomunión que pareciera importarle mucho.
Solo hemos podido traer aquí un par de briznas desde los frondosos jardines que cultivaron estos tres pensadores. No aspiramos a más. Bástenos con señalar que sí existen espesuras por donde escapar del ambiente enrarecido y del ruido moralista que hoy nos asedia. Pero huir, lo que se dice huir, lo tendrá que hacer usted, amigo lector: aquí uno solo puede señalar qué caminos, a menudo poco hollados, le auparán más allá.